viernes, 17 de agosto de 2007

NOCTURNO VIAJERO


Siempre que llegó de noche a una ciudad, me pierdo tontamente, mirando las luces que en las ventanas de los edificios, anuncian la vida cotidiana de las personas. Por mucho que la ciudad sea hermosa y sus pórticos y murallas se engalanen para recibir al visitante, raro es que uno no preste más atención a aquel balcón, sin persianas ni cortinas, en la que se ve a un hombre que derrotado en el sofá esgrime un mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra, ajeno a nuestra curiosidad sociológica, o directamente voyeur cuando lo que se atisba desde las ventanas del autobús que me transporta, es una silueta de mujer que se quita o se pone un minúsculo vestido.
Empieza uno, con todos esos retazos de vida en estado puro, una novela en la que la mujer del vestido corto acude a una cita con alguien, pongamos de nuestra edad y nuestras características físicas, en un café discreto con veladores y música francesa con acordeones y silabeos galantes, en un ambiente de humo y en medio de un murmullo de parroquianos que no significan nada, que no son más que extras en nuestra película romántica. Todas esas novelas son decimonónicas y atrozmente sentimentales, claro. Por eso no las ha escrito uno ya, porque uno es moderno, canallita y molón.
Pero los que escribimos, somos todos unos mirones, y vamos escrutando los edificios, la ropa tendida en algunas terrazas, prestando mucha atención a la lencería y montando otra película medio equis, esta vez, con los encajes, los sostenes y toda esa fetichista indumentaria que se supone que se inventó para tapar las vergüenzas y no hace sino acentuarlas.
Al final, se siente uno bastante pequeñito e insignificante: Todo esa gente, que habla o bien con otro acento, o en otro idioma. Toda esa gente que vive una vida en la que nosotros somos también extras de la misma, si es que nos cruzamos alguna vez con ellos. Toda esa representación de la ciudad y del mundo: Inteligencias por encima de la media, sumando conocimientos y certezas en aquel cuartucho cuya levísima iluminación denota una persona que estudia. Estupidez universal y más o menos conocida, en aquel ático en el que tres o cuatro parejas treintañeras bailan una música latina falsamente popular, con contoneos de putones verbeneros ellas, con lacios y torpes movimientos de caderas ellos y sus barrigas prominentes. Depresión y hastío en la bohardilla en la que un tipo en camiseta calibra desde el alféizar la distancia y el tiempo en el que su cuerpo tardaría en estrellarse contra el suelo. Y este panorama es coronado por centenares de automóviles de todos los modelos, calidades y medidas, que como glóbulos recorren el entramado de venas con que la ciudad se comunica consigo misma y con las poblaciones vecinas. La pequeñez que uno siente, la constatación de nuestra insignificancia, es sólo comparable a la que inspiran las cifras de las tragedias, sean estas naturales o norteamericanas, que es una forma de montar tragedias y pollos siniestros, como saben tan bien en las liberadas naciones de Irak y Afganistán.
Cada una de las vidas que asoman desde las ventanas esta noche, en la que una ciudad extraña me recibe, se siente a salvo del desastre, muchos no verán el nuevo día, otros encontrarán en un Chat de Internet el amor de su vida, allá por el Brasil, en la quinta puñeta, y viajarán en breve y dejarán sus tristes trabajos y sus tristes hogares, la mayoría hará mañana exactamente lo mismo que hoy, y que ayer. Alguien nacerá y mirará todo esto casi con la misma perplejidad con la que uno lo está mirando ahora. Si yo fuese dios, creo que me llevaría toda la eternidad conmovido por nosotros, los humanos, me daría pena de todo y creo que, con perdón, salvaría a todo Cristo. Anda que no iba yo a contener huracanes, tsunamis, balas y bombardeos. Pero esta benevolencia y esta ecuanimidad, se me va al carajo cuando bajo del autobús, y un tío feo y con bigote se me cuela en la cola de los taxis y un niñato pelón y tatuado, hace lo propio en la barra del bar y un camarero lleno de churretes y faltón, me señala con la mano como diciendo; tranquilo, chaval. A estos tres, no sé yo si los salvaba, en caso de que me venga el poder divino, de un terremotito bueno, que por lo menos les diera un buen susto. ¡Ay, que difícil es administrar sin vehemencia estos poderes!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

tu tienes un primo navarro?

Anónimo dijo...

Sí. Y otro gilipollas.

Gallardoski.