viernes, 31 de agosto de 2007

CUENTITO MODERNO

El jefe de obra se levanta esta mañana triste porque no fue posible consumar con la parienta lo que una vez fue deseo y hoy no es más que débito conyugal.

Esa tristeza del jefe de obra va degenerando en cabreo a medida que transcurren las primeras horas laborables de la jornada y el camarero de la taberna, un peruano sin criterio, le sirve un café atómico y un poco después un senegalés, negro como la noche, produce un pequeño atasco con su automóvil antediluviano cuando instala el tenderete de su mercancía.

El jefe de obra toca mucho el claxon y se caga en todo lo que se menea.
Es por eso que el jefe de obra está hoy, como se suele decir, “con los cuernos en pie” y se dirige a un peón que está haciendo su trabajo pero que extrema los tiempos y lo que el jefe de obra querría que fuese un frenético ir y venir de paladas de hormigón, el peón lo interpreta como un suave vals matutino para hormigonera y palustre.
Se quiere decir que el peón ejecuta su trabajo con una pesadumbre existencialista que ya sabemos no le corresponde a tenor de su condición.
Si fuera profesor universitario esa pesadumbre lo prestigiaría. Si fuera articulista de fin de semana, ese existencialismo haría brillar con más intensidad el aura de su opinión. Pero siendo peón y encima moro; ¡qué cojones tiene que ver él con la melancolía, lasitud de almas elevadas que se reservan para sí los espíritus exquisitos e ilustrados! .

Así que la mala hostia del jefe de obra encuentra en la figura del moro peón la víctima propicia o propiciatoria. El peón tampoco se siente esta mañana muy contento y recibe la bronca del jefe de obra con estoicismo, pero con una tensión que enerva al jefe de obra y le hace reincidir en la reprimenda.

El peón aprieta un poco los puños porque está cansado de ser peón y de no tener derecho a la aflicción, a pesar de tener- según él- motivos para llenar un carro del carefour de aflicciones y cuitas.
El moro peón le escupe, al fin, en su castellano de eses afrancesadas, una ofensa al jefe de obra y es puesto de patitas en la calle de inmediato.

El moro ex peón deambula esta tarde calurosa por la ciudad sin trabajo, sin jornal y muy ofendido. De pronto (y sin que él lo sepa debido a la negativa impía de la parienta del jefe de obra a solazar las entrepiernas maritales) siente un desafecto muy agudo hacia todos los jefes de obra que en el mundo han sido.

En su sofocado paseo de moro, peón, parado y sin papeles, cae por los alrededores de una mezquita de pueblo. Allí escucha la encendida diatriba con la que un fanático mesiánico anima a la recuperación de la dignidad del Islam y los islámicos en el mundo moderno.

El jefe de obra, entretanto, comenta con otros jerifaltes mínimos del mercado de la construcción que ha tenido que despedir al moro peón porque el “moromierda” se ha puesto farruco con él.
Los otros jerifaltes mínimos, no se sabe si porque tampoco pudieron consumar el acto sexual con sus esposas, están muy enfadados con sus peones, sobre todo con los moros.

Por su parte, el moro ex peón ha encontrado comprensión y apoyo entre los habituales de la mezquita y se siente más islámico que nunca y el jefe de obra, a su vez, siente el respaldo de sus correligionarios que ya hablan sin ambages de expulsión de todos los extranjeros y de lo bien que ellos se portaban cuando eran emigrantes en Alemania, allá por los primeros años setenta.

El resto de la historia va escribiéndose cada día.

domingo, 26 de agosto de 2007

TURISMO

No va a negar uno las ventajas que supuso para nuestro país tener playas, sol, el porompompero, kilométricas costas, el flamenco, a Federico García Lorca, a la Alambra de Granada y a la Giralda de Sevilla.

Todos estos ingredientes, como una paella valenciana socio cultural, propiciaron que, allá por la segunda mitad de los sesenta, mientras muchos de nuestros mayores cargaban con su menesteroso maletón parcheado camino de las tierras del norte, para construir las carreteras, para montar motores en lejanas fábricas de automóviles o para vendimiar los campos de la Europa guapa, llegaran a nuestras tierras procedentes de esa Europa próspera, miles de turistas que con sus costumbres, sus dineros y sus libertades más o menos naturales, fueron civilizándonos un poco a los nativos y fueron convenciéndonos de que, pese a la obscena propaganda del régimen, en las democracias occidentales había felicidad.
Felicidad, pastillas anticonceptivas y bikinis.

Si la imagen de nuestros padres o abuelos con los ojos desorbitados siguiendo el contoneo de las caderas de las suecas, que sintetizaría como nadie José Luís López Vázquez en esos ojos que ponía de reprimido sexual salido, sigue resultándonos bastante patética, también es verdad que los más avanzadillos de nuestros ancestros consiguieron sus primeros polvos no vergonzantes, en los que la mujer podía gemir y decir “mon cheri” sin que necesariamente esos devaneos eróticos fuesen producto de un trueque comercial, auspiciado por una “madame” de cualquier lupanar infecto.

Había una sociedad que se negaba por inercia a esos cambios, pero es cierto que otra parte de ésta, acaso también por inercia, esperaba ansiosa esa luz de los veranos para aprender, contagiarse de las costumbres prestigiadas por el cine e imitar conductas que fueran sacándonos de las brumas nacional católicas y de la peste a incienso y sacristía que, según cuentan los más viejos, había por estas tierras.

Supongo que aquellos turistas, además de por los precios y por los encantos que se han enumerado al principio de este artículo, debían llegar hasta aquí animados por cierta curiosidad aventurera que, probablemente, se remontara en el inconsciente colectivo europeo, a los viajeros románticos decimonónicos.

Según cuentan, los turistas de antaño venían solos, incluso ¡ellas! venían solas a intimarnos y conocernos.

El viaje en soledad o muy, pero que muy bien acompañado, guarda todavía un prurito de afán de conocimiento y de mínima aventura. El viaje en soledad nos convierte en hombres y mujeres libres, sin más ataduras que las económicas o las morales, y podremos darnos de bruces con lo insólito y con lo perdurable. Nada que ver con estos turistas contemporáneos, adocenados como infantes de excursión colegial, que pululan por las ciudades por esta tradición hortera que inauguraron los japoneses para exportarla luego a todo el mundo que puede permitirse el lujo de viajar.
Nosotros también somos turistas ya.

También zascandileamos en grupos por los países y echamos fotos como nadie. Y nos sentamos en las puertas de los monumentos venerables para posar con nuestras gafas de sol y nuestros pantalones cortos y nuestro bolso en bandolera.

Y vamos también corriendo como imbéciles, bajo las ordenes de una tour operadora maniaca que está convencida que se puede ver el Louvre en veinte minutos, sentarse luego en la taberna donde Tolouse Lautrec esbozaba a sus bailarinas desvergonzadas y bebernos allí una triste coca cola , asomarnos media hora más tarde a la torre Eiffel, para concluir la jornada exhaustos, bailando una canción de la Piafh en el salón de convenciones de un hotel de cuatro estrellas con descuentos especiales para grupos.

Hay quien rueda una película de todo esto, una película comiendo, paseando, besándose maritalmente con la parienta frente a un puente o a una fuente. Supongo que el código penal tipificará alguna vez como delito contra la humanidad la pretensión de estos indeseables de enseñarles a las demás personas semejante espanto.

De esos viajes cobardes donde se diría que hasta los pobres están pactados o incluidos en el lote, uno no se trae recuerdos. Se trae ese sucedáneo de la memoria que llamamos souvenirs.

miércoles, 22 de agosto de 2007

SOBRE EL BLOG Y OTROS ASUNTOS.

Uno va y me dice:

“Quillo, también podrías contestar en el blog, joder, la gente suele hacerlo…no te des tú tanta importancia.”

Es un malentendido. Decía una canción de la Nueva Trova: “la palabra es de ustedes, me callo por pudor”.

Es un malentendido; como cuando la chica que te gustaba se iba con otro porque tú no le hablabas nunca, por no molestar, por discreción, por timidez.

Cuando canta uno, lee poesías o simplemente contemporiza con la noche y sus venenos, encantado de la vida, no se cree nadie esta timidez, anda ya, le dicen a uno, si te he visto cantar, hacer el caricato, hasta perorar con desconocidos ajumados hasta altas horas de la madrugada.

Nadie se cree esta timidez, pero existe.
Quizá por eso canta uno.
Quizá por eso haga uno tanto y tan profesionalmente ya, el caricato.

Llevo media vida huyendo de los pesados, de los palizas, de los plomos, de los artistazos a los que jamás ha interesado otra cosa que su propio ombligo, del egoísmo cateto de los que ni comen ni dejan comer.

De la petulancia inevitable de aquellos que se creen la hostia por haber escrito algo, de los que mueven montañas por salir en una foto, por tonta que sea esa foto.
De los que se visten de dignísimos luchadores por esto o por aquello y al día siguiente los ves engañando, malversando, vendiéndose al mejor postor, o al mejor prologuista, o al mejor adulador circunstancial.

Me da vergüenza, verdadera vergüenza, parecerme a esta ralea.

A veces me parezco, lo sé, lo intuyo, lo temo. A veces caigo en las mismas tonterías que la canalla seudo bohemia de pueblo. Y también me pongo estupendo y digo sandeces sobre mí libro, mí obra, mí pedazo de ombligo.

A mi favor diré que cuando caigo en estas adicciones, trato de desintoxicarme del tirón. Le digo, pongamos a mi compañera; Emilia, que me ponga en mi sitio. O a mis amigos de verdad que me recuerden rápido de dónde vengo.
O a mi hija que me diga sus años y que los compare con los míos, para hacerme así adulto, mayor. No viejo, no anciano de vivir. Simplemente constatar mi edad, mi tiempo y mis trenes; los que pasaron de largo y los que tomé, que eran siempre de tercera, pero ahí me he quedado y tampoco se está tan mal. En estos trenes de tercera, quiero decir, que al menos no están rigurosamente vigilados.

En definitiva: ninguna arrogancia en mis silencios. A pesar de que como decía uno; “El silencio es una opinión”.

ASCO DE TELE


Hasta cierto reparo me da usar la intimidad del diminutivo “tele” para nombrar el aparato de televisión. Porque hubiera podido ser el más revolucionario de los inventos del pasado siglo. Al nivel de Internet, que es en realidad y como con el paso del tiempo se va constatando, un sucedáneo magnificado de la otrora modernísima televisión.

Y es que uno pensaba en su ignorancia, que en materia de basura televisada lo había visto casi todo. Habíamos sufrido la presencia de macarras faltones, vestidos de mafiosos de los años treinta, vociferando desde una agresividad absurda, contra otros personajes de idéntica o parecida jaez por los más peregrinos motivos.

Habíamos asistido a cotilleos sobre la ropa interior de una celebridad del folclore, o sobre las amantes de uno que tiene un gimnasio y dice que es Conde de no se sabe bien qué condado de mierda.

Habíamos visto a horteras de todo tipo y pelaje paseando la inconsistencia de sus vidas por los escenarios de programas mamarrachos. Creamos una subespecie que ya no sé si pueden acogerse a la carta de derechos humanos de la ONU: los frikis. Payasos con ínfulas que nos cantaban aberraciones armónicas, o nos agredían intelectualmente diciendo que procedían de un planeta lejano, o que curaban enfermedades con legumbres, o que levitaban sobre una zanahoria sin penetración ni nada.

Durante un tiempo esa parada de los monstruos, le parecía a uno vomitiva, posteriormente la consideré un ejemplo de la vacuidad elevada al cubo con que programadores y geniecillos espabilados, procuraban hacernos más gilipollas y, sobre todo, más mansos.

Bien; pues ayer por la tarde estos perturbados que idean programas y espectáculos vergonzantes, dieron una nueva vuelta de tuerca a su estulticia. Se trataba de un espanto en el que una presentadora- llamémosle así- con cara de buena, invitaba a un señor , que no sé yo qué cojones había ido a hacer a aquel plató, a que se sentara en unos sillones como de confesionario moderno y de diseño. El hombre, hizo lo que casi todo el mundo hace delante de una cámara, un micrófono o la intempestiva llamada telefónica de una encuestadora; aceptar la agresión de los medios y sumarse con repugnante mansedumbre al circo.

En este caso, el circo iba de que el pobre hombre, que presumo no sabía nada de aquella encerrona, tuvo hace quince años una hija. La presentadora , pensándose ella muy sibilina le interrogaba: ¿Cuántos hijos tiene usted, caballero? Y el hombre, lógicamente, contestaba la cifra de los hijos reconocidos. Luego, extremando su sinuosidad pervertida, la - así llamada- presentadora, le citaba al señor una fecha y le inquiría: ¿qué significa para usted esa fecha? . Y el hombre con cara de pocos amigos, contestaba que absolutamente nada. Vaya a usted, le decía la tipa, a una sala ahí al ladito, que alguien quiere decirle algo.
En ese momento si el hombre no fuese fruto de esta sociedad que ha venido considerando la educación cobardía, tendría que haberse levantado y decirle a la pizpireta muchacha: Váyase usted a hacer puñetas. Ni voy a otra sala ni le permito que siga usted utilizándome como carnaza para la chusma.
Pero no, el hombre aceptó pacíficamente la jugada, se fue a la salita contigua, y pudo escuchar, para su perplejidad y la de cualquier persona decente, cómo una antigua novia, se presentaba allí, para que toda la audiencia – que ojalá fuera mínima- supiera que el señor tenía una hija, que la hija quería conocerle y que patatín, patatán.

A partir de ahí la chismosa que presentaba, perdió todo atisbo de pudor, y la señora o señorita, que se había ofrecido para aquella infamia hacía tres cuartos de lo mismo. La guinda la pondría la supuesta hija, una joven de quinceañera que con una mentalidad de Marco, el dibujito animado, buscando a su papá, conseguía así su primer show televisado y en directo.

Sentía uno, desde la butaca, una mezcla de estupor y espanto, viendo cómo podemos ser , casi todos, víctimas de esta miseria moral. Cómo podemos ser denunciados por cualquiera. Cómo cada uno de nosotros puede convertirse, de manos de la jodida tele, en triste carne de parodia.

Para colmo, el mando a distancia no tenía pilas.

viernes, 17 de agosto de 2007

NOCTURNO VIAJERO


Siempre que llegó de noche a una ciudad, me pierdo tontamente, mirando las luces que en las ventanas de los edificios, anuncian la vida cotidiana de las personas. Por mucho que la ciudad sea hermosa y sus pórticos y murallas se engalanen para recibir al visitante, raro es que uno no preste más atención a aquel balcón, sin persianas ni cortinas, en la que se ve a un hombre que derrotado en el sofá esgrime un mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra, ajeno a nuestra curiosidad sociológica, o directamente voyeur cuando lo que se atisba desde las ventanas del autobús que me transporta, es una silueta de mujer que se quita o se pone un minúsculo vestido.
Empieza uno, con todos esos retazos de vida en estado puro, una novela en la que la mujer del vestido corto acude a una cita con alguien, pongamos de nuestra edad y nuestras características físicas, en un café discreto con veladores y música francesa con acordeones y silabeos galantes, en un ambiente de humo y en medio de un murmullo de parroquianos que no significan nada, que no son más que extras en nuestra película romántica. Todas esas novelas son decimonónicas y atrozmente sentimentales, claro. Por eso no las ha escrito uno ya, porque uno es moderno, canallita y molón.
Pero los que escribimos, somos todos unos mirones, y vamos escrutando los edificios, la ropa tendida en algunas terrazas, prestando mucha atención a la lencería y montando otra película medio equis, esta vez, con los encajes, los sostenes y toda esa fetichista indumentaria que se supone que se inventó para tapar las vergüenzas y no hace sino acentuarlas.
Al final, se siente uno bastante pequeñito e insignificante: Todo esa gente, que habla o bien con otro acento, o en otro idioma. Toda esa gente que vive una vida en la que nosotros somos también extras de la misma, si es que nos cruzamos alguna vez con ellos. Toda esa representación de la ciudad y del mundo: Inteligencias por encima de la media, sumando conocimientos y certezas en aquel cuartucho cuya levísima iluminación denota una persona que estudia. Estupidez universal y más o menos conocida, en aquel ático en el que tres o cuatro parejas treintañeras bailan una música latina falsamente popular, con contoneos de putones verbeneros ellas, con lacios y torpes movimientos de caderas ellos y sus barrigas prominentes. Depresión y hastío en la bohardilla en la que un tipo en camiseta calibra desde el alféizar la distancia y el tiempo en el que su cuerpo tardaría en estrellarse contra el suelo. Y este panorama es coronado por centenares de automóviles de todos los modelos, calidades y medidas, que como glóbulos recorren el entramado de venas con que la ciudad se comunica consigo misma y con las poblaciones vecinas. La pequeñez que uno siente, la constatación de nuestra insignificancia, es sólo comparable a la que inspiran las cifras de las tragedias, sean estas naturales o norteamericanas, que es una forma de montar tragedias y pollos siniestros, como saben tan bien en las liberadas naciones de Irak y Afganistán.
Cada una de las vidas que asoman desde las ventanas esta noche, en la que una ciudad extraña me recibe, se siente a salvo del desastre, muchos no verán el nuevo día, otros encontrarán en un Chat de Internet el amor de su vida, allá por el Brasil, en la quinta puñeta, y viajarán en breve y dejarán sus tristes trabajos y sus tristes hogares, la mayoría hará mañana exactamente lo mismo que hoy, y que ayer. Alguien nacerá y mirará todo esto casi con la misma perplejidad con la que uno lo está mirando ahora. Si yo fuese dios, creo que me llevaría toda la eternidad conmovido por nosotros, los humanos, me daría pena de todo y creo que, con perdón, salvaría a todo Cristo. Anda que no iba yo a contener huracanes, tsunamis, balas y bombardeos. Pero esta benevolencia y esta ecuanimidad, se me va al carajo cuando bajo del autobús, y un tío feo y con bigote se me cuela en la cola de los taxis y un niñato pelón y tatuado, hace lo propio en la barra del bar y un camarero lleno de churretes y faltón, me señala con la mano como diciendo; tranquilo, chaval. A estos tres, no sé yo si los salvaba, en caso de que me venga el poder divino, de un terremotito bueno, que por lo menos les diera un buen susto. ¡Ay, que difícil es administrar sin vehemencia estos poderes!