sábado, 20 de junio de 2009

POR CADA TRES ROLLOS DE PAPEL HIGIÉNICO TE REGALAMOS UNA MIERDA.


Hay una alerta general entre las personas cuando ven a un hombre con mis años sentado, tranquilamente, leyendo su librito en una plaza. Las personas se te acercan y duramente inquieren: ¿Qué haces solo, compañero, ahí sentado? .
Inútil será que le diga uno que no está solo, que anda elucubrando con Fernando Pessoa o con la mordaz lucidez de de Saul Bellow, inútil contestarles que andaba uno, hasta que llegaron los samaritanos del comportamiento social a darnos la barrila, mirando como Prouts a las muchachas en flor o que estuvimos ensimismados en la caída de la tarde, tan lenta, tan agónica cada día.
Es mejor callar o decir encogiendo levemente los hombros “aquí estamos” como si con esa sentencia existencialista pudiéramos exorcizar por fin los buenos sentimientos de los pesados de turno.
También están los que se alegran infinito de que uno siga leyendo tanto. Míralo ahí, al Gallardoski, con su librito. Estos pueden pasar de la noble salutación a la cultura a la infame pretensión de compartir con uno sus literarios afectos. El caso es no dejar pasar la ocasión sin espetarnos que se compraron hace años, cuando contrajeron esas maravillosas nupcias que les ha llenado la vida de hipotecas, recibos y niños con mocos, la enciclopedia “Maravillas del Saber” y que gracias a ella tuvieron conocimiento de la magna obra de D. Juan Luis Borges, de Rafael Alberti Lorca y de los cuadros tan bonitos que pintaba Salvador Dalí, y no el Picasso ese que garabateaba mucho sobre el lienzo, como un tonto polla o como un delincuente.
Nunca dice uno nada, simplemente calla con la paciencia infinita que dan años de entrenamiento en las tabernas. Sabemos que el paseante que se ha cruzado en nuestro camino está deseando soltar ese discursillo apasionado que solo recupera cuando se encuentra con nosotros, con los que él piensa que siguen manteniendo encendidas ciertas llamas, que no sé sabe por qué piensan eso, y ese es el terrible momento en el que cuentan su cuento juvenil.
De cuando militaron en los partidos de extrema izquierda, de cuando no veían concursos repugnantes en la televisión, de cuando iban a escuchar embobados a Carlos Cano y a Olga Manzano y Manuel Picón, con su rumbeo revolucionario. De cuando follaban a sus mujeres sin pensar en las tetas de plástico de alguna actriz pornográfica de enormes y abisales cavidades íntimas.
De cuando andaban por la vida todavía sin parecer zombies horteras del sistema, que los ha ido modelando para cada ciclo vital.
Luego se marchan, cuando le han vomitado conmovedoramente a uno toda esta mierda encima, y cuando volvemos a fijar la mirada en la letra impresa que tan bien nos había estado acompañando, ya no nos podemos concentrar ni tenemos ganas de leer ni ganas de estar más tiempo tirados por la puta calle.
Nos vamos a casa a buscar en la televisión, ese monstruo multiforme que devora el tiempo de nuestra vida, un concurso de puta madre donde la gente gane montones y montones de euros o donde, como rezaba un viejísimo poema, por cada tres rollos de papel higiénico te regalen una mierda.

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