domingo, 26 de agosto de 2007

TURISMO

No va a negar uno las ventajas que supuso para nuestro país tener playas, sol, el porompompero, kilométricas costas, el flamenco, a Federico García Lorca, a la Alambra de Granada y a la Giralda de Sevilla.

Todos estos ingredientes, como una paella valenciana socio cultural, propiciaron que, allá por la segunda mitad de los sesenta, mientras muchos de nuestros mayores cargaban con su menesteroso maletón parcheado camino de las tierras del norte, para construir las carreteras, para montar motores en lejanas fábricas de automóviles o para vendimiar los campos de la Europa guapa, llegaran a nuestras tierras procedentes de esa Europa próspera, miles de turistas que con sus costumbres, sus dineros y sus libertades más o menos naturales, fueron civilizándonos un poco a los nativos y fueron convenciéndonos de que, pese a la obscena propaganda del régimen, en las democracias occidentales había felicidad.
Felicidad, pastillas anticonceptivas y bikinis.

Si la imagen de nuestros padres o abuelos con los ojos desorbitados siguiendo el contoneo de las caderas de las suecas, que sintetizaría como nadie José Luís López Vázquez en esos ojos que ponía de reprimido sexual salido, sigue resultándonos bastante patética, también es verdad que los más avanzadillos de nuestros ancestros consiguieron sus primeros polvos no vergonzantes, en los que la mujer podía gemir y decir “mon cheri” sin que necesariamente esos devaneos eróticos fuesen producto de un trueque comercial, auspiciado por una “madame” de cualquier lupanar infecto.

Había una sociedad que se negaba por inercia a esos cambios, pero es cierto que otra parte de ésta, acaso también por inercia, esperaba ansiosa esa luz de los veranos para aprender, contagiarse de las costumbres prestigiadas por el cine e imitar conductas que fueran sacándonos de las brumas nacional católicas y de la peste a incienso y sacristía que, según cuentan los más viejos, había por estas tierras.

Supongo que aquellos turistas, además de por los precios y por los encantos que se han enumerado al principio de este artículo, debían llegar hasta aquí animados por cierta curiosidad aventurera que, probablemente, se remontara en el inconsciente colectivo europeo, a los viajeros románticos decimonónicos.

Según cuentan, los turistas de antaño venían solos, incluso ¡ellas! venían solas a intimarnos y conocernos.

El viaje en soledad o muy, pero que muy bien acompañado, guarda todavía un prurito de afán de conocimiento y de mínima aventura. El viaje en soledad nos convierte en hombres y mujeres libres, sin más ataduras que las económicas o las morales, y podremos darnos de bruces con lo insólito y con lo perdurable. Nada que ver con estos turistas contemporáneos, adocenados como infantes de excursión colegial, que pululan por las ciudades por esta tradición hortera que inauguraron los japoneses para exportarla luego a todo el mundo que puede permitirse el lujo de viajar.
Nosotros también somos turistas ya.

También zascandileamos en grupos por los países y echamos fotos como nadie. Y nos sentamos en las puertas de los monumentos venerables para posar con nuestras gafas de sol y nuestros pantalones cortos y nuestro bolso en bandolera.

Y vamos también corriendo como imbéciles, bajo las ordenes de una tour operadora maniaca que está convencida que se puede ver el Louvre en veinte minutos, sentarse luego en la taberna donde Tolouse Lautrec esbozaba a sus bailarinas desvergonzadas y bebernos allí una triste coca cola , asomarnos media hora más tarde a la torre Eiffel, para concluir la jornada exhaustos, bailando una canción de la Piafh en el salón de convenciones de un hotel de cuatro estrellas con descuentos especiales para grupos.

Hay quien rueda una película de todo esto, una película comiendo, paseando, besándose maritalmente con la parienta frente a un puente o a una fuente. Supongo que el código penal tipificará alguna vez como delito contra la humanidad la pretensión de estos indeseables de enseñarles a las demás personas semejante espanto.

De esos viajes cobardes donde se diría que hasta los pobres están pactados o incluidos en el lote, uno no se trae recuerdos. Se trae ese sucedáneo de la memoria que llamamos souvenirs.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

tú has ido a algún sitio ni ná

Anónimo dijo...

Ja, ja, ja, muy bueno: es verdad no se traen recuerdos, se tran suvernis. Un beso.

MARICIELO.

Manuel de la Rosa -tuccitano- dijo...

es cierto lo de los souvenirs...yo los compro para regalar a los demás...simplemente para fastidiar..

Un saludo

Anónimo dijo...

me sorprende mucho que ustedes los letristas y literatos de pacotilla no hayan dedicado un verso a antonio puerta.ese chaval que dedico su vida a hacernos felices.gentuza

Anónimo dijo...

Aurelio: Ere un montruo, tío.

Anónimo dijo...

Perdona gallardoski,

Aurelio eres un grande mamamhostias