sábado, 30 de marzo de 2013

TERRIBLES OCHENTA





Lo moderno se queda anticuado enseguida, ya sé que esto es una obviedad y que es  la esencia de la moda, pero los muy modernos cuando inmersos en esa suerte de arrogancia despectiva -yo voy a la última y tú no, tú eres un paleto- no suelen caer en que esos trapos y peinados que hoy están exhibiendo como un trofeo del gusto, dentro de nada, serán muy ridículos.

Los años ochenta, por lo que fuere, estuvieron plagados de gente modernísima. Ahora,  cuando vemos imágenes de ese tiempo,  nos da la risa floja  y cuando testimonian las fotografías que hubo una época en que  las personas vestían así, como si hubiesen salido de una enfermedad,  no sé; la polio por ejemplo, asumimos lo fugaz que es todo y como las tiranías de la moda abismaron a personas que pensábamos normales a esa barbarie de hombreras en las chaquetas, guardapolvos para irse a lo del baile, cardados de fantasía con mechas inverosímiles y todo un repertorio de cosas dañinas para la salud mental.

Vemos una fotografía de un señor paseando por las calles en 1915, y nos parece ese señor más de nuestra época, más contemporáneo,  que esas de los años ochenta como salidas de una pesadilla de Almodóvar (dios, da escalofríos pensarlo) , con tantos colores que a fuerza de querer desprenderse de la tristeza y la depresión de los años oscuros, producen un cansancio visual (e intelectual) comparable a una tarde en la feria de Arco.

Porque esa es otra; la moda artística. Yo creo que como andaban estos muchachos y muchachas todo el día de fiesta en fiesta, bebiéndose sus buenos cuba libres y metiéndose tiritos en los retretes, no tenían mucho tiempo para cuidar su obra. Pero era un bucle, porque muchos de ellos, pintores, diseñadores, poetas rarísimos, si no llevaban su pachanga a las galerías de arte o a los colegios mayores, no eran invitados a las fiestas para ajumarse y ponerse ciegos perdidos de cocaína, de manera que algo tenían que hacer y entre vomitera y sudores, sacaban los pinceles y plasmaban allí, como colofón a todas esas nocturnidades, su churrete de colores, o sus poesías, o sus canciones, como diciendo ¡toma ya, ahí queda eso!.

Algunos diseñaban sillas en las que sólo podía sentarse un contorsionista ( y de los buenos) otros dibujaban rayas para arriba y para abajo (en qué andarían pensando) los teatreros sacaban en todas las obras a una muchacha desnuda y a veces a un muchacho,  con la picha engurrumida por el frío, cuando ibas a verlos, pagabas tu entrada y como premio, la chica desnuda (con abundante vello púbico porque lo de las ingles, como todo, también tiene sus modas) te tiraba en la cabeza el contenido líquido de un orinal, o el muchacho, con la picha ya un poco más repuesta, te perseguía por los palcos del teatro, como diciendo te voy a poner bien, estimado público.

En las poesías salía siempre una cabina de teléfonos (ya casi no hay) y eran muy del gusto de aquellos poetas hablar del ojo del culo de la gente, las irreverencias con las monjas y cosas de navajas brillando como la luna. Como el romancero gitano, pero con más smog.

Los cineastas glosaban la escena en la que una adolescente, una niña casi, echaba una meada sobre una maruja medio demente. Y los cantantes, que bailaban como si les hubiera dado una trombosis y anduvieran en rehabilitación, cantaban que eran metálicos en el jardín botánico, y ese verso, tan tonto, se convertía en himno y divisa generacional.

Pues toda esta verbena, aunque los jóvenes de hoy en día no den crédito, marcaba tendencias e influía en la vida cotidiana. Eran un grupo, una élite, pero consiguieron tanta presencia social y mediática, que han pervertido la historia y se diría que todo el que tuvo en esos años menos de treinta , estaba con ellos, viviendo esa vida tan loca, tan bohemia y tan cachonda.

Pero no, la mayoría de las personas vivían una vida perra, trabajando cuando trabajaban en trabajos mal pagados y de mierda. Los jóvenes del extrarradio, sin dinero para lentejuelas y otras bisuterías, se dejaban crecer unas melenas leoninas y se compraban en el Disco Play una camiseta con un bicho horroroso estampado en ella. Los modernos cuando los veían, decían ¡uy!...y decían ¡ay!, porque eran rockeros y eso del rocanrol estaba muy antiguo, existiendo Mecano, y había quedado para los yonkis de Carabanchel alto y para cuatro o cinco rojazos de pueblo, medio hippies y anti otan, incapaces de asir la intrínseca belleza de una canción que decía,  sombra aquí y sombra allá, maquíllate, maquíllate…¡Con dos cojones!

Viendo la banda de pijos, de nobles apellidos muchos de ellos, que conformaron aquella fantasmagoría ochentera, entiende uno el acierto con que dieron nombre a ese momento: La movida. Sus padres o sus abuelos, cuarenta años antes llamaron a su orgía de sangre “El movimiento”. 

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