sábado, 27 de agosto de 2011

AMIGO DE VERANO




Este verano me he echado un amigo nuevo. Me gusta escribirlo así; “me he echado”, como si las vicisitudes de la vida las lleváramos encima a la manera de los viejos traperos, con dos sacos al hombro: En uno las cosas buenas; los amigos, las lealtades, los cariños y los amores. Y en el otro echaremos la inmundicia, la barbarie, la traición y el abandono.

Cada tarde quedamos sin decírnoslo pero sabiéndonos fijos a la cita, mi amigo y yo. Y nos da mucha alegría cuando nos vemos aparecer el uno al otro por la arena de la playa. Nos saludamos cariñosamente con un lenguaje primario que ambos hemos convenido para entendernos. Un lenguaje de pocas pero, precisas y muy significativas palabras.

Nada más vernos, ambos nos quitamos las camisetas y nos vamos directamente a la orilla, desde la que vemos cada tarde salir para sus industrias marinas a los barquitos de pesca. Vamos dejando que el capricho de las olas nos moje, a él mucho antes que a mí porque mide bastante menos que uno, calculo que menos de un metro, unos 90 centímetros.

Cuando siente mi amigo la impresión en la barriga del agua fría y espumosa que han traído las olas, me mira sonriendo por el frescor y me señala que él ya está completamente empapado y que me corresponde a mí, en solidaridad con su tiritera, tirarme al mar como los submarinistas y ofrecer al público presente un buen chapuzón. Entonces mi amigo comienza con su hermoso espectáculo de risas y observaciones con los que cada tarde vuelvo a casa confortado y ufano de esta amistad.

Al principio de conocernos le pregunté por qué no se tiraba al agua con más ligereza y valor, y él me contestó con total sinceridad, pues no conoce otra cosa que la verdad este amigo mío, que tenía miedo, como Woody Allen. Se agarraba esos primeros días a mi cuello como una cría de mamífero y pese a lo que disfrutaba con cada una de las olas y de la excitación que le producía aquel juego del agua salada en la cara, no se soltaba ni un minuto de mi abrazo.

Quizá a esta altura debiera decir que mi amigo tiene dos años.

Ha ido, poco a poco, cogiendo confianza, yo creo que primero en mí, y a continuación en el mar. Ahora se planta como un pequeño titán casi de tebeo y tensa sus músculos para desafiar la rudeza con que las olas quieren tumbarlo. Cada vez que una de ellas lo tambalea sube la cabeza para encontrarse con mi mirada y , si apruebo la gesta, sonríe otra vez como un luchador victorioso.

Cuando alguna de las olas sí consigue hacerlo caer, ni maldice ni llora, vuelve a reír sabiendo quizá a sus dos años, que casi todas las caídas de la vida serán parte de la gran broma del destino, y exclama entre preciosas carcajadas de niño feliz: “Al agua otra vez” reduciendo la estructura silábica de esta frase a un “Gua ta vé” .

Tras un rato de zascandilear con las olas que se dividen en dos: “Ande” (grande) e “Ica” (chica) llega la hora de la observación. Mi amigo fija la vista en un barco que viene de Bonanza y señala, como Cristóbal Colón en dirección a las Indias aunque para él, a saber por qué misterioso motivo, todos los barcos se dirigen a “Caaia” (Canarias) , y muestra uno el mismo interés que mi amigo pensando qué vidas llevan las personas que trabajan en ese barco, si se les hace larga la travesía, si se marean cuando la mar se pone brava, si habrá alguno de la tripulación leyendo a Tolstoi en su camarote. Si habrá un joven enamorado que, sin embargo, sabe que tendrá que tener un amor en cada puerto para prestigiar al gremio. Mi amigo entonces dice “Yatá” (ya está) y pasamos a otros asuntos.

Uno de esos asuntos es la descripción de las cometas. A mi amigo deben parecerles míticas aves de colores en atención a la fascinación que le producen. Me repite insistentemente que las mire, como si yo estuviera medio tonto y no fuese capaz de sacarle el provecho y la poesía que tienen esos artilugios peleando contra el poniente. Contoneándose como estrellas diminutas, diurnas y de colores por el cielo azul que nos arropa.

En esta zona de la playa, tras casi dos meses de frecuentarla, se crean algunos pequeños lazos de vecindad y como vamos cada tarde dos parejas ya tirando a maduritas, ejercemos una especie de abuelazgo colectivo con el chiquillo. Venimos aquí, a esta paz y a este murmullo del agua, para resarcirnos de las tribulaciones y pendencias de la jornada, del acoso del mundo del dinero a nuestras vidas, para olvidarnos de ese espanto enorme al que llamamos crisis. Y nos quedamos a veces, los cuatro adultos, absortos en el juego y el entusiasmo de nuestro joven amigo por las cosas más sencillas.

Yo, dedico gran parte de la tarde a recoger piedras de distintos tamaños que él, luego, va apilando como esbozando una escultura efímera que, por cierto, no vale mucho menos que algunas de esas extravagancias que se exponen en los museos de arte contemporáneo. Pero como mi amigo tiene buen gusto, en cuanto la deforme estructura de piedra y conchas marinas está en pie, las destruye entre carcajadas para luego levantarla otra vez, como un Sísifo dichoso.

La tarde se pone guapa, se maquilla para los nativos y los visitantes y mi amigo y yo nos damos un paseo por la orilla, comentando las mareas “no tá lagua” (no hay agua) .

Se respira paz y sosiego y como cada vez hay menos cuerpos desnudos porque se acercan los rigores de septiembre, las gaviotas se pasean tranquilas por la arena, como un ejército que vuelve a campar por sus fueros, arrebatados por la barahúnda de bañistas veraniegos. A veces ese sosiego vespertino es interrumpido por la risa gutural de mi amigo porque yo finjo caerme o tropezar, o por alguna otra tontería que hago con el objeto de provocar esa carcajada luminosa del niño que es un sonido bellísimo, propiedad del ser humano, único bicho viviente que ríe.

Cuando nos despedimos, mi amigo y yo, nos decimos adiós muchas veces, porque nos hemos acostumbrado a estar juntos. A pasearnos de la mano por la playa, yo a veces con la mirada perdida en los horizontes de la incertidumbre y él, con la mirada limpia de quien va a vivir en el futuro.
Tengo que agradecerle a mi amigo Cayetano el contagio de su inocencia y la alegría sencilla de sus días. Estas palabras son mi forma de darle las gracias y ese abrazo que casi nunca le doy.



1 comentario:

Pepe Fernández dijo...

La mar, la mar. !Ah la mar¡