sábado, 23 de abril de 2011

ECOLOGISMO RARO


Debo confesar, vaya timo de poeta, que jamás ha conseguido conmoverme una flor, todo lo más estornudar que también es una forma de conmoverse que diría un castizo.

Cuando una combinación de colores provocada por la flora me ha alimentado la retina, jamás he pensado en ellas, en las flores, sino en algún cuadro de Claude Monet o de Renoir. Así lo veo , como un impresionista francés que observa la solemnidad del mundo, de la naturaleza, desde la miopía , una mirada borrosa producto de la deformación intelectual que me atribula por lo que tiene de irritante y de snob.

Así, mis mejores raptos cromáticos e incluso aromáticos me los ha proporcionado la poesía de Juan Ramón Jiménez. Mis paisajes campestres están imbuidos de la cadencia de Fernando Pessoa, el único guardador de rebaños que me pone los vellos de punta (que por cierto nunca iba al campo).

Pero continuemos con mi incapacidad crónica para disfrutar de la ecología a nivel usuario, como se dice ahora: cuando he cometido la osadía de subir una montaña, practicando esa tontería postmoderna llamada senderismo que es una romería casi siempre sin vírgenes, me he sentido el más capullo de los mortales porque las piedras me parecían idénticas por muy altas que se encontrasen, la vegetación parecida y la afluencia de bichos alados y minúsculos tan exasperante en la base como en la cima.

Reconozco un prúrito de orgullo aventurero cuando desde lo alto de un peñasco me abismaba para tener así una perspectiva de la aldea, pero enseguida me aburría y seguramente el buen dios deberá sentir algo parecido cuando mira desde ese cielo en el que viven él y sus acólitos. Verá nuestra humanidad flagrante disfrutando y padeciendo en el valle de lágrimas y pasado un rato se aburrirá, soberanamente, como yo que enseguida me endioso (que es lo que dice uno que me escribe anónimos al correo electrónico cual mosca cojonera ) .

Almorzar un bocadillo de fiambre sentado sobre un matojo, mientras las hormigas fascistas acuden en tropel a cargar con las migas hasta su hormiguero y de vez en cuando nos llega una hedentina a boñiga de ganado bravo que nos revuelve el estómago ciudadano, está bien para echarse uno unas fotos con los colegas, pero donde se ponga una venta de carretera con sus albóndigas con tomate o su berza grasienta como un homenaje culinario a Cela, que se quite ese romanticismo dominguero de maestrillos y oficinistas en chándal.

Los estanques siempre están helados y si cometes la imprudencia de bañarte en ellos probablemente salgas de las aguas arrugado, constipado y en el peor de los casos con unos hongos como marcianos de serie “B” en las plantas de los pies.
Los escorpiones acechan impíos nuestra siesta para hincarnos su envenenado aguijón y los lagartos están – como todo el mundo sabe- deseando que nos de ganas de orinar o defecar para cogernos con su mordisco inexorable los genitales. Si además eres mujer y tienes la regla, no te libran del acoso de los reptiles ni los tampones Tampax. Eso lo sabe todo el mundo.

Bajo los pinares los mosquitos ejecutan una danza siniestra alrededor de nuestras venas, sedientos de la sangre urbanita y no hay una cabra en todo el monte que no desee desde siempre atacarnos, no tanto para hacernos daño , como para dejarnos en ridículo delante de novias, dulces vástagos, amigos o parientes.

Me gustan muchísimo los pajaritos cantando al amanecer pero cuando esas criaturas van en bandada por los cielos tienen un no sé qué perverso como si fueran esos heraldos negros que anuncian la muerte de alguien.

Será que sabe uno que en el gazpacho cruel de la selección natural acabaríamos más jodidos que un ñu en el Serengeti, que sabe uno que el maromo de al lado con sus músculos y sus habilidades y sus gracias, sería en el reino salvaje el que se llevaría a la rubia guapa tras el montículo y se quedaría uno allí, escribiéndole endechas y canciones como un carroñero esperando las sobras de la vida.

Las selvas, los bosques, los mares, los ríos que son como nuestras vidas que van a dar a la mar que es el morir, tienen todo mis respetos y no voy haciendo el cafre por sus reinos ni tiro papeles, ni me meo ni me cago, ni he matado en mi vida a ningún bicho que no fuera un insecto. Por eso no es óbice esta retahíla de pesadumbres naturales para que uno pueda ser ecologista o hasta ecologista en acción, si se me apura lo que pasa que prefiero vivir mi solidaridad con este venerable movimiento socio político y cultural, desde la impune comodidad de un butacón. Con mi Bach que suena como un crepúsculo un día triste de tormenta, o mi Billie Holiday que canta como un pájaro herido bajo la luz de un farol de madrugada.

Porque , además, sigo pensando que la naturaleza es fascista , no conoce el crimen pero tampoco la piedad y el que diga que los bichos sólo matan por necesidad alimentaria no ha visto nunca a un gato harto de leche y galletas cazar, herir de muerte y luego pasárselo bomba puteando a un ratoncito, ¡snif!, agonizante.


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