domingo, 23 de octubre de 2011

EL OFICIO DE POETA


El muchacho, para decirlo sin herir a nadie, tenía una minusvalía psíquica. No tenía rasgos característicos ni nada, pero en cuanto habló supe de inmediato que no andaba muy católico, para decirlo ahora en plan castizo. El muchacho no estaba solo, eran media docena, tres mujeres y tres hombres cada uno de ellos con alguna deficiencia mental, alguno con unos ojos oblicuos que delataban sus problemas sólo con echarles un vistazo, pero como he dicho, el que se me acercó no tenía ningún rasgo físico que lo pudiera definir. Era alto, bien parecido y, a pesar de cierta descoordinación en sus movimientos, no era exageradamente desgarbado, desde luego no lo era más que uno mismo, que según nos han ido contando, cuando caminamos movemos la cabeza de un hemisferio a otro y las manos nos cuelgan lacias y torpes como a los arlequines.

Habían ocupado un par de mesas en la terraza de la cafetería e iban todos ellos tutelados por una chica joven bellísima. Se produjo cierto ajetreo nada más tomar asiento la pandilla, porque todo el grupo quería sentarse muy cerca de la tutora, como los pollitos que siguen a la gallina madre hipnotizados por su seguridad y prestancia al caminar.
Las tres mujeres, en una edad imposible de determinar, eran mucho más alegres y espontáneas. Jugaban a ser señoras mayores- y a lo mejor lo eran pero ya se ha dicho; no se sabe qué años pudieran tener, quizá porque la edad se manifieste más en la dureza de la mirada o el desencanto que ésta pueda inspirar, que en la cantidad de arrugas que nos apuñalen el rostro. Estas tres mujeres no tenían dureza en sus miradas y si había desencanto, era un desencanto de niñas, un mohín que sabemos que siempre es fugaz y por eso lo nombramos mohín, porque es fugaz y enseguida pasa. Nada que ver con el rictus, que es un gesto, una mueca que el tiempo ha ido esculpiendo en el rostro y que no hay ya maquillaje, ni siquiera bienaventuranza vital que lo destruya.

Las tres mujeres, decíamos, no paraban de darse consejos entre ellas. Una le decía a las otras dos, que no hablaran tan alto que molestaban a los otros clientes, pero decía esto casi a gritos, como en una revisión de la parábola griega del mentiroso. Y las otras dos no se enfadaban ni nada, pero les soltaban a la supuesta silenciosa, algún dialéctico dardo envenenado; pues tú no beses tanto a la gente, que te encanta, y la otra decía: Es que te encanta mucho. La besucona tampoco se enfadaba por este reproche, que no sé si verdaderamente era un reproche o una especie de código de conducta y ayuda mutua con el que se pertrechaban y advertían entre ellas de las más que posibles crueldades del mundo exterior. Sólo pusieron fin a la controversia a la hora de piropear a la camarera cuando les acercaba la bandeja con los zumos y los cafés descafeinados. Las dos chillonas la aclamaron con varios guapa, guapa, y guapa, como a la virgen del rocío, y la besucona, haciendo caso omiso a los consejos de las otras, le estampó dos sonoros besos en sendas mejillas a la sorprendida camarera, que tuvo que pensar que todas las tribulaciones de la hostelería, con esos clientes pejigueras, con esas señoronas que nunca encuentran apropiada la temperatura de sus cafés y con esos niñatos musculados que chasquean los dedos para avisarla como si fuera ella un animal doméstico, que todas esas tribulaciones merecían la pena si una mañana cualquiera, se la festejaba así y se la trataba con ese efímero cariño con que lo hacían aquellas tres mujeres.

De los tres hombres, dos tenían el semblante muy serio, como si estuvieran ya cansados de aquella vida que les había tocado vivir. Uno fumaba compulsivamente y no paraba de mirar hacia la nada, absorto y como si estuviera emporrado y el otro mojaba en el zumo de naranja un trozo de pan con mantequilla y mermelada. Cuando sacaba el chusco, succionaba ruidosamente y lanzaba fugaces miradas a la monitora, esperando ser abroncado por ella. Estos dos eran algo más viejos y sí se les notaba la edad. Su retraso mental o lo que fuera que padecían, los había agriado o quizá fuesen las pastillas que tenían que tomarse para no subirse por las farolas nada más salir del centro, o quizá ese amargor que tenían era fruto de años de exclusión, de burlas y de soledad, no se sabe, porque las mujeres del grupo no padecían a primera vista de esa angustia existencial y el muchacho, el tercer hombre, el que se me acercó estaba, como las mujeres, lleno de viveza y de alegría.

Los caminos de la tristeza son insondables; todos conocemos a personas afortunadas, con trabajo, pareja, techo, familia, que deambulan por la vida deprimidos y deprimentes, y sin embargo, todos hemos visto a los negros de los semáforos, vendiendo sus pañuelos de papel con una sonrisa generosa y llena de vida, como si los pusieran ahí los organismos oficiales del extinto estado del bienestar para que nos inyectaran a los transeúntes un poco de su alegría, como si estuvieran ahí para vestir de fiesta las esquinas de las ciudades.

El que se me acercó me preguntó mi nombre y se lo dije, me dio la mano y correspondí educadamente a su ofrecimiento. Volvió con el grupo, pero a los pocos minutos se acercó de nuevo, yo estaba leyendo un libro, fumando un cigarro y tomando un café, cada cosa a su tiempo, claro. El muchacho fue a buscarme un cenicero y me dijo; para que eches la ceniza, Juan. Le di las gracias un poco abrumado por esas atenciones y por la explicación inocente de la utilidad del cenicero. No tenía doblez ese “para que eches la ceniza” que pudiera querer decir; para que no la tires al suelo, so guarro. No, era simplemente una forma de pegar la hebra, de entablar conversación. Me preguntó; ¿Quieres que te traiga el Marca, Juan? Le dije que no, que ya estaba leyendo un libro. ¿Cómo se llama el libro, Juan? Se lo dije (y tenía cojones el título; silogismo de la amargura de Cioran) . ¿A qué te dedicas, Juan? . Cuando me preguntaba eso, la tutora del grupo ya empezaba a mirar la chico con cara de echarle la bronca. Quizá porque sentí que estaba mirando y por decorarme un poco delante de una muchacha tan guapa, le dije que era escritor. ¿Y cuántos libros has escrito, Juan?. Si esa pregunta me la hubiese hecho un capullo, que alguna vez así ha sido, le habría contestado que unos doscientos, todos ellos rozando la genialidad. Pero me la hizo aquel muchacho tan simpático y le contesté la triste verdad. ¿Y para qué escribes poesías, Juan? . Empecé a mirar alrededor no fuera que algún cabronazo estuviera por allí con una cámara oculta para partirse de risa con la escena. No sé, le contesté, la verdad es que no lo sé. ¿No tienes novia, Juan? ¿No estás casado? Preguntaba esto como si la única razón decente para escribir poesías fuese ligarse a una mujer y quién sabe si llevaba más razón que un santo. La tutora intervino ya de manera decisiva y le dijo, quiere uno pensar que con cierta coquetería, que esas cosas no se preguntaban.

Unos minutos después se marchaban todos, dejándome otra vez solo en aquella cafetería, con el tabaco, con el café frío, con Cioran y su pesimismo que el llama -al pesimismo- la elegancia de la ansiedad y con una duda terrible en la cabeza; a mi edad, con mis problemas, con mi ruina, con mi yo y con mis putas circunstancias, para qué coño escribes poesía, Juan.


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