domingo, 10 de abril de 2011

DOMINGOS


Había domingos en los que mis amigos podían quedarse en la cama hasta las tantas, tranquilamente, administrando legañas y etílicos vapores porque la noche del sábado había sido una competición de chupitos; sobre la barra una suerte de guirnalda de colores como las que se ponían en las verbenas antiguas con las bombillas pintadas de verde, rojo, azul...todos los chupitos andaban allí mezclados asquerosamente; tequila, ron, bourbon, ginebra. Aquellos excesos los hacíamos los mismos que hoy decimos “uy, uy” cuando vemos a la caterva juvenil amorrándose al gollete.

Yo llegaba a la casa dando tumbos, esquivando policías con los ojos abiertos como búhos, que se pensaba uno que lo iban a detener por cualquier cosa y a saber hasta dónde podrían llegar los equívocos, si no acabaríamos acusados de alguna fechoría , si no nos putearían en los calabozos para que diéramos nombres de cualquiera sabe quién, si no terminaríamos, en fin, desaparecidos o muertos, como en el caso Almería.

Y esquivando también a los drogadictos con los ojos inyectados en sangre que vagaban por la noche como desdentados vampiros decadentes a la búsqueda de su dosis, zombis que te salían de los portales oscuros como apariciones y llevaban todos, sin excepción, jeringas infectadas y sanguinolentas con las que te iban a pinchar a menos que les dieras los veinte duros que demandaban entre temblores de tristísima abstinencia.

Uno tenía el santo de cara y nunca le pasaron esas desgracias noctámbulas por más que viviésemos en la parte chunga del pueblo. Yo creo que la policía ya me conocía y los yonkis no digamos. Con algún madero habíamos jugado al fútbol años antes y la mayoría de los yonkis habían compartido aula conmigo en la antigua E.G.B. antes de abismarse por los paraísos artificiales.

Así que llegábamos medio sanos al hogar, borrachos pero cuidadosos de no provocar grandes disturbios en la madrugada. Vomitaba casi en silencio, con una profesionalidad en la náusea, que de haber estado por allí alguien, mirándome echar la clamorosa pota, no habría podido sustraerse de aplaudirme e incluso de vitorearme con algún ¡Ole! , como a los toreros .
La taza del váter se convertía en una macedonia repugnante con los restos casi vivos de la cena, los postres y los frutos secos que habíamos engullido entre copa y copa, como los loros.

En cuanto me metía en la cama y aquella especie de brutal marejada de los sentidos iba menguando, dormía como un bendito y tenía sueños rarísimos, pero a eso de las ocho o las nueve de la mañana, por mucho que la fiesta se hubiese prolongado en la víspera, estaba ya uno en pie, dándose una ducha y dispuesto a salir a las calles, creyendo que andábamos fuertes de estómago y de cabeza, hasta que las neuralgias del amanecer nos iban achatando el ánimo y veíamos casi como una película de Visconti, los fotogramas, uno a uno, de la jornada del domingo.

Todavía por el mediodía, una esperanza irracional y hermosa se notaba en las personas, como si la amenaza del lunes, su tristeza mañanera y las tribulaciones que nos aguardan cada comienzo de semana pudieran ser sorteadas.

Pero las horas iban pasando, los amigos no se asomaban a la calle y empezaba el domingo a tejer su maraña de melancolía. A las cinco de la tarde, si tenía uno alguna novia iba a recogerla para tomar un café y los pubs estaban llenos de parejas comiendo tarta de piñones y zozobrando en las butacas. Luego ponían un partido de fútbol y las muchachas hablaban entre ellas de ajuares y de entradas para comprar pisos. Los muchachos se embrutecían un poco y gritaban infamias a los árbitros, a los entrenadores incompetentes y a los delanteros con el día tonto.

A estas alturas del domingo la resaca había desparecido por completo y una dolorosa lucidez nos devolvía a la pendencia de la vida, los terrores cotidianos, el desempleo, el trabajo espantoso, la rutina asfixiante como una enfermedad mortal, las amenazas de ruina o la ruina misma, los problemas que vendrían a visitarnos en cuanto nos metiéramos en la cama, como una cohorte de angelitos endemoniados exiliándonos del sueño, todas y cada una de las tristezas con las que el domingo agonizante nos mostraba que el paréntesis del fin de semana había concluido, que su ambrosía de celebraciones y olvidos no había conseguido cambiar nada y que ya estaba sobre la silla del dormitorio, como una bestia deforme y fea, preparada la ropa de faena para el día siguiente; el mono, la bata, la corbata o la camisa de sellar en el INEM el carné de paro.

Miraba uno con mucha pena el disfraz que colgaba del respaldo de la silla y se acordaba de que el cuponcito tampoco nos había tocado. Ni nos tocaría nunca.


No hay comentarios: