lunes, 28 de abril de 2008

DÍA DEL LIBRO

Al principio era como si invitásemos a nuestra casa - más bien a nuestro cuarto, puesto que era ese el territorio en el que desarrollábamos la vida- a un ejército compuesto casi exclusivamente por venerable héroes. Como leíamos sin matices y nuestro gusto no andaba pervertido por las pendencias estéticas o éticas del aprendizaje, Julio Cesar era solo Julio Cesar, un hombre valiosísimo que acabaría sus días con una frase llena de tristeza, estupor y desamparo ante el traidor: “Bruto, ¿tú también, hijo mío? “ .

De esos hombres y mujeres se llenaba nuestro cuarto cada tarde; de capitanes de quince años que luchaban contra negreros impíos a bordo del mítico bergantín , de arqueros bandoleros de los bosques que lanzaban justicieras flechas sobre la maldad intrínseca de la aristocracia, de Mosqueteros que brindaban eufóricos por su amistad y por su fe en las nobles causas, y en cada una de esas gestas de nuestros personajes literarios, se iba fraguando en nuestros adentros, como mínimo un canon de moralidad y justicia.

De vez en cuando, llegaba hasta ese cuarto nuestro, algún poeta, acaso porque andábamos con fiebre amorosa y mirábamos durante horas por la ventana a una hurí de doce años que representaba toda la belleza del mundo, por eso no entendíamos cuando Bécker afirmaba que la rosa iba ser marchitada por el viento helado, porque aquella belleza pura estaba fuera de las terrenales decadencias, poesía eres tú; nos atrevíamos a decirle telepáticamente a la amada que ni siquiera poseía componentes eróticos. El erotismo lo dejábamos para otras; para la que ya apuntaba maneras sexuales en cada uno de sus gestos, para la que había desarrollado el busto de manera espectacular, pero la amada era una princesa limpia y pura, como la virgen María, pero sin preñez y sin dolorosos misticismos.

Los poetas nos hablaban, es cierto, más bajito que los héroes, nos arrullaban con sus cadencias y sus sermones, pero igual nos erizaban el vello cuando contaban la historia de Alvargonzález, o le preguntaban a un burro nuestras primeras retóricas: Platero, ¿tú nos ves?...

Los libros siguieron marcando nuestros días. Así, sin apenas darnos cuenta, fueron llenándose de dudas aquellas inamovibles certezas, fueron apareciendo personajes cuyas premisas vitales ya no tenían tanto que ver con la justicia, con la libertad y con el honor. Personajes que se parecían a nosotros, que compartían, como los héroes de antaño, nuestras inquietudes, nuestros miedos, nuestra perplejidad ante el mundo y ante la vida.

Venían como de un infierno terrenal, venían con abrigos deshilachados y con historias fracasadas, venían con filosofías existencialistas que apenas llegábamos a amagar, venían como Raskolnikov, el estudiante pobre de Crimen y Castigo, al que apoyábamos en la aberrante idea de la superioridad intelectual y personal, frente a la vieja usurera, por más remordimientos que ese crimen pudiera depararnos. Personajes como el joven de “Hambre” la primera novela de Knut Hamsun, que paseaba su desgracia por los parques públicos escandinavos. En todos veíamos a nuestros hermanos y en todas sus amantes nuestras amantes.

La princesa impoluta del bloque de enfrente ya nos había roto el corazón besándose con el campeón atlético del colegio. La destronamos y guillotinamos su recuerdo como Robespieres del desamor adolescente. Lo bueno fue que a partir de esa caída de los altares de nuestra diosa, pudimos por fin rendir a Onán el tributo de su cuerpo.

Nuestras amantes se llamaban “Lucía” “La Maga” “Mona” “Mara”, “Elvira”, “Leonor” …así como hacíamos nuestras sus tribulaciones, nos enamorábamos de aquellas mujeres tan raras, tan complicadas, tan poéticas, tan independientes, tan locas y tan hermosas.

A esta edad, los quince o dieciséis, los poetas llegaron a nuestro cuarto como ocupas del particular parnaso que andábamos fabricando. Un firmamento en el que a ratos Juan Ramón brillaba como nadie, para ser luego eclipsado por la estrella chiquitita, chiquitita pero firme, de Miguel Hernández o de Blas de Otero.

Lorca venía siempre vestido de arlequín y tocando la música más alegre a pesar de su tragedia, Alberti era un humorista cañero tocado por la gracia. Cernuda nos ponía tan pensativos que nuestras madres nos miraban raro, temerosas de nuestros suspiros.

Un día llegaron Celine, Bukowski, Cela, Pavese, Pessoa, Proust, Vallejo y Onetti. Y ya con esta gente en el cuarto, tuvimos que emprender la marcha y buscarnos la vida, fuera de casa; perdida la inocencia. De manera que: ¡mucho cuidado con los libros!.

miércoles, 23 de abril de 2008

ORGULLO

Los orgullos que yo tengo a lo mejor no son orgullosos ni nada.

Que nos fíen los libreros, que los taberneros nos abracen bajo su sombrajo, que los músicos nos inviten alguna vez al escenario.

Son modestas conquistas que a nadie conmoverán más que a mí. Por ejemplo, que nos llamen por teléfono los amigos, a mi compañera y a un servidor de ustedes, cuando llega el fin de semana porque quieren estar con nosotros. Y que nos reciban con una sonrisa generosa y franca. Y que lleguen la conversación y la risa y que cuando concluye la noche a altas horas de la madrugada nos sintamos confortados por la compañía.

Ya sé que esto no es muy importante (solo cuando deja de sonar el teléfono empieza a serlo) pero es muy agradable y muy bueno para la estima y los nervios de uno.

O por ejemplo que personas a las que admiro porque son sensibles y sabias vengan a regalarme, recién impreso, un libro de poemas donde leeremos “Tu boca tomaré/ -soy ladrón y robo-/ por asalto, de noche/ hasta abrirla del todo”. Luego el amigo se extraña de que sienta mucha gratitud por su libro, y el que soy se calla y se marcha porque no se quiere entrar en enojosas explicaciones del afecto aunque dure – el afecto- ya casi dos décadas.

O la soberbia de sentirte amado por los tuyos cuando una hija que tienes y va creciendo, sigue celebrando cada noche tu llegada a la casa y destierra con su abrazo toda la soledad del día, toda la frustración de esta vida que si bien no será la gran vida, vida es y sigue siendo.

Los orgullos que yo tengo a lo mejor no son muy vistosos, ni tienen el postín heroico del que se sabe un mago, un poeta, un genio o un héroe. Modestas jactancias de la amistad y el respeto, pero como dice uno al que quiero mucho y por estas mismas páginas habita, quiero tener tan solo la urgencia impertinente de nunca tener prisa, de seguir así, como si nada, viviendo con esta gente.

lunes, 14 de abril de 2008

¡VIVA LA REPÚBLICA!


Nada será desinteresado, fortuito, azaroso en lo que al poder se refiere y en lo que refieren las palabras sobre el poder. Por eso no es casual, ni desinteresado ese fingido desdén de algunos por el valor de las palabras, por lo que las palabras contienen. Toda la rosa está, como sabemos por Borges, en la palabra rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Así , cuando se te sienta, pongamos en una comida de trabajo, un bocazas y afirma con pretendida suficiencia :
“Pero chaval, en los tiempos que estamos ya no se puede hablar ni de derechas ni de izquierdas”
El bocazas- que siempre hace honor a su condición- está inmediatamente definiéndose.

No es habitual que una persona de izquierdas haga un comentario de ese tipo. La persona de izquierdas , por serlo, está tomando claramente partido y posiciones frente a la realidad, sea esta social, cultural o económica. No puede negarse a sí mismo.

Si además uno viene declarándose a poco que le pregunten Republicano, la carcajada de los modernos modernísimos puede tronar en el aire como una amenaza. Risa de la exclusión que jamás busca ser compartida, sino ser oída desde la jactancia, ya digo; Como una amenaza.

Y es que, por estupendos que nos pongamos, produce risa defender no ya revoluciones, que tienen – Víctor Hugo dixit- como los volcanes sus días de llamas y sus años de humo, sino obviedades ilustradas como la fraternidad ¡ qué palabra! , la igualdad ¡ qué palabro! y la libertad ¡qué palabrota!, rindiendo pleitesía a una forma de gobierno como la Monarquía.

No se pretende aquí una quirúrgica guillotina anti Borbónica, porque ahí están el hombre y su familia y ningún mal se les desea, vienen cumpliendo su papel (papel couché) como una suerte de embajadores socioculturales del país allá por donde van.

Se le reconoce al monarca cierta simpatía – los borbones nunca fueron antipáticos, simplemente negados para los asuntos de estado- y ganas de agradar. Hombre tampoco se van a poner farrucos viniéndoles el cargo de donde les viene: Por gracia divina.
Y aquí, en la gracia divina, es donde hay que pararse para comparar las dos formas de gobierno o mejor; de Estado. A la República la legitima la soberanía popular ejercida directamente por el pueblo. Incluso ya en sus formas más primitivas (Grecia, la Roma anterior al imperio de Augusto y posterior a la expulsión de los etruscos) la República era un canon de civilización y progreso frente a la horda bárbara y la tiranía cafre de sus caudillos.

La Monarquía se sustenta desde siempre en las brumas intelectuales más célebres de la especie, a saber; La Gracia divina, el poder de las armas y el dinero, el oscurantismo religioso, la obediencia ciega y el respeto irracional a unos personajes que – pese a sus majestades- no dejan de ser nada más y nada menos que individuos con sus culos, sus atributos sexuales, sus neuralgias y sus picores.

Frente a esta dicotomía histórica entre razón y fe, ilustración y superstición, progreso y conservadurismo, Monarquía y República, es sintomático de la decadencia intelectual decir eso de qué más da. Lo mismo da una cosa que la otra.

Admitiremos que quizá- en atención a cómo se va moviendo el mundo y de que al fin y al cabo no somos sino virreinatos del Gran amigo Americano y cualquier crisis internacional así lo demuestra- admitiremos , decía que da igual una cosa que otra. Pero lo que no debemos admitir- en atención a nuestras ideas- es que sea lo mismo.

No señor: No es lo mismo.

jueves, 10 de abril de 2008

DESACELERACIÓN

Entro en el garito. Es viernes por la tarde y mis indicadores económicos no fallan: la burbuja inmobiliaria esa, ha hecho ¡pum! A estas horas , hace solo tres meses, esto estaba hasta la bola de albañiles, escayolistas, pintores de brocha gorda (algunos abstractos y otros figurativos) y yeseros.

En el garito había un murmullo constante, como de hormigonera, sobre el que se alzaba de vez en cuando la voz segura y firme de uno de los currelas, que gritaba al camarero: “Manolo, llena aquí”. Y ese llenado, podía significar una cuenta de veinte o treinta euros, cosa que apenas importaba porque era viernes, porque se estaba ya un poco piripi y, sobre todo, porque se ganaba bastante pasta con eso de las fluctuaciones del mercado inmobiliario.

Este viernes, sin embargo, el garito está medio vacío. El murmullo es menor, como si hubieran parado la hormigonera, que de hecho, lejos de la metáfora, se ha parado ya en montones de obras, y por la barra no se ven tantos combinados de JB con Seven Up, elíxir que como todo el mundo sabe es el gran triunfador en garitos de currantes y en bodas, bautizos y comuniones.

Los pocos parroquianos que hay, están apiñados en una esquina de la barra, como combatientes vencidos. Pido yo también mi combinado. Me parece extraño que estén todos los colegas allí, en la esquina de la barra, cuando en esta parte hay tanto sitio. Pero pronto caigo en que hay en esta parte desértica, un hombre solo, joven, de unos treinta y tantos, alto y atlético, más o menos como yo, pero sin michelines.

El hombre se está mirando en el espejo que hay al fondo de la barra, como en una película de Clint Eatswood, y tiene los ojos llorosos y un poco de moco le cuelga repugnantemente de la nariz. El camarero me hace una seña, como diciendo; vente a esta parte, que ese es un majarón y te va a dar la barrila. Pero no tengo ganas de inmiscuirme en los problemas acuciantes de la construcción, ni en las desastrosas campañas futboleras que están haciendo los grandes equipos del país, ni en cómo habría que cortarle las pelotas al hijo de puta que asesinó a Mari Luz, conversaciones todas con mucho predicamento en estos días desacelerados, económicamente hablando.

Decido quedarme al lado del pringado llorica, que siendo como es, más grande que Barcelona y con esos gimoteos da, la verdad, mucha pena. El llorón me mira sorprendido y su mirada expresa un prurito de agradecimiento por mi compañía. Enseguida me ofrece un cigarrito, que saca del bolsillo de su pantalón, un paquete de Fortuna de papel que metido ahí, tan cerca de los huevos del llorón, y arrugados por las presiones genitales, da mucho asco aceptar, pero uno ha estado ya en muchos líos y sabe que despreciar el cigarrito es empezar a tener problemas. Hemos bebido hace muchos años de la misma litrona de la que bebía un yonki, por no parecer fachas ni pijos, hemos chupado la misma colilla que antes había succionado aquella amiga medio prostituta con boqueras, por amistad y por solidaridad con su pena, penita, pena. Así que tiene uno el estómago acostumbrado a estos excesos. Le acepto, pues, el cigarrito y le doy las gracias.

El llorón me mira y me dice: ¿Tú eres de los míos?. No, compadre, le contesto, yo no soy de nadie, como los piojos, que no tienen dueño. Esta gilipollez, así escrita parece eso: una gilipollez, pero dicha con la voz tan bonita que yo tengo, suena del carajo, como cuando Leonard Cohen susurra simplemente “Suzanne” y ya te están entrando ganas de llevarte al catre a esa Suzzane de la copla, a darle besos y a colmarla de cariños.

Al llorón le he provocado un risa nerviosa con mi ocurrencia, me pone su manaza en el hombro, yo doy un respingo, y él repite: “Sí, sí, tú eres de los míos: de los jodidos”. Ah, de esos, de los jodidos, pues sí compañero, de los jodidos sí creo que soy, le digo más que nada porque me aprieta el hombro con su mano titánica. Luego se para, me mira de arriba abajo y me dice: ¿Profesor?. Niego con la cabeza. ¿Poeta? Tampoco le digo. Pero a él le importa un huevo lo que yo diga. ¡Profesor o poeta! Casi ordena.

Ya puestos, mejor profesor que poeta, le aclaro al llorón que ya no llora. ¿De qué? De lenguas vivas, como Don Antonio Machado, le miento. El resto de los jodidos, los que estaban al otro lado de la barra ya no echan cuenta más que de nosotros, esperando el momento en que el grandullón me de un mamporro. Pero qué, va, el grandullón que ya va de cabeza para el paro me da un abrazo y se larga con sus penas a otra parte. Cuando se larga todos coincidimos en que la desaceleración económica traerá paro, fracaso, soledad y pena a los de siempre, a los que nuestro analista más firme ( el llorón) ha bautizado como los nuestros, los jodidos. Conclusiones que coinciden de lleno, mire usted por donde, con los más sesudos análisis del Fondo Monetario Internacional. Somos la pera.

martes, 8 de abril de 2008

PELMAZOS


Dejando a un lado las enfermedades de transmisión sexual, maldición o castigo del ente morboso, perverso y voyeur que gobierna nuestros asuntillos de ultratumba .

Obviando las modernísimas depresiones matutinas que gozan de gran predicamento entre la afición, haciendo las delicias de psicólogos ociosos que jamás negarán ninguna de las enfermedades mentales con que el paciente sanciona su propia existencia mientras pague el paciente la minuta de tan abruptas confesiones al sonriente doctor.

Desdeñando el ardor de estómago, el insomnio, la halitosis y otras patologías más o menos confesables, si sufre nuestra contemporaneidad una plaga, una epidemia, de la que ni el más avezado o precavido de los mortales puede salvarse es la de los pelmazos.

Hablamos de ese personaje de sonrisa beatífica que cuando entras en el bar, desde la barra te acapara con su mirada de bestia depredadora y exclama “Pero mira a quien tenemos por aquí” y eso que dice te hace sentir como el corderito al que el lobo ha saludado antes de devorar. Nada importa que finjas despiste, que mires continuamente por encima de su cabeza como si buscaras a alguien que te espera. Que ostentosamente consultes el reloj cada poco. Ninguna de estas vacunas del comportamiento te libraran de su abrazo titánico.

Él , poseso de sí mismo, habla y habla sin parar. Habla sin parar y a destiempo como un músico torpe que se carga las posibilidades de la humana y variopinta orquesta nocturna. Y es que además, oh mundo insolidario, egoísta y cruel...todos los parroquianos, los amigos y los conocidos, saben de qué va el pelmazo y nadie se acercará a ti para echarte una mano.
Nadie querrá correr el riesgo de que los multiformes tentáculos del pelmazo le toquen.

Así, mientras envidias la alegre conversación de la pandilla. Mientras oyes sus risas y ocurrencias, mientras asistes desolado al espectáculo de los brindis nocturnos; el pelmazo cada vez más pegado a ti, adherido a tu chaqueta como una lapa, no suelta un instante tu brazo y te sugiere: “Gallardito, deberías ser más comedido en el lenguaje que utilizas en tus artículos; un hombre con tus lecturas, con tu educación” o aún peor “Hombre, quería yo comentarte que tengo unos manuscritos pudriéndose en la gaveta de mi mesilla de noche”
Porque como carecen tanto de respeto por los demás como de sentido del ridículo exhiben sus dudosas habilidades para todo.

El pelmazo si eres músico rockero te habla de sus discos de “Los Pekenikes” y de que en su primera juventud montó un conjunto que hacía las delicias de las faldicortas muchachitas ye yés de los guateques .

Si, por mal del demonio, resultas ser poeta lírico o literato te cuenta que tiene muchos libros (veinte o treinta durmiendo el sueño de los justos en el mueble bar de la salita) y que todos son de un interés tremendo. Te relata con detalle, casi con sadismo, las circunstancias que rodearon la adquisición de cada uno de sus libros o te pregunta con vivísimo interés : “¿Has leído las poesías de Federico García Lorca?

Y si nada de esto lo sacia, termina poniéndose chistoso y cuenta chascarrillos infames de los que él solo se ríe. El pelmazo a hecho de todo en esta vida y lo que él no ha tenido tiempo de coronar lo hizo su cuñado, su primo el del zumosol o alguno de sus antepasados o muertos.

El pelmazo además no necesita compañía, ni siquiera público. Sabe que hace siglos que nadie escucha lo que dice.

¿A qué entonces esa profusión? ¿Crueldad? ¿Saña?.

La única forma de combatirlo – os lo dice uno que posee la habilidad de atraer sobre sí a los pelmazos de todo tipo, pese a lo circunspecto de mis costumbres- es enfrentarlo con uno de su estirpe. Podría parecer que no, que dos charlatanes imprudentes e intempestivos enseguida van a congeniar. Nada de eso. Cuando dos pelmazos coinciden se sienten mutuamente anulados. Si uno replica el otro esgrime contrarréplicas y así hasta el infinito.
Ellos gustan de nosotros, de nuestra santa paciencia, de esta cortesía pusilánime con que los soportamos, de nuestro heroico estoicismo. Pero entre ellos mismos terminan por lo general cabreados o tristes y – lo que es más importante en atención a la salud mental de la ciudadanía- por fin y felizmente callados.

martes, 1 de abril de 2008

GENÉTICA DE PUEBLO

Éramos tan pobres que preferimos la mentira, la simulación, el patetismo de una farsa infantil torpemente construida , a la conmiseración y la pena. Era otra época, concedámoslo, otras eran las costumbres y probablemente las condiciones socio económicas de la población en general, pero ya sabíamos, ya sufríamos en nuestras carnes púberes el latigazo feroz de las desigualdades sociales.

Mentíamos sobre nosotros mismos, mentíamos sobre la realidad de nuestras casas, a veces un par de cuartos- casas de vecindad o de vecinos, se las llamaba en feliz eufemismo que evitaba otros calificativos como “villas miseria “ o “infravivienda”- porque no aceptábamos nuestra condición.

Porque habíamos crecido comiéndonos cada tarde algún serial de esos , en los que los problemas se solucionaban en la escalera de caracol de una casa de dos plantas que entonces tampoco se llamaban dupléx. La gente como nosotros en su puta vida celebró un cumpleaños, pero sabíamos que se hacía, teníamos amigos de otros barrios más buenos y más prósperos que nos invitaban a sus fiestas.

Cuando íbamos a las casas de estos amigos, cuyos padres eran pequeños comerciantes, funcionarios del estado o maestros de escuela, envidiábamos sus cuartos de baño, envidiábamos una bañera, porque en aquellas casas había un retrete comunal y un archipiélago de escupideras para las necesidades menores y nos aseábamos en una palangana que jamás entendió de otros mejunjes que el jabón flota, o lagarto o como quiera que se llamase aquella porquería aceitosa con la que rascábamos de nuestras pieles el percol del juego que nos tenía las rodillas adornadas con sus pústulas eternas y los codos siempre tirando a negros por más escamondados que nos presentaran nuestras madres cada mañana al colegio.

Teníamos que fabricarnos nuestros propios juguetes y cuando los monopatines comenzaron a hacer mella entre la tierna infancia de nuestra época, nosotros cogíamos una tabla y un juego de cojinetes que jamás sabré de dónde salían, y montábamos nuestro sucedáneo de monopatín.

Vestíamos pantalones felizmente nombrados entre nosotros “pica pica” que estaban confeccionados en un tergal feísimo y que normalmente eran herencia de un primo nuestro al que se le había quedado chico porque con la edad y los estirones era una pena gastar dinero en ropa de primera mano, decían , muy dignas, nuestras madres.

Recogíamos hierros y chapas de metal por los vertederos o entre los escombros de los descampados y los vendíamos en algún baratillo y con los cuatro duros que ganábamos nos comprábamos un paquete de Record que era una marca de tabaco negro que nos hacía toser como tísicos entre los rincones oscuros de algún callejón donde nos refugiábamos para dar cuenta de nuestra pequeña fechoría.

Esperábamos a los repartidores en las puertas de los bares y les ofrecíamos nuestra ayuda para descargar a cambio de un helado, si esa era la mercancía, o de una coca cola, pero también de una botella de ron o de unos litros de cerveza. Cuando nos bebíamos aquello, solíamos vomitar estoicamente pero no sin cierto orgullo, porque en nuestra cabecita machista, nos había metido alguien que aquello era cosa de hombres.



Las noches de verano, hastiados del espectáculo de nuestros padres en camiseta en el porche de la casa, o asomados a la ventana del par de cuartuchos en los que vivíamos como dije, nos citábamos con niñas de nuestra edad más o menos, diez o doce años y convocábamos alrededor del tembloroso fulgor de un cerilla, lacónicos fantasmas del erotismo con un juego absurdo en el que nos dábamos besos suaves en los labios, o acariciábamos levemente una seno casi imaginario.

Cuando estábamos solos, los machos de la manada, hacíamos exhibición en algún portal fresquito de alguna casa antigua del tamaño de nuestros penes, de la evolución de nuestro vello púbico o del diámetro de nuestros testículos. Éramos los niños del año 1980. Cuento esta batallita impúdica sobre mi condición porque a veces, hablando con muchos de vosotros, se diría que ninguno estuvo allí, que ninguno vivió así. Y que todos nacimos con este aire, levemente pijo y estas caras de personas mayores, que con el tiempo se nos está poniendo.