sábado, 30 de abril de 2011

DEL VIAJANTE



Hemos visto a hombres rotos
sudando, zozobrando en los aparcamientos
de los polígonos industriales.
Esperando a que abriesen
las tiendas de regalos
para ofrecer sus catálogos,
sus mercancías peregrinas
a tenderos amargos
que miran los tapices,
los muebles, las bombillas,
como si estuvieran ya
muy cansados de la vida.
Incapaces de ver belleza
en ningún elemento
del atrezo doméstico
con el que recién casados
o abúlicas parejas hastiadas de mirarse
vienen a comprar trastos
con los que vestir de nueva
la soledad antigua
de sus viejos hogares.

Cuando llega la hora,
los hombres que hace un rato
yacían derrotados,
entre talonarios de pedidos
y estampados muestrarios,
se transforman como si fueran
a contraer matrimonio.
Se acicalan y arreglan
-como pueden-
el desastre de su vestimenta.

Se echan agua de colonia
-es un exorcismo sin éxito-
para quitarse ese olor que traemos
algunos desde la cuna.
Y se dibujan misteriosamente
como el payaso de circo,
esa sonrisa triste con la que cruzarán
el portal de la tienda y dirán
como si hoy fuera el gran día:

¡Buenas tardes caballeros!.



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