Mentíamos sobre nosotros mismos, mentíamos sobre la realidad de nuestras casas, a veces un par de cuartos- casas de vecindad o de vecinos, se las llamaba en feliz eufemismo que evitaba otros calificativos como “villas miseria “ o “infravivienda”- porque no aceptábamos nuestra condición.
Porque habíamos crecido comiéndonos cada tarde algún serial de esos , en los que los problemas se solucionaban en la escalera de caracol de una casa de dos plantas que entonces tampoco se llamaban dupléx. La gente como nosotros en su puta vida celebró un cumpleaños, pero sabíamos que se hacía, teníamos amigos de otros barrios más buenos y más prósperos que nos invitaban a sus fiestas.
Cuando íbamos a las casas de estos amigos, cuyos padres eran pequeños comerciantes, funcionarios del estado o maestros de escuela, envidiábamos sus cuartos de baño, envidiábamos una bañera, porque en aquellas casas había un retrete comunal y un archipiélago de escupideras para las necesidades menores y nos aseábamos en una palangana que jamás entendió de otros mejunjes que el jabón flota, o lagarto o como quiera que se llamase aquella porquería aceitosa con la que rascábamos de nuestras pieles el percol del juego que nos tenía las rodillas adornadas con sus pústulas eternas y los codos siempre tirando a negros por más escamondados que nos presentaran nuestras madres cada mañana al colegio.
Teníamos que fabricarnos nuestros propios juguetes y cuando los monopatines comenzaron a hacer mella entre la tierna infancia de nuestra época, nosotros cogíamos una tabla y un juego de cojinetes que jamás sabré de dónde salían, y montábamos nuestro sucedáneo de monopatín.
Vestíamos pantalones felizmente nombrados entre nosotros “pica pica” que estaban confeccionados en un tergal feísimo y que normalmente eran herencia de un primo nuestro al que se le había quedado chico porque con la edad y los estirones era una pena gastar dinero en ropa de primera mano, decían , muy dignas, nuestras madres.
Recogíamos hierros y chapas de metal por los vertederos o entre los escombros de los descampados y los vendíamos en algún baratillo y con los cuatro duros que ganábamos nos comprábamos un paquete de Record que era una marca de tabaco negro que nos hacía toser como tísicos entre los rincones oscuros de algún callejón donde nos refugiábamos para dar cuenta de nuestra pequeña fechoría.
Esperábamos a los repartidores en las puertas de los bares y les ofrecíamos nuestra ayuda para descargar a cambio de un helado, si esa era la mercancía, o de una coca cola, pero también de una botella de ron o de unos litros de cerveza. Cuando nos bebíamos aquello, solíamos vomitar estoicamente pero no sin cierto orgullo, porque en nuestra cabecita machista, nos había metido alguien que aquello era cosa de hombres.
Las noches de verano, hastiados del espectáculo de nuestros padres en camiseta en el porche de la casa, o asomados a la ventana del par de cuartuchos en los que vivíamos como dije, nos citábamos con niñas de nuestra edad más o menos, diez o doce años y convocábamos alrededor del tembloroso fulgor de un cerilla, lacónicos fantasmas del erotismo con un juego absurdo en el que nos dábamos besos suaves en los labios, o acariciábamos levemente una seno casi imaginario.
Cuando estábamos solos, los machos de la manada, hacíamos exhibición en algún portal fresquito de alguna casa antigua del tamaño de nuestros penes, de la evolución de nuestro vello púbico o del diámetro de nuestros testículos. Éramos los niños del año 1980. Cuento esta batallita impúdica sobre mi condición porque a veces, hablando con muchos de vosotros, se diría que ninguno estuvo allí, que ninguno vivió así. Y que todos nacimos con este aire, levemente pijo y estas caras de personas mayores, que con el tiempo se nos está poniendo.
2 comentarios:
SNIF,SNIF,QUE MELANCOLIA COLEGA.CUANTOS RECUERDOS DE LOS OCHENTAS.
Apabullante sinceridad de alguien que, ni renuncia ni esconde su pasado
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