sábado, 27 de junio de 2009

EXPLICACIÓN DEL MUNDO SEGÚN DIOS


Fantaseando con la idea de la ubicuidad, si anduviera uno en todas las alcobas, mirón incorregible olisqueando los secretos de la noche, los suspiros del que duerme, los extraños gemidos de los seres humanos indefensos, entregados a la indolencia del sueño, infantiles por fin en el descanso. Habrá un matón de discoteca que se encoja en la cama hasta enternecernos, un comisario de policía que flote por los dominios de Morfeo con un ronquido constante, como un bicho herido, o un juez que lo haga chupándose el pulgar, el mismo pulgar que durante la vigilia ha levantado inconscientemente en los tribunales hacia arriba o hacia abajo, como en el circo romano, para impartir la ley o el circo de la ley.
Por eso el dios de los cristianos, que tiene entre otros dos o tres mil dones, el de la ubicuidad, tuvo que terminar amando al animal humano. Porque ese dios que está en medio de los bombardeos pero no interviene, como si fuera un casco azul de la ONU, está a la vez mirando los esfuerzos que la modelo de alta costura está haciendo a la misma hora en la taza del váter de su cuarto de baño para defecar su minúscula cagadita de mosca tras engullir clandestinamente dos croquetas más de lo que su estricto régimen alimenticio le permite.
Eso tiene que enternecer hasta al mismísimo demonio, el malo, el impío que anima al torturador a apretar todavía un poco más la bolsa que asfixia en la cabeza del reo. Porque luego el torturador, que es casi el mismísimo demonio, llega a su casa y besa cariñosamente a su bebé, se asusta una miaja si le sale un bulto en la rodilla y es fieramente humano cuando se ilusiona con los ojos brillantes porque el jefe, el general , el presidente o el rey, le anuncia un próximo ascenso, un reconocimiento a los servicios prestados, pongamos en alguna cárcel perdida del mundo moro, del mundo negro o del mundo chino.
Pero esta noche, pese a que dios ha visto al animalito humano en todas sus versiones, con todas sus grandezas y metido hasta las trancas en el lodazal de sus bajezas, dios ha querido descansar un poco, hacer la vista gorda, no inmiscuirse más en las tribulaciones de sus bichitos.
Ha querido dios, meterse las manos en los bolsillos misteriosos de su túnica, en su Pandora de andar por casa, y silbar tranquilamente una cósmica tonada. Todos los teólogos saben que dios cuando silba es como Bach, cuando pinta un monigote por ahí, por Saturno o por Venus, lo hace como Velázquez y que cuando le da por jugarse unos pases de balón con alguna remota luna de alguna no menos remota galaxia, pasa el balón-luna, como Zidane o Iniesta.
Los seres humanos han sentido sin comprenderla, esa orfandad mística de que dios ya no los mira. Se han sentido solos y más confusos que el pobre Adán cuando lo del lío aquel de la manzana y se han visto en la tesitura de seguir durmiendo, como si nada hubiera sucedido ( con del dedo en la boca, con los ronquidos o en posición fetal) o de administrar el libre albedrio.
Entonces, como los borrachos que dicen casi siempre las verdades, cada uno de los animalitos humanos ha respondido a su condición.Los seres humanos hijosdesupadreydesumadre, que son mayoría hasta que la minoría de seres humanos hijosdeputa los arenga, los alista o los amenaza, han besado a sus hijos que dormían, han recordado a sus madres o han amado a sus parejas. Sin embargo, los seres humanos hijosdeputa que son una estirpe milenaria, se han ido a los barrios más pobres y han inaugurado noches de cuchillos largos, de cristales rotos, noches de torturas, de violación, de bombardeos, de violencia.
Y mientras todo eso sucedía; dios mirando para otro lado y silbando.

sábado, 20 de junio de 2009

POR CADA TRES ROLLOS DE PAPEL HIGIÉNICO TE REGALAMOS UNA MIERDA.


Hay una alerta general entre las personas cuando ven a un hombre con mis años sentado, tranquilamente, leyendo su librito en una plaza. Las personas se te acercan y duramente inquieren: ¿Qué haces solo, compañero, ahí sentado? .
Inútil será que le diga uno que no está solo, que anda elucubrando con Fernando Pessoa o con la mordaz lucidez de de Saul Bellow, inútil contestarles que andaba uno, hasta que llegaron los samaritanos del comportamiento social a darnos la barrila, mirando como Prouts a las muchachas en flor o que estuvimos ensimismados en la caída de la tarde, tan lenta, tan agónica cada día.
Es mejor callar o decir encogiendo levemente los hombros “aquí estamos” como si con esa sentencia existencialista pudiéramos exorcizar por fin los buenos sentimientos de los pesados de turno.
También están los que se alegran infinito de que uno siga leyendo tanto. Míralo ahí, al Gallardoski, con su librito. Estos pueden pasar de la noble salutación a la cultura a la infame pretensión de compartir con uno sus literarios afectos. El caso es no dejar pasar la ocasión sin espetarnos que se compraron hace años, cuando contrajeron esas maravillosas nupcias que les ha llenado la vida de hipotecas, recibos y niños con mocos, la enciclopedia “Maravillas del Saber” y que gracias a ella tuvieron conocimiento de la magna obra de D. Juan Luis Borges, de Rafael Alberti Lorca y de los cuadros tan bonitos que pintaba Salvador Dalí, y no el Picasso ese que garabateaba mucho sobre el lienzo, como un tonto polla o como un delincuente.
Nunca dice uno nada, simplemente calla con la paciencia infinita que dan años de entrenamiento en las tabernas. Sabemos que el paseante que se ha cruzado en nuestro camino está deseando soltar ese discursillo apasionado que solo recupera cuando se encuentra con nosotros, con los que él piensa que siguen manteniendo encendidas ciertas llamas, que no sé sabe por qué piensan eso, y ese es el terrible momento en el que cuentan su cuento juvenil.
De cuando militaron en los partidos de extrema izquierda, de cuando no veían concursos repugnantes en la televisión, de cuando iban a escuchar embobados a Carlos Cano y a Olga Manzano y Manuel Picón, con su rumbeo revolucionario. De cuando follaban a sus mujeres sin pensar en las tetas de plástico de alguna actriz pornográfica de enormes y abisales cavidades íntimas.
De cuando andaban por la vida todavía sin parecer zombies horteras del sistema, que los ha ido modelando para cada ciclo vital.
Luego se marchan, cuando le han vomitado conmovedoramente a uno toda esta mierda encima, y cuando volvemos a fijar la mirada en la letra impresa que tan bien nos había estado acompañando, ya no nos podemos concentrar ni tenemos ganas de leer ni ganas de estar más tiempo tirados por la puta calle.
Nos vamos a casa a buscar en la televisión, ese monstruo multiforme que devora el tiempo de nuestra vida, un concurso de puta madre donde la gente gane montones y montones de euros o donde, como rezaba un viejísimo poema, por cada tres rollos de papel higiénico te regalen una mierda.

domingo, 7 de junio de 2009

PARA BENITO RODRÍGUEZ


Cuando me invitaron, hace ya algunos años, a formar parte de la junta directiva del Ateneo de Sanlúcar, me dijeron que iba a ser el más joven de sus componentes.

Eso era una verdad a medias, enseguida me di cuenta de que había uno por allí más joven que yo: el Presidente del Ateneo D. Benito Rodríguez Ridruejo,.

Benito, para engatusarnos, se ponía siempre traje y quizá se ponía también años coquetamente, cuando ejercía su presidencia en cualquiera de las numerosísimas mesas de la cultura que en aquella vieja sede de la plaza del cabildo, convocábamos ceremoniosamente para inmiscuirnos en los asuntos de los poetas, los filósofos, los ensayistas y los pintores.

La mayoría de los ateneístas de entonces y de ahora, no caían en la cuenta de que un hombre que jamás faltaba a una cita, que nunca se quejaba de nada, que trataba con exquisita elegancia a todas las personas, que no olvidaba los números de teléfono o que bebía con la alegría y el afán de un muchacho el vino de la tierra, no podía tener la edad que nos había confesado.

Benito era el más joven porque son los jóvenes los que emprenden con ilusión los proyectos y era él quien más ilusión ponía por peregrina que pudiera resultar desde fuera, la actividad que programábamos.

Era el más joven porque, como cuando era uno joven, siempre estaba en su sitio, por encima de condescendencias y peloteos y era joven porque se le encendían los ojos en muchas ocasiones; cuando un acto tenía una afluencia decente de público, cuando algún artista daba un recital en condiciones, cuando la manzanilla de la tierra era festejada por los visitantes o cuando alguna muchacha guapa ya fuera poetisa, alguacila, concejala o folclórica, le daba dos besos y le festejaba lo bien que le quedaba el traje.

Benito era el más joven de aquella junta directiva a la que tuve el honor de pertenecer porque venía siempre con su novia, Consuelo y mirarlos tan sonrientes, tan entusiasmados pese al tiempo y sus tristezas, mirarlos sobre todo tan libres y tan juntos, era un regalo añadido a cada noche en el Ateneo.

Para mí, que vengo de otras orillas, de otras batallas y de otras ideas, encontrarme con Benito fue, y él lo sabe, un privilegio que he administrado con todo el afecto, el cariño y el respeto que me merece su figura.

La juventud y la dignidad de este hombre me sorprenden más todavía, cuando ve uno cómo con los años los amigos de uno se van agriando, se van escorando hacia lo primitivo y lo tajante, van dividiendo el mundo en blanco y negro sin atender a ningún matiz, van perdiendo los amigos de uno capacidad crítica o al contrario; todo lo critican como si nada valiese, como si todo fuera en la vida, con perdón, una reverenda porquería.

Y sin embargo, este muchacho al que el tiempo ha vestido de anciano venerable, no quiso meterse en esa obscena jaula de grillos de los que nunca se equivocan, de los que siempre piensan que muerto el perro se acabó la rabia cuando hemos visto cuánta rabia y cuántos perros siguen campeando a sus anchas por el mundo. Este muchacho me miraba a mí, a mis amigos, con una comprensión democrática que todavía me emociona.

Aprendí mucho de este joven pero nunca se lo confesé. No nos andábamos con esas cortesías, yo le pinchaba desde mis posturas más radicales y el me atemperaba con su experiencia, sin aspavientos y sin imposturas.

Los míos, mi mujer, mi hija, me decían cuando llamaba a casa para quedar como dos chiquillos: Te llama tu amigo Benito.

Y desde entonces es como me gusta llamar a este compañero: Mi amigo Benito.