jueves, 18 de febrero de 2010

Homenaje


En los anuncios televisivos, esos en los que te venden un boleto de alegría, un boleto que tendrá la forma de un refresco con burbujitas, de una crema que rejuvenece más o menos diez años a las personas, esos, en los que tener un friega platos eficiente es rozar la felicidad, esos en los que hombres de tersos e imposibles vientres se perfuman como si les hiciera falta estar siempre quitándose las pestes, esos en los que ninguna mujer se levanta de una silla con naturalidad, en los que ninguna se sienta en un taburete de un pub como una persona normal, sino como una seductora lasciva y fatal.

En los anuncios de televisión, uno debiera fijarse solamente en el culturista de hermosos cabellos que publicita las excelencias de una cuenta bancaria. O en la sílfide que se come un yogurt o un helado como la que realiza una felación a toda la concurrencia masculina.

Debiera uno fijarse en el automóvil enorme que brilla como un becerro de oro contemporáneo y que nos permitirá transportar a la dama que chupaba el helado en el anuncio anterior, como la que chupa lo que ya se sabe.

Debiera fijarse uno en el sujeto del mensaje, pero tengo la costumbre tonta y fea, de hacerlo en los secundarios, en esos hombres y mujeres que al fondo, mientras el guapo o la guapa festejan su suerte y su producto, bailan o hacen mojigangas alrededor del tótem.

Figurantes que cuando el protagonista del anuncio consigue por fin el premio, jalean, saltan de alegría porque de nuevo el guapo ha triunfado. O levantan los brazos entonando alguna coplilla porque la guapa ha conseguido sus propósitos…

Me pregunto : ¿Qué sueños tenían estos hombres y mujeres? ¿Cómo fue que llevados por la noble vocación de ser artistas, actores, cantantes o bailarines, terminaron metidos en ese circo ? Hay señores mayores, con sus barbas y su gesto de haber crecido recitando a Shaspeskeare que se ven abocados a realizar estos trabajos lamentables. Hay que comer.

Porque uno piensa siempre que la gente tuvo sueños, que la vida nos ha curtido en la administración del fracaso, pero miro al tajarína de taberna que se ha venido a vivir al rincón más oscuro de la barra, con sus venillas infartadas y ese pulso que se templa tras el segundo pistolero de coñac, y sé que fue joven, que tuvo amores, que quiso tentar al menos la felicidad.

O pienso en la prostituta cuarentona que ya va perdiendo tersura en sus carnes a base de sexo y de asco e imagino que tuvo una vez el sueño de enamorarse, de que la quisiera un hombre bueno, como decía Machado, en el buen sentido de la palabra “bueno”.

Pienso que haría el amor con alguien por primera vez y no malició que aquel acto hermoso, podía ser con el tiempo una borrachera de piernas abiertas, de poses de cabra, de succiones y pellizcos que dejan moretones en el alma.

El yonki, mendicante también quiso ser un día Lou Reed o Bob Dylan o el Camarón de la Isla, y ahora canta con voz rota en las esquinas de los sueños abismados.

El político quiso cambiar el mundo y se mira en aquellas fotos de hace veinte o treinta años, y todavía se reconoce en el tipo con barbas y el puño levantado, mientras recibe en su móvil de última generación, a cargo del erario público, una llamada de un constructor que algo quiere, que por algo llama, que algo ofrece.

El jovencito escritor que espetaba a sus mayores, a los popes literarios sus impertinencias, con el atrevimiento enternecedor de la ignorancia, que iba a escribir un libro muy bueno, que iba a renovar del tirón el obsoleto lenguaje literario de la novela española y que ahora escribe lo que puede, dónde más o menos le van dejando y que mendiga, él también, un premiecillo, una mención, una cita o una histérica carta al director de algún lector enjambrado en sus convicciones.

En fin, la caterva de extras, figurantes, personajillos de relleno, en el largometraje de nuestro tiempo.

¡Qué viva, el cine de autor!

martes, 9 de febrero de 2010

PRINCIPIOS ELEMENTALES



Una vez gané un concurso escolar de comentarios de texto. El libro que había que comentar era "La Metamorfosis" de Franz Kazka. La maestra, pobrecita, se deshizo en elogios hacia mi persona. Yo, sólo yo, había entendido el profundo significado de la obra y mi comentario estaba lleno de belleza y de poesía. No había recurrido a copiar largos párrafos del libro para ilustrar una idea, afirmaba emocionada mi maestra, que ésa había sido la treta de otros compañeros con alma de tesina que llenaron así, con esa erudición bastarda de las citas, varias cuartillas. Mi comentario era fresco, trabajado, lleno de fuerza y estilo y no como el de aquellos cabrones empollones que estaban acostumbrados a ganarlo todo a fuerza de peloteo e impostura. Cuando la maestra puso fin a sus alabanzas, algunas niñas me miraban admiradas y los compañeros borraban para siempre mi nombre de la alineación del equipo de fútbol.

¿Cómo podía yo decirle a la encandilada maestra que no había leído el libro, que sólo leí con urgencia la reseña de la contraportada y que a partir de ahí empecé a escribir lo que me iba saliendo de los huevos, volátiles conceptos que sirven para todo, sonoras vacuidades que, porque suenan bien, parecen decir algo?

¿Cómo decirle que era mi trabajo pura verborrea literaria, de esa que gusta a las cándidas maestras, impenitentes descubridoras de talentos literarios?. Era el principio de la mentira.

Al poco tiempo de este suceso, tuvo lugar en aquel colegio otro acontecimiento sustancial:

Llegó un maestro barbudo y atlético que impartía clases de lo que entonces se llamaba educación física. El primer día nos formó a todos en el patio y nos confio sus planes académicos, a saber; las niñas se dedicarían a jugar al baloncesto y a los niños nos reservaba una sorpresa especial ¡Jugar al fútbol!. Total, lo de siempre. Era el principio de la decepción.

Resultó que había chavales para formar dos equipos, así que se procedió a escoger los jugadores de cada uno de ellos. El maestro permitió que nosotros mismos hicíeramos la selección.

Después de que se compincharan los ases del balón entre ellos, nos fuimos quedando sin equipo ( pues sólo a un gilipollas profundo o a un santo varón se les hubiera ocurrido escogernos) la galería de monstruos; los gordos, los mariquitas y los torpes.

Para nuestra desgracia el maestro de educación física era un gilipollas profundo o un santo varón, y puso el grito en el cielo ante aquella flagrante marginación a la que se sometía a la parada de los monstruos. ¡No os da verguenza- clamaba- dejar fuera del juego a vuestros compañeros sólo porque sean...! Y aquí procedía haber dicho; gordos, maricones, pazguatos...pero el hombre se calló.

El capullo con sus humos de apostol comprensivo iba a jodernos el curso y quién sabe si a algunos la vida. Nosotros siempre habíamos aceptado nuestro sino y en aquellas horas de fútbol paseábamos tranquilamente por el patio del colegio, mirábamos los muslos de las niñas en calzones jugando al baloncesto o nos íbamos a fumar cigarrillos por los rincones. Así, mientras los artistas del balón daban patadas y chillaban muchísimo, nosotros jugábamos a las prendas con las chicas y los que no éramos demasido feos ni maricones, sino simplemente torpes congénitos, nos hinchábamos a meter mano y a dar besos en la boca con toda la lengua que pudiéramos.

Yo, por ejemplo, tenía grandes amigos futbolistas que me estimaban, pero sabíamos que una cosa era la amistad y otra el deporte. Tuvo que llegar aquel maestro, aquel Jesusito de mi Vida para complicarlo todo. Se empeñó en que todo el que quiere puede y nos obligó, con los lisiados y tarados de otros cursos, a formar un equipo de fútbol de que él, oh emancipador de los inútiles, sería entusiasta entrenador y romántico protector.

El equipo resultó, como era de esperar, un desastre patético. Nuestros amigos futboleros no nos perdonarían jamás el ridículo que hacíamos y las niñas, sin nadie que las rondara, se aficionaron a mirar jugar a los maromos. El libertador nos quitó las novias, la libertad y hasta la dignidad de decir a tomar por el culo el fútbol. Era el principio del fracaso y de la manipulación.