sábado, 16 de junio de 2007

CHIVATOS

Conocer a una persona, hablar de ella con un amigo y trasladarle la magnífica impresión que nos ha causado y ver cómo el interlocutor va poniendo cara de asco; “ Si le conocieras...” Glosar la calidad intelectual de un colega que escribe, pongamos, en “Burundi Información”, que no es famoso ni nada, pero le ve uno con mucho talento y cultura. Del tirón, un crítico que siempre posee misteriosas informaciones, se explaya; ¿Ese? Anda ya si la mitad de lo que pone lo copia de una enciclopedia y esos gustos tan exquisitos de los que se pavonea son todos impostados, lo que de verdad le chifla es la música de los Camela, y no Schubert como escribe siempre. Asistir a una conferencia sobre derechos humanos en una coqueta y reducidísima dependencia municipal que parecería que le interesan menos los derechos humanos a la ciudadanía que, digamos, la presentación del cartel de la feria de la tapa. Asistir, decíamos, a la conferencia y quedarse uno maravillado con el compromiso de que hace gala la conferenciante. Enamorarse uno un poco de ella viendo cómo desglosa las mil ofensas con que se condena a los más pobres de la tierra. Comentarlo con una amiga a la hora de la copita y de los canapés y comprobar cómo la conferenciante tampoco vale un pimiento, cómo también está, la tía sinvergüenza, explotando vilmente a una sudamericana que le cuida a los niños y le limpia el dúplex, mientras va ella por ahí, tan contenta, soltando su discurso comprometido. Ir a comprar un deuvedé al kiosco en el que siempre compramos la prensa y ver un álbum de fotografías eróticas muy excitantes, darle ganas a uno de comprarlo y cortarnos de inmediato cuando vemos la cara de la vendedora, que nos acusa con sus ojos fijos, de todos las guarrerías pornográficas cometidas desde los tiempos del Divino Marqués, y nos amenaza – sin decirlo- con no volver a leer, ella que siempre lo hace con mucho gusto, ni una de nuestras cojitrancas columnas vagamente literarias.Se observa una maledicencia en la gente que lo descoloca a uno. Tantos años de repugnantes crónicas nocturnas televisadas en las que se festejaba el error, el renuncio o el delito de los paisanos en una orgía de insultos, cotilleos y vilipendios no han sido en balde. Todos hemos ido convirtiéndonos en vigilantes del vecino, antesala de otro fascismo o, si quieren, de otros estalinismos. Por ejemplo: nos reímos tanto con las desgracias del hombre libre, ése que permite que lo sean sus hijos, que lo sea su mujer. Lo llamamos con tanto gusto calzonazos y gilipollas, le hacemos gestos como de cuernos con los dedos, cuando baja al bar a tomar su cafelito, se sienta de espaldas a la inmensa pantalla televisiva y futbolera y no nos ve. Nos sentimos tan insultados si el hombre libre es además un hombre tranquilo, sensato, educado y silencioso. Buscamos en aquellos que a sí mismo se llaman progresistas, pequeñas cuitas que desmantelen su chiringuito solidario. Medimos la longitud de sus viviendas, la cicuta de sus nóminas, los caballos de su automóvil. Nos maravilla, sin embargo, que el facha de siempre tenga un pequeño gesto humanitario. Que se sienta dolido por alguna de las imágenes de sobremesa con que la información de la aldea global constata quiénes son los chulos del barrio universal y quiénes los pringados dramáticos. Si el facha tiene un amigo negro, damos palmadas en la espalda del facha y decimos qué bien, veis cómo tiene un gran corazón...pero que no se le ocurra al rojillo de taberna decirle a un paisha que le rebaje unos euros las gafas de plástico que pretende venderle, porque con ese regateo habrá tirado por la borda años de militancia, propaganda y discursos. Hemos relajado nuestros rigores intelectuales y morales, acudiendo a lo más fácil: destruir reputaciones y ejemplos. Para así no vernos jamás obligados ni a defender una reputación, la nuestra, ni a ser dignos de ejemplo en ninguna de nuestras actividades cotidianas. Pasamos de ciudadanos a súbditos hace poco tiempo y para eso hemos accedido a convertirnos en asquerosos chivatos de la intimidad de los demás.
JUAN ANTONIO GALLARDO .-. OCTUBRE DE 2005

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