miércoles, 12 de octubre de 2011

ME CAGO EN EL AMOR


La primera edad del asombro se nos olvida enseguida porque no tenemos todavía bien engrasados los engranajes de la memoria. Además, los asombros lo son tanto, son tan grandes, que apenas nos queda espacio o tiempo para reflexionar sobre ellos, los asumimos como lo hacen los cachorros de casi todas las especies y vamos desarrollándonos a la vez; con ellos, asombrados.

Estoy hablando de las primeras palabras que decimos al mundo; papá, mamá, caca..También estoy hablando de nuestros primeros pasos, tambaleantes como un borrachito y temerosos de, a tan tierna edad, rompernos la crisma y perder ya para siempre el uso de la razón que llegará en pocos años hasta nosotros haciéndonos, por fin, más listos que el chimpancé o que un gorrión. Hay que decir que algunos y algunas debieron sufrir ese lamentable percance – la caída fatal de la infancia- y se han quedado así, angelitos, no más listos que el gorrión y tan graciosos como el chimpancé.

Después vienen los asombros adolescentes, que esos sí los vamos guardando en el arca de nuestros recuerdos. El amor, ay, un poético cosquilleo que llega sin que uno sepa de dónde viene, que se conforma con las miradas, con los encuentros casuales, con los seguimientos discretos y con las visitas “casuales” también, a los lugares donde se pueda coincidir con la amada. Sólo para mirar y ser mirados, porque tardaremos meses en entablar conversación. Pero nos vale esa correspondencia, ese fugacidad , esa complicidad de niños chicos. 


El amor, ay, con todo su equipaje de cursilería y enajenación , que levanta un templo venerable y confuso de sentimientos que jamás habíamos conocido.

No sé si los muchachos y las muchachas de ahora, me refiero a los que tienen doce o trece años, siguen jugando a este teatro de las insinuaciones o, sin tanta lírica, directamente pasan a preguntarse quién de los dos lleva los condones en el bolso o en la cartera. Hace tantísimo que no está uno en el mercado del flirteo que se parecen más mis recuerdos del cortejo a los de Gustavo Adolfo Becker que a los de mis contemporáneos púberes.

La verdad es que con mis doce o trece años todo era muy lento y muy misterioso. Después de semanas, el roce de una mano, el beso en una mejilla, la risa y el contento de juntarse con la amada a la que todavía no habíamos confesado nuestra devoción por temor al rechazo, los paseos larguísimos en los que el mundo se detenía para escuchar el latido de nuestros corazones, sabiendo el mundo que esa fuerza maravillosa seguirá moviéndolo por los siglos de los siglos. 
También lo moverá al mundo el odio, eso lo sabe uno, pero hacia otra dirección y no queremos ir a esa parte, no nos interesa nada esa población de gorriones piando ni de chimpancés haciendo monerías. No todos los asombros son hermosos, la mayoría son un asco y la vida se va encargando de que nos quede clarito a todos, hermanos chimpancés y  hermanos gorriones incluidos.

Pero hablábamos del amor y llega el día que por fin ella te dice; vamos a dar un paseo que quiero hablar contigo. Y tu corazón late esta vez como el doble bombo de un batería de Trash Metal, y tiemblas como un gorrión y como un chimpancé haces esas monerías que sólo hace un chiquillo para que lo mire la chiquilla. Y ya estás dibujando en tu cabeza el momento culminante del beso en la boca, seguramente sin mucha lengua, un beso casto y precioso que guardaremos en nuestros labios durante toda la noche, cuando en la cama no seamos capaces de conciliar el sueño porque ella y su beso lo son todo en esos momentos y nada hay más importante que retenerlo y nada más deseado que repetirlo.

Pero pudo suceder que en ese paseo y en la confidencia prometida de la amada no nos esperaba un beso. Nos esperaba un carraspeo de la voz, una mirada dulce y sincera y una confesión que nos dolería más que si allí mismo, injustamente, nos hubiera un juez sentenciado a muerte.

Porque ahora resulta que, a pesar de toda esa complicidad y de todos los indicios, ella sólo te quiere como amigo, pero que como amigo te quiere una barbaridad y estaría encantada de que esa amistad que ella siente pudiera sobreponerse a tu desencanto amoroso.

Y a ti se te cae el alma y tu alma por el suelo como una sombra te sigue en esa noche que te habías prometido de dulces besos y aún más dulces caricias, y tu alma parece un rastro de orín apestoso, o una bilis, o una mancha como aquella que dejó un niño en Hiroshima, cuando lo de la bomba. Y te vas hasta un acantilado como los poetas románticos a culpar a Jesucristo de tu perra suerte.

Y desprecias al corazón por venderse a los indicios y como Tonino Carantone, te cagas en el amor y te preguntas si verdaderamente tú no fuiste uno de los que se partió la crisma tras sus primeros pasos, y culpas a tus padres por haberte ocultado que te partiste la crisma de chico y que eres bastante gilipollas desde entonces. Y para exorcisar los demonios del amor, esa noche te haces una paja como si fueras un chimpancé, pensando en ella, caída ella ya de las altas torres adonde la subiste sin que ella supiera nada ni nada tuviera que ver en tu novela trágica. Y como un gorrión cantas tristes canciones al amanecer.

Hasta que, unos días después, paseando tu tristeza chorreante por la plaza del pueblo, tropiezas con una muchacha, otra, que esgrime frente a ti una bellísima sonrisa, que te dice divertida que mires por dónde vas y con la que te disculpas titubeante mientras la ves alejarse ataviada con un traje de chaqueta celeste y celeste te parece todo en un momento como el cielo , y la chiquilla del traje de chaqueta celeste acaba de convertirse a tus ojos en un ángel del cielo y otra vez suenan lejanas y cursis melodías. Porque la chiquilla con la que has tropezado es la persona más guapa del mundo y su sonrisa podría redimir toda la pena con que la humanidad soporta la existencia y porque su dulzura podría hacer que se tambaleasen imperios y se abismaran fortunas. ..Y volvía el amor.







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