lunes, 26 de noviembre de 2007

MADUREZ Y HASTÍO


Me levanto y busco, medio sonámbulo todavía, un libro con el que he soñado. Se trata de una colección de cuentos de Dostoievski que llamaron “Pobres Gentes”.

Supongo que hay personas que sueñan con “Los Serrano” pero yo, más chulo que un ocho, sueño con el insigne novelista ruso.

Busco el ejemplar entre – sigamos con la chulería snob- varios miles de volúmenes.

Dostoievski en mi caótica biblioteca, puede encontrarse entre los rusos o entre los dilectos. Por fin doy con el librito (entre los rusos dilectos).

Lo abro y observo cómo el tiempo lo ha maltratado estrepitosamente. Las hojas están amarillas y algunas páginas que hace siglos doblé porque en aquella época no era famosillo en mi comunidad de vecinos y los libreros no me regalaban señaladores, se han plegado para siempre.

En la primera página del libro hay una dedicatoria: Para J.A. con cariño de I. N. Sé que yo soy J.A. pero soy incapaz de recordar a quién corresponden las otras dos iniciales.

Hace de este momento histórico en el que alguien me regaló este libro veinte años. La madurez o quizá el inicio de la decrepitud será esta desmemoria, este constatar que hace veinte años alguien (amigo, amiga, novia…) me tuvo cierto cariño y hoy no tengo forma de ubicar esas misteriosas iniciales.

La madurez será también que hace veinte años que leí por primera vez a Dostoievski y que de casi todo lo sentido por primera vez, hace mucho tiempo.

La madurez, afirmo, es una mierda, con perdón, porque antes de sufrir su envenenado aguijonazo, pensábamos que con unos cuantos miles de pesetas se podía uno ir a la gran ciudad y que una vez allí, ya nos las apañaríamos y se iba uno y se las apañaba.

Hoy sin embargo, enfermos de sensatez, llevamos la cuenta hasta de los imprevistos que pudieran surgir en el viaje, reservamos hoteles, aviones y los más tristes incluso reservan los servicios de alguna señorita de compañía para darle al viaje una pátina aventurera y erótica, que ya no se confía que surja si no es pagando.

Escribir, cantar en un conjunto de rock, ensayar con una chirigota, montar un grupo de teatro pánico…nos salvará de esta porquería nombrada madurez.

Mejor eso que tonto maduro y solemne. Yo voy a probarlo todo, aunque me vuelva mongolo.

jueves, 22 de noviembre de 2007

SITIOS CON ENCANTO


Me invitan, para una revista, a opinar sobre los sitios con encanto de mi ciudad. En la expresión “Sitios con encanto” ya se incluye de manera implícita una afectación que me desagrada. Se dice eso: “con encanto”, como se podría decir delante de un fresco de Goya; “Bonito” y Goya porque era sordo, porque de enterarse mandaría un poco al carajo a todo aquel que dijera “bonito” delante de su obra.

Pero es que además los sitios con encanto, pueden contener, con su encanto y todo, una trampa social lamentable.

A nadie se le escapa que las casas de vecinos, pongamos por caso, eran unos sitios con mucho encanto: desde fuera.

Yo he vivido en una, y no soy de la posguerra. Desde fuera aquellas paredes de zócalo, aquellos enormes portones de madera noble, aquellos patios coronados de jazmines y de rosales, aquellos vecinos que se sentaban en sillas de rejilla, como las que ponen ahora en las peñas flamencas para que también sean éstas, las peñas, sitios con encanto…desde fuera, decía, todo tenía un aroma tan castizo, andaluz y telúrico, que cualquier viajero, fotógrafo o hispanista rumboso, llamaría a esa organización urbanística y social, un “sitio con encanto”.

Pero los rotitos, no entienden de poesía ni de fotografía costumbrista y les importan poco los hispanistas rumbosos, que encima, suelen quitarles las novias con su acento extranjero y sus cabellos rubios, como la cerveza.

Los rotitos estaban deseando abandonar aquellos agujeros medio en ruinas en los que se desarrollaban sus días. Deseaban tener un cuarto de baño con sus azulejos, su plato de ducha y su espejo en el que mirarse, afeitarse y acicalarse.

En los sitios con encanto, había un miserable retrete que compartíamos tres o cuatro familias. Sabíamos quién había estado antes en el retrete por la rotundidad de sus efluvios fecales.

Nos bañábamos una vez a la semana, en un baño verde y nos frotábamos con un jabón que lo mismo servía para sacar los churretes de nuestras púberes pieles, que para quitar las manchas a los pantalones de nuestros padres.

Al fin, para que ese cuadro bucólico se fragmentara, nos trasladaron, no sé si gracias a los cambios sociales o a la caridad de nuestros primeros gobernantes democráticos, a un sitio que, sin poseer encanto alguno, tenía cuarto de baño.

Los primeros meses de vivir allí, en esas colmenas de hormigón, en ese enjambre de ventanas y de tabiques casi de papel, pensé que nos iban a salir escamas de las horas que nos pegábamos en la bañera.



Enseguida se produjo, un fenómeno curioso; parejas mal avenidas, llegaron a reconciliarse gracias a la intimidad de un dormitorio de matrimonio.
Nos habían engendrado en noches sin gemidos y por supuesto sin acrobacias sexuales.

Noches en las que sus débitos conyugales se resolvían en una habitación separada de la del resto de la camada, por una cortina. Ahora habían descubierto como digo, los placeres de la carne y la mayoría de las mujeres que habían huido, como Sara de la ciudad en llamas, de los sitios con encanto, quedaron preñadas.

Incluso muchas mujeres que lo eran apenas, por su posibilidad de menstruar y de traer hijos al mundo, quedaron también en estado, aquellos primeros meses de vecindad.

Ahora, pasados los años, los enganchados a la heroína, más fuertes y perseverantes, siguen deambulando como zombis por los portales de la zona. Muchos han muerto, tendrían ahora mi edad; treinta y siete o treinta y ocho años.

Otros tanto viven sumidos en un misticismo pernicioso propiciado por los credos evangélicos. Los ve uno cantar esos himnos y esas aleluyas y entiende uno que han recuperado algo de salud, pero que han perdido su juventud, su fuerza y su audacia.

La mayoría de las familias que vinieron a vivir aquí, a esta barriada marginal, sin encanto alguno, y perdonen la insistencia, siguen viviendo en el mismo sitio.

Una generación de chavales criados por sus abuelas, porque las hijas los tuvieron y no pudieron ni supieron hacerlo, vagan ahora por la ciudad con sus motocicletas terribles y con sus frustraciones históricas.

Pero paso por allí algunas veces, para ver a la familia, y siento que efectivamente, por fea y cutre que sea la zona, las personas que han hecho su vida allí la han ido poblando de eso: de humanidad.

Los vecinos menos golpeados por la desgracia, por el paro, incluso los que han medrado gracias a su trabajo y esfuerzo diario, han hecho suyo el barrio o mejor, la barriada que es como aquí se denominan estos núcleos de población. Algunos han podido irse, yo mismo, y muchos han vendido sus pisos a otras familias, a unos precios que darían para otra reflexión y con hipotecas que darían para varias vidas.

Así que no sé qué puedo decir yo de sitios con encanto ni de encantamientos. Mi experiencia me pervierte ¡ay! la opinión.

jueves, 8 de noviembre de 2007

BATALLITAS

A mí me metieron durante cuatro meses, cuando tenía sólo diecinueve años, en un psiquiátrico militar. Una especie de prisión leve para los que corrían, una vez llamados a filas, el riesgo de pegarse un tiro, cosa temible de cara a la opinión pública, con un gobierno socialista en el poder, comenzando su segunda legislatura, que no paraba de hacerle la pelota a lo más rancio del franquismo, sumidos en un síndrome de Estocolmo o en esa dialéctica de los poderosos que enseguida se avienen a razones entre ellos, ya sea para aprobar reformas laborales financieramente ultra conservadoras o para entender, como abducidos por el rayo divino, la conveniencia de meterse en la OTAN hasta las trancas.

Pues sí, fui un problema para mis – a sí mismos llamados- superiores, y no temía al calabozo ni a los más asquerosos trabajos, porque prefería eso, que andar como un cabrón asesino corriendo por los campos, con un fusil que no defendía ni a mi pueblo, ni a mi gente, ni a mis ideas, pegando imaginarios tiros y profiriendo gritos de odio contra enemigos fantasmas.

Un loco tonto les da igual a los poderosos, pero yo parecía un loco inteligente y ellos pensaban que lo único que podría hacer un loco inteligente allí era dar problemas.

No aceptaba las bromas de los compañeros que se habían viciado asquerosamente de la parafernalia y de la- llamémosle así- ética militar.
No cantaba aquellos ridículos himnos, y mira que me ha gustado siempre cantar a mí, ni participaba en el ardor guerrero de los días que iban pasando.
Me negué a arrestar a un árbol - y decían que el loco era yo-.

Al árbol querían arrestarlo porque allí se había suicidado un muchacho de un reemplazo anterior. Algún lumbrera chusquero concluyó, que uno no obedecía la orden, porque tenía en la cabeza la idea de colgarse, como Judas, de ese árbol sanguinario y lo comunicó a los mandos superiores.

Registraron mi taquilla, y en lugar de fotos con hembras rubias patiabiertas, encontraron libros de Rimbaud y de Federico García Lorca, que a los milicos les sonaba bastante este poeta.
Para colmo encontraron también algunos de los poemas más tristes que un hombre puede escribir en su vida, eran las poesías de un chaval de diecinueve años, yo mismo, asqueado de aquella farsa y completamente enamorado de su novia de entonces.
Un amor de esos de película americana. Eran, además, tiempos en los que bullía la objeción de conciencia, que luego derivó en la Insumisión.

La conclusión para los genios con galones que manejaban el cotarro era clara: Este gilipollas está como una puta cabra y al final se nos cuelga de un árbol o se corta las venas y monta el pollo en todo el cuartel. De manera que decidieron internarme como castigo, en el manicomio que habían dispuesto para los esquizofrénicos, los paranoicos, los depresivos y, curiosamente, los homosexuales, a los que directamente y sin paliativos, consideraban aquellos machotes “Locos de atar” como en Cuba.

Durante algún tiempo estuve engañándome a mí mismo pensando que todo aquello fue una casualidad, un cúmulo de las acostumbradas y endémicas ineficacias de la administración castrense, que cayeron sobre mí.
Ahora, pasados ya veinte años, (oh señor; ¡veinte años!) , de aquel desastre, concluyo que quienes tenían que haber acabado, todos y cada uno de ellos, ingresados en un psiquiátrico militar o civil, eran los componentes de aquella caterva vestida de guerreros funcionariales, que arropados en un patriotismo nihilista que, como negaba la mayor; es decir que el sistema democrático fuese su sistema, robaban, expoliaban y malversaban en las arcas de su otrora adorada patria.

De todos, era yo el único que tenía dos dedos de frente, el único sensato en el circo que se habían montado los milicos para tener poder, y los políticos para mesurar, domar y uniformar el pensamiento de los más jóvenes. Esta batallita, que no cuento en profundidad porque daría para un reportaje, viene al caso porque he observado, que al contrario de lo que les pasa cuando se encuentran con otros compañeros de la milicia, los que anduvieron aquellas fechas conmigo, tratan de evitarme porque saben que yo censuraba cada una de sus bestialidades y cada una de sus sumisiones.

Que no tengo amigos de la mili, vamos, porque a mí no me da vergüenza de lo que hice y a ellos, a lo mejor, sí.