sábado, 27 de agosto de 2011

AMIGO DE VERANO




Este verano me he echado un amigo nuevo. Me gusta escribirlo así; “me he echado”, como si las vicisitudes de la vida las lleváramos encima a la manera de los viejos traperos, con dos sacos al hombro: En uno las cosas buenas; los amigos, las lealtades, los cariños y los amores. Y en el otro echaremos la inmundicia, la barbarie, la traición y el abandono.

Cada tarde quedamos sin decírnoslo pero sabiéndonos fijos a la cita, mi amigo y yo. Y nos da mucha alegría cuando nos vemos aparecer el uno al otro por la arena de la playa. Nos saludamos cariñosamente con un lenguaje primario que ambos hemos convenido para entendernos. Un lenguaje de pocas pero, precisas y muy significativas palabras.

Nada más vernos, ambos nos quitamos las camisetas y nos vamos directamente a la orilla, desde la que vemos cada tarde salir para sus industrias marinas a los barquitos de pesca. Vamos dejando que el capricho de las olas nos moje, a él mucho antes que a mí porque mide bastante menos que uno, calculo que menos de un metro, unos 90 centímetros.

Cuando siente mi amigo la impresión en la barriga del agua fría y espumosa que han traído las olas, me mira sonriendo por el frescor y me señala que él ya está completamente empapado y que me corresponde a mí, en solidaridad con su tiritera, tirarme al mar como los submarinistas y ofrecer al público presente un buen chapuzón. Entonces mi amigo comienza con su hermoso espectáculo de risas y observaciones con los que cada tarde vuelvo a casa confortado y ufano de esta amistad.

Al principio de conocernos le pregunté por qué no se tiraba al agua con más ligereza y valor, y él me contestó con total sinceridad, pues no conoce otra cosa que la verdad este amigo mío, que tenía miedo, como Woody Allen. Se agarraba esos primeros días a mi cuello como una cría de mamífero y pese a lo que disfrutaba con cada una de las olas y de la excitación que le producía aquel juego del agua salada en la cara, no se soltaba ni un minuto de mi abrazo.

Quizá a esta altura debiera decir que mi amigo tiene dos años.

Ha ido, poco a poco, cogiendo confianza, yo creo que primero en mí, y a continuación en el mar. Ahora se planta como un pequeño titán casi de tebeo y tensa sus músculos para desafiar la rudeza con que las olas quieren tumbarlo. Cada vez que una de ellas lo tambalea sube la cabeza para encontrarse con mi mirada y , si apruebo la gesta, sonríe otra vez como un luchador victorioso.

Cuando alguna de las olas sí consigue hacerlo caer, ni maldice ni llora, vuelve a reír sabiendo quizá a sus dos años, que casi todas las caídas de la vida serán parte de la gran broma del destino, y exclama entre preciosas carcajadas de niño feliz: “Al agua otra vez” reduciendo la estructura silábica de esta frase a un “Gua ta vé” .

Tras un rato de zascandilear con las olas que se dividen en dos: “Ande” (grande) e “Ica” (chica) llega la hora de la observación. Mi amigo fija la vista en un barco que viene de Bonanza y señala, como Cristóbal Colón en dirección a las Indias aunque para él, a saber por qué misterioso motivo, todos los barcos se dirigen a “Caaia” (Canarias) , y muestra uno el mismo interés que mi amigo pensando qué vidas llevan las personas que trabajan en ese barco, si se les hace larga la travesía, si se marean cuando la mar se pone brava, si habrá alguno de la tripulación leyendo a Tolstoi en su camarote. Si habrá un joven enamorado que, sin embargo, sabe que tendrá que tener un amor en cada puerto para prestigiar al gremio. Mi amigo entonces dice “Yatá” (ya está) y pasamos a otros asuntos.

Uno de esos asuntos es la descripción de las cometas. A mi amigo deben parecerles míticas aves de colores en atención a la fascinación que le producen. Me repite insistentemente que las mire, como si yo estuviera medio tonto y no fuese capaz de sacarle el provecho y la poesía que tienen esos artilugios peleando contra el poniente. Contoneándose como estrellas diminutas, diurnas y de colores por el cielo azul que nos arropa.

En esta zona de la playa, tras casi dos meses de frecuentarla, se crean algunos pequeños lazos de vecindad y como vamos cada tarde dos parejas ya tirando a maduritas, ejercemos una especie de abuelazgo colectivo con el chiquillo. Venimos aquí, a esta paz y a este murmullo del agua, para resarcirnos de las tribulaciones y pendencias de la jornada, del acoso del mundo del dinero a nuestras vidas, para olvidarnos de ese espanto enorme al que llamamos crisis. Y nos quedamos a veces, los cuatro adultos, absortos en el juego y el entusiasmo de nuestro joven amigo por las cosas más sencillas.

Yo, dedico gran parte de la tarde a recoger piedras de distintos tamaños que él, luego, va apilando como esbozando una escultura efímera que, por cierto, no vale mucho menos que algunas de esas extravagancias que se exponen en los museos de arte contemporáneo. Pero como mi amigo tiene buen gusto, en cuanto la deforme estructura de piedra y conchas marinas está en pie, las destruye entre carcajadas para luego levantarla otra vez, como un Sísifo dichoso.

La tarde se pone guapa, se maquilla para los nativos y los visitantes y mi amigo y yo nos damos un paseo por la orilla, comentando las mareas “no tá lagua” (no hay agua) .

Se respira paz y sosiego y como cada vez hay menos cuerpos desnudos porque se acercan los rigores de septiembre, las gaviotas se pasean tranquilas por la arena, como un ejército que vuelve a campar por sus fueros, arrebatados por la barahúnda de bañistas veraniegos. A veces ese sosiego vespertino es interrumpido por la risa gutural de mi amigo porque yo finjo caerme o tropezar, o por alguna otra tontería que hago con el objeto de provocar esa carcajada luminosa del niño que es un sonido bellísimo, propiedad del ser humano, único bicho viviente que ríe.

Cuando nos despedimos, mi amigo y yo, nos decimos adiós muchas veces, porque nos hemos acostumbrado a estar juntos. A pasearnos de la mano por la playa, yo a veces con la mirada perdida en los horizontes de la incertidumbre y él, con la mirada limpia de quien va a vivir en el futuro.
Tengo que agradecerle a mi amigo Cayetano el contagio de su inocencia y la alegría sencilla de sus días. Estas palabras son mi forma de darle las gracias y ese abrazo que casi nunca le doy.



martes, 23 de agosto de 2011

Oh, melancolía...


Ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo”. F. Pessoa


Yo no sabía qué había escrito ese hombre, ni tenía de él otra referencia que la que mis amigos me habían dado; es de Jerez de la Frontera y es escritor célebre y poeta respetado por la crítica. A mí, para darle la tarde, me bastaba con eso.
No está suficientemente estudiado ese síndrome que lleva a los muchachos y, seguramente a las muchachas también, a necesitar que sus amagos literarios sean leídos o soportados por algún pope de la escritura. Los míos, mis amagos, los habían leído algunos amigos más viejos y no comprendo a estas alturas del baile cómo no me advirtieron de la castaña insufrible que les estaba ofreciendo.

Quizá he sido desde siempre un gran charlatán que ha vestido sus carencias con el insano lujo de la verborrea. Quizá todavía por aquella época, hace más de veinte años, meter en alguna poesía, pongamos, a Charlie Parquer dotaba al texto de algún prestigio, de alguna armonía, de algún churreteo snob. Así, escribíamos desde esta comarca rociera y cañí que:

la juventud se derrumbaba cada madrugada/ mientras que Bird levantaba las entrañas del pentagrama/ sosteniendo una nota última y amarga

¡Toma ya! ...Sonaba bien dentro de la impostura, sonaban bien esos versos libérrimos y una estructura mental de humo, alcohol y putiferio provinciano les daba a versos como esos quién sabe qué valor, que no tenían.

Como aquel librito de poemas lo había escrito escuchando una vieja cinta en la que por una cara teníamos a Carlos Gardel cantando hermosos tangos argentinos y por la otra a Stephane Grapelli tocando su violín emocionado, el resultado estaba claro: la mitad de las poesías tenían nombre de tango:
Volvió una noche” “Como abrazao a un rencor” o “ Anclao en París”

Y la otra mitad del libro había sido titulado bajo los efluvios de los violines zíngaros y los tempos jazzeros; “la espuma de los días” , “Prometeo mal encadenado” o “ Viaje al fin de la noche” que eran, a su vez, los títulos de las novelas que más me gustaban por aquel tiempo. Boris Vian, André Gide, Céline...lecturas perniciosas para adolescentes con ínfulas de malditismo.

Con aquel gazpacho grapado malamente de cojitranca poesía lírica, abordé en su casa de Sanlúcar al poeta y novelista. Yo entonces apenas bebía alcohol, pero para quitarme el temblor que tenía en las manos me soplé tres copas de aguardiente y me fumé medio paquete de tabaco.

El escritor no estaba y su mujer, amablemente, me dijo que si quería podía dejar allí aquella carpeta azul de estudiante de Formación Profesional, con pegatinas del Frente Sandinista y de la CNT, y volver en unos días. Así lo hice, dejé la carpeta en una consola que había en la entrada y bajé las escaleras como un rayo, como si en vez de una colección de poemas juveniles, hubiera uno dejado en esa noble casa un paquete bomba.

Sorprendentemente, pasados unos días, el escritor me recibió y no quiso cruzarme la cara con un pañuelo para así retarme a una justísima justa literaria. Al contrario, (el efecto Charlie Parquer), me dijo que algunos poemas estaban bien y me habló de algunos maestros a los que podría ir a visitar; Onetti, Félix Grande, Carlos Edmundo de Ory...

Es posible que todo no fuera más que una broma pesada que se gastaban entre ellos, que cuando un pestiño de poeta de pueblo les llegaba con su matraca, ellos, como golfillos, se los pasaran unos a otros entre grandes risas y chanzas , hasta que el joven poeta lírico desconsolado por el desdén y el desprecio a sus muy tristes endechas terminaba colgado de una farola en una avenida grande y cosmopolita de París, como Nerval, ya puestos a ser rancios y modernos decimonónicos.

A fuerza de indiferencia, mis ánimos y mis sueños se fueron alejando. Casi podía verlos decirme adiós como en las películas del gordo y el flaco, cuando morían los dos amigos del cine cómico y subían al cielo con pajaritos alrededor de la cabeza y agitaban las manitas despidiéndose del respetable. Así se iban los sueños, cómicamente, como habían venido y como habían vivido. Uno se quedaba con un regusto amargo en la boca, sin saber nunca si el fracaso era fruto de la propia estulticia o de la injusticia del mundo que es sordo y es mudo, como en el tango.

Arruinando la vida en este rincón mínimo, para toda la tierra la arruinaste, viene a decir un verso que Cavafis escribió para mí como sabe todo el que me conoce. Dentro seguramente de la gran broma de mi vida artística, recibíamos en casa cartas de poetas que animaban al gran capullo en persona a perseverar, o nos decía alguna muchacha que le había gustado muchísimo un poema malísimo de uno. Los artículos que íbamos publicando por ahí tenían sus adeptos, supongo que gente como yo, asfixiados por la vida, deseando encontrarse más que un escritor solvente, con un pringao como ellos/as.

Compuso uno coplas, cantó por los garitos, se vistió de rockero o de cantautor, según los vientos. Presentó los libros de cuanto amigo o conocido se lo solicitara a uno. En nada destacamos, y siempre había alguien que decía tristemente: ay, este muchacho, con lo que prometía...

Hasta que un día, paseando por la playa de este rincón mínimo, me encontré un periódico viejo que el levante zamarreaba de un lado a otro. Lo cogí y resultó ser una porquería cateta, parroquial y tendenciosa que semanalmente se edita en Sanlúcar y en la que estuve años colaborando. Allí pude leer, entre manchas del tiempo y de mierda fosilizada, un artículo mío. Allí estaba el tío, diciendo tonterías ya en el año 2000, detrás de una foto muy simpática en la que hacía ademán como de quitarme unas gafas de sol. Y todo el tiempo transcurrido se me manifestó como a los moribundos se les manifiesta la vida antes de espicharla y antes de la célebre luz esa, tan rara, que todos dicen haber visto para decorarse la agonía.

Me tiré casi una hora turulato con aquella constatación empírica de la importancia que tiene lo que hemos ido haciendo en la vida. Me escruté a mí mismo entre lo que todavía podía leerse del artículo, sorteando las manchas y los borrones de tinta. Al principio me critiqué duramente y casi me enfado con algunas de las certezas que, impunemente, enarbolaba hace once años. Luego empezó a darme pena la criatura y tuve la tentación de llevar aquel legajo asqueroso a mi casa y guardarlo, sabe dios para qué. Por fin lo solté, como a una cometa vieja, para que el levante hiciera con esos papeles lo que tuviera a bien hacer.

Mientras las palabras se las iba llevando, verdaderamente, el viento, dije adiós a esta última década en la que tanto se ha perdido. En la juventud, soñar es síntoma de alegría, futuro e inteligencia. Llega una edad en la que soñar es sólo evitar las pesadillas cotidianas.

Hay días que se arrastran por el almanaque heridos de melancolía y deberíamos evitar la escritura en días como estos. O por lo menos evitarles la lectura a los diez o doce benditos que todavía vienen a pasearse por este páramo. Disculpen las molestias.

viernes, 12 de agosto de 2011

VIDA





Una vez me dijo un amigo médico, que conociendo el archipiélago de amenazas que rodea a nuestro organismo, lo milagroso es que el ser humano se mantenga en pie, sobreviva a un día de campo, a una noche urbanita con ron y tabaco, a un menú en alguna venta de carretera de las que orillan las áreas de servicio de , digamos, la ruta de la plata. Se me quedó bailando por la cabeza, esa imagen del ser humano sometido a todos los peligros biológicos y a toda la porquería letal que habita los vientos y fluctúa por el espacio. Lo que le costará a nuestro íntimo universo de seres vivos mantenerse así, vivos. Y eso sin contar con que la célebre maceta homicida no te caiga en la cabeza una mañana.

Es verdad que no te puedes fiar de la vida, que cuando piensas que por fin tienes encarrilados los sentimientos aparece un intruso que cada noche organiza una fiesta con orquesta en el piso de arriba y como en una guija, se presenta el ánima de todas las neurosis que ha ido uno domando con los años. O un juez se levanta con el día malo y dice que no tiene ganas de echarle la firma a tu petición de reducción de condena. O una vieja amiga llega al dispensario con un ojo morado porque al maromo se le ha vuelto a ir la mano, porque está desconocido cuando bebe, pero es un santo varón cuando va sobrio.


Tú sales al mundo de buena mañana, echando una miradita de reojo a las macetas y a la ley de la gravedad, al cálculo de probabilidades y a toda la pesca filosófica y te dices que, como en la copla, hoy puede ser un gran día. Pero los heraldos negros acechan con sus cartas certificadas, con sus políticos navajeros del capital y macarras de las administraciones públicas. Y una obscena catarata de lenguaje contencioso administrativo te exhorta, te obliga, te multa y te zamarrea otra vez, para que sepas cómo las gasta el sistema, para que sepas que la guerra está aquí y que tú no eres más, en la novela de la historia, que un daño colateral, un chancro del argumento, un número de expediente.

Y ya no te fías de nadie, ni del azar ni del destino. Vivir es maravilloso, lo constatan los crepúsculos mágicos y los buenos amigos, el amor y el sexo, la emoción que todavía nos embarga cuando contemplamos la belleza del arte, de la música, de la literatura. Pero vivir también es difícil y no hay que fiarse.

No puedes dejarle la pasta a un jugador compulsivo que, además, va a cruzarse con veinte timbas y diez casinos antes de llegar hasta ti. No vas a exigir fidelidad a una ninfómana de vacaciones en la República Dominicana, rodeada de morenazos atléticos, ni vas a requerirle sinceridad a un político a punto de firmar un cargo que lo va a pasear por las alfombras rojas de la democracia durante casi un lustro.
No le vas a pedir a un cantaor de flamenco endiosado por los olés de la afición que afine una mijita, ni vas a pretender que un pintor modernísimo y genialoide plasme alguna vez sobre el lienzo algo que no parezca un catálogo de Titanlux. No puedes contratar de monitor de natación para tus niños a un pederasta y ahora iba a decir que no puedes confiar la educación de tus vástagos pre-adolescentes a un cura, pero mejor me callo.

Tampoco te puedes fiar de un yonki, uno de esos que deambulan por la ciudad como zombis del arroyo, no te puedes fiar porque han renunciado a sí mismos y su adicción es una amenaza para sus familias y para los pocos y voluntariosos amigos que en su descenso a los infiernos les hayan ido quedando. Vivir es difícil pero vivir a lomos de ese caballito de cartón tan poco Machadiano es una vida de mierda.

Todos estos especímenes del exceso, la adicción o el puro vicio son expertos en coartadas y en misterios, los yonkis, como los leprosos del medievo, exhiben la miseria de sus días para acongojarnos con la lástima, la náusea e incluso el desprecio. Pero al contrario del leproso y otros enfermos vergonzantes, el yonki posee una voracidad sin límites y tras arruinar a su madre y a su padre, sacan la pancarta humana de su degradación y van por el mundo culpando a los demás de sus pecados.
Con el chantaje moral de la droga evitaron estudios, trabajo, esfuerzo y compromiso social. Decidieron meterse cualquier porquería con tal de escaparse como brujos en la escoba mágica de la ebriedad que vuela y vuela...

Se arrepienten de sus actos, claro, como el ludópata que tras gastarse el jornal en la puñetera tragaperras maldice al cielo y a los cantos de sirena que lo subyugaron. Como el alcohólico que prefiere pasar sus temblores más íntimos en el water de la taberna para que nadie sepa del vino triste que lo manipula. Como el cura que una vez manoseado el tierno infante se flagela en la frialdad de su celda y se retuerce la picha flácida y pecadora que lo arrastra a las tinieblas luciferinas.

Cuenta Antonio Escohotado que la heroína fue lanzada por la casa Bayer al mismo tiempo que la aspirina, su otro gran descubrimiento, y que se recomendaba hasta para calmar los nervios y la tos de los niños pequeños. Además, mientras fue legal, es decir socialmente aceptada, sus consumidores habituales eran personas mayores. Pero un aciago día nos convencieron a todos de que ese efluvio del infierno era capaz de hipnotizar a nuestros hijos con sus malas artes y que nuestros hijos, siempre inocentes de sus actos, podían caer rendidos a los encantos de esta maldad y ser secuestrados para siempre por los laberintos de la dependencia. Podríamos desmontar también esta mitificación de la abstinencia citando otra vez al señor Escohotado:

La heroína, que sienta casi siempre muy mal las primeras veces, no empieza a adiccionar antes de pasar dos semanas usando un cuarto de gramo diario (si lo duda usted, pregunte a un médico competente). E incluso entonces, la reacción de abstinencia no resulta más incómoda que una suave gripe durante un par de días. Para adiccionarse realmente se necesitan al menos dos o tres meses de uso cotidiano.”

Así que parece bastante razonable pensar que en algún momento de la edad, el yonki tomó la decisión de ser lo que es, que incluso perseveró en el esfuerzo tomando cada vez más dosis y de manera más compulsiva. Podremos maliciar incluso que hasta le costó su trabajo terminar de esa manera, que ese suicidio a plazos al que se quiso abocar tan jovencito estaba decidido y que, una vez metido en faena, ya le daba igual el daño y los daños colaterales que su tontería pudieran ocasionar.

El yonki sufre su abstinencia en los portales de la madrugada y recorre con avaricia de adicto la ciudad de un sitio a otro para mendigar los euros que le proporcionarán la siguiente dosis. Lo que tome este enfermo será una nomenclatura asquerosa compuesta la mayor parte de las veces por maicena y matarratas con algunos miligramos de heroína, pero el poderosísimo efecto placebo de la marginalidad, la clandestinidad, la adicción, el lumpen y la persecución de la comunidad, convencerá al infeliz de que está consumiendo una droga maravillosa que calma sus dolores y le evita ese esfuerzo ímprobo de pensar y de vivir, que es una lucha el río de la vida, como hemos dicho y que además nos lleva a todos al mismo mar que, ya se sabe, es el morir .

Alrededor suyo, crece un imperio de maleantes con corbata que ponen y quitan gobiernos, que asolan poblaciones enteras, que ya puestos a traficar lo hacen con ideas, con influencias y con personas. Maleantes y asesinos que invierten en la industria de armamento, que les roban el agua a los pueblos. Que condenan al hambre y al terror a regiones enteras de Asia, Latinoamérica y África.

Hace unos días se nos acercó una muchacha, apenas diecinueve años, guapa, todavía con formas de niña que se va haciendo mujer. Vimos en ella toda la ruina y la angustia de ese mundo de las drogas. Venía la chiquilla de el País Vasco y andaba por aquí destruyéndose o empezando a destruirse, nos pedía dinero, se le dieron algunas monedas y al rato volvía a por más, sin saber seguramente si nosotros, los de hace un rato, seguíamos siendo los mismos. ¿Qué haces por aquí, chiquilla? Le preguntó mi amigo y la muchacha contestó, con cierta ingenuidad y dulzura, que se había venido del norte al cálido sur, para cambiar de vida. ¿Para esta vida? Le rebatió mi amigo y entonces ella puso una cara como de acordarse de otros días, de otras gentes, probablemente hasta de unos padres desolados. Fueron unos instantes solamente, pero todos sentimos que podía haber esperanza, que la vida como se viene constatando en esta larga perorata es dura pero también es conmovedora y hermosa. La chica enseguida, como al tipo duro que se le ablanda el corazón y aparta esa debilidad con vehemencia, cambió el semblante y hasta el tono y nos espetó que si teníamos o no teníamos dinero. Cuando se iba, y esto va en edades, todos los que andábamos por allí vimos a nuestra hermana, nuestra novia, nuestra hija o nuestra amiga, desapareciendo por los vertederos más trágicos e inmundos de la noche.

sábado, 6 de agosto de 2011

PARAÍSOS






Anduve jugando hasta bien cumplidos los trece años con aquellos muñecos que en casa, a saber por qué misterioso motivo, llamábamos “jinetes” . Se trataba de unas bolsas que costaban dos pesetas y estaban llenas de figuritas modeladas en el plástico con sombreros vaqueros, crestas de plumas y caballos amarillos, verdes y celestes, como los de Chagall.

Los muñecos nacidos vaqueros eran bastante guapos aunque algo patibularios en sus gestos y en sus poses. Había uno que venía con un pequeño taburete en una mano, en posición de estampárselo a alguien en la cabeza, y un cólt 45 en la otra, en posición de disparo. Con sólo esa pequeña esculturita de molde teníamos ya el principio de una novela (del Oeste) porque estaba bastante claro que ese tal Johnny era el forastero mítico que teniendo un pasado de muescas fúnebres en su pistola, tenía la ocurrencia, la humorada si se quiere, de meterse en el Saloon,- así; con doble o- y pedir con gran firmeza un vaso de leche, en medio de una concurrencia de forajidos pésimamente afeitados que jugaban a las cartas y tocaban las nalgas de las bailarinas salidas de un cartel de Toulouse Lautrec. Estaba claro que el forastero iba a liarla en el garito y que su gatillo pendenciero acabaría en un momento con la vida de diez o doce parroquianos alcoholizados. Después, ya con los cuerpos regados por el suelo y el enterrador tomando medidas con su metro de carpintero, el forastero se terminaba tan pancho su vaso de leche, de espaldas al desastre ocasionado y con la mirada perdida en las vitrinas agujereadas por las balas que tapizaban la pared frente a la barra.

Los muñecos moldeados para ser pieles rojas eran generalmente más feos que los vaqueros, pero a su favor tenían que estaban cuadrados. Llevaban sólo un taparrabos y si les dabas la vuelta tenían un culo bien formado, como los cantantes bailongos de música latina, y sus poses eternas poseían cierta épica libertaria. Había uno calvo pero con cresta, que asistía a nuestros juegos con los brazos en jarras, mirando desafiante y lleno de orgullo racial el panorama. Era difícil jugar con él, con este indio, porque con los brazos en jarras pocas puñaladas, hachazos o tortas podía dar, así que yo solía utilizarlo como sabio competente para dirimir las disputas que cada tarde, a la hora de la merienda montaba en la cocina de la casa, mientras mi madre se quejaba de los efectos especiales de la batalla que yo hacía con la boca y sus posibilidades onomatopéyicas.

Mi hermano, a mi lado, y con muñecos más estropeados porque yo era el mayor y entonces había ciertos privilegios dinásticos a la hora de heredar juguetes, hacía bandas sonoras con la boca y puedo afirmar que tras más de treinta años de estos momentos, todavía recuerdo alguna de las músicas que compusiera mi hermano para amenizar sus juegos y de paso los míos. Por cierto, una de aquellas músicas que mi hermano musitaba mientras el campamento apache era arrasado por una veintena de sádicos vaqueros, era bastante parecida a la sinfonía número 40 de Mozart. Puedo asegurar que en casa a Mozart se le oía poco o nada. Mi viejo ponía en el cassete Sanyo comprado en algún viaje a Ceuta en una tienda regentada por un hindú, exclusivamente al Turronero, a Lole y Manuel y algunas veces, porque le gustaba a mi madre, la canción “la Loba” interpretada más que cantada por la gran Marifé de Triana.

Dejamos el juego de pronto, no nos dimos cuenta y empezaron a desaparecer las bolsas de muñecos, se perdieron para siempre los bolindres de colores, aquella belleza de cristal tratado que me fascinaba y con la que me podía pasar el rato; mirándolos los bolindres, preguntándome qué alquimia se había usado para meter dentro del cristal aquellas tonalidades verdes, naranjas, como plumas de pájaros exóticos. Los castillos , con su fantasma, su bruja, su princesa y su príncipe se evaporaron como por arte de magia, el Cine Exín y las películas del pato Donald se diría que viendo marcharse para siempre nuestra infancia por los abismos de la pubertad, decidieron exilarse al territorio de los sueños, de otros sueños, como avergonzados todos los juguetes de sí mismos.

Las tramas de nuestras novelas del Oeste eran cada vez más complicadas y cada vez aparecía más la chica o la “muchachita” que a falta de mujeres en las bolsas de vaqueros e indios, suplantábamos por un piel roja delgado y con melena al que poníamos el nombre de “Sara” “May” o “Susan” . A veces, en alguna de las escenas de nuestras interminables pendencias, el “muchachito” abrazaba a Susan, que no se olvide no era más que un indio afeminado, y la cosa se iba poniendo lúbrica.

Acaso el día que tuvimos nuestra primera erección frotando un muñeco contra la pelvis del otro, nos saludara con su manita homicida el paso del tiempo. O cuando desnudábamos las muñecas rubias de nuestras vecinitas buscando bajo las bragas del juguete, el origen de nuestro desasosiego. O cuando en la playa nos bañábamos por fin con las niñas, con las que nunca quisimos bañarnos porque eran cobardicas, miedosas y acababan siempre llorando por alguna tontería, y de pronto nos pareció interesante aquel baño porque rozábamos cuerpos, muslos, anatomías que como la nuestra estaban encorajinadas, primaverales, expuestas a todos los misterios de la vida y a las perplejidades del descubrimiento del sexo.

Qué gran cuento, qué gran poema el del paraíso terrenal, en el que la infancia del hombre se ve abruptamente interrumpida por la visión de los cuerpos desnudos. Y a partir de ahí ya se sabe; ángeles flamígeros como policías antidisturbios de la felicidad, contratos basura y trabajos terribles para el sudor de nuestra frente, partos con dolor y sometimiento al macho y al patriarcado, vergüenza del propio cuerpo, perversiones de la sexualidad. Ojalá el buen dios no nos hubiera estado mirando el día maravilloso que metimos mano por vez primera, pero ese voyeur incorregible se dio a sí mismo el don de la ubicuidad y supo que sus criaturas se habían tomado en serio la fanfarrona proclama del libre albedrío.  

Tomaron los primeros padres, cubiertos ya por la infame hoja de parra, la emocionante decisión de ser libres y de amarse. Y el gusano del rencor fue mordiendo lentamente la manzana, que quedó a medio comer, tirada bajo el árbol del bien y del mal. Como nosotros, salieron Eva y Adán a la vida. Y dejaron solo a dios, lo dejaron en pañales y en minúsculas.