lunes, 2 de mayo de 2011

OTRO PASEO (Día de las madres)

Las olas llegan exhaustas a la orilla y toda la desembocadura se transforma en una especie de mítico animal que viene a morir a nuestros pies con la espuma saliendo por la boca abisal.
No me canso de caminar por esta arena, cada tarde o cada amanecer estos enmascarados actores de la naturaleza nos deleitan con alguno de sus espectáculos, uno va andando sin fijarse o como si no le importara el asunto demasiado, como si pudiéramos pasear ajenos al esplendor del sol, a su derramada incandescencia sobre el horizonte y el horizonte es un misterio siempre, un más allá que lo mismo que un día nos inquieta, otro nos sosiega.

Muchas veces nuestro corazón y nuestros asuntos van cada uno por un lado y aunque sintamos muy fuerte algo por dentro, andamos perdidos en la superficie de las cosas, en lo anecdótico “esta me puteará, el otro me ningunea, aquellos están muy felices desde que me echaron de su lado con desplantes y otras porquerías” 
Y al final sentimos que la anécdota será elevada a categoría porque es posible que a este lo necesitemos para comer, al otro para que nos resuelva un problema y a aquellos para no volver a sentirnos tan solos y perdidos en la vida.

A veces me viene un pensamiento malo a la cabeza, una de la tantas melancolías con las que vamos lidiando por estos senderos , por estos años terribles. Enseguida grazna una gaviota, salta como un trapecista del aire un pez travieso o una nube dibuja en el cielo alguna rúbrica poética. Sonrío entonces y aplaudo con la mirada sabiendo que el paisaje necesita, como todos los artistas, su atenciones y algo de veneración.

Pero me viene entre esos pensamientos malos, uno del que no puedo abstraerme, precisamente porque es una abstracción tristísima, y me figuro que en alguna de esas barcas panza arriba se sienta alguien a quien uno quiere mucho, no sé, la madre de uno por ejemplo.

Creemos que sólo nosotros tenemos derecho a la poesía de la pena, que nosotros podemos impunemente sentarnos solitarios y con los hombros caídos en cualquier parte, por ejemplo en una barquita panza arriba de la playa, que podemos perdernos mirando y mirando, que podemos evocar el murmullo aquel de la caracola, su misterio de alta mar.

No caemos nunca en que, que viviendo en el mismo pueblo, podría pasar por aquí algún pariente, una tía, de esas que siempre hay en las familias y que todo lo descubren antes que nadie y todo lo delatan; los novillos y el deambular penoso en las horas de colegio, que no sabe uno para qué infringía a sus padres aquel disgusto si era mucho mayor la tristeza en esas horas de deserción escolar que si hubiésemos acudido solícitos y dóciles al pupitre. El primer porro que te fumaste, la primera chica a la que besaste, el primer zarcillo que te pusiste en la oreja cuando eras jovencito.

La tía como un heraldo de las malas noticias podría descubrirnos en nuestra intimidad y denunciarnos a las personas que nos quieren; “hija pues tu marido estaba sentado solo en la playa, mirando al mar con la mirada perdida” 
“¡Anda que tu hijo!, no le irá muy bien cuando se queda absorto y como una figura de arena tan quieto frente a la orilla” “¡niña!, a ver si prestas más atención a tu padre que lo veo muy desmejorado y paseando solo por la playa, como si no tuviera familia”.

Por eso hoy me figuro que me encuentro a mi vieja allí, sentada mirando el mar y sola, casi como Alfonsina la de la copla, y sólo se me ocurren tristezas imperiales.

Pienso en mi madre hace décadas cuando era más joven de lo que yo soy ahora, tan guapa, y quiero verla reír, porque así la ha visto uno muchas veces. Quiero verla abrazada a aquel tipo al que tanto amó y que tanto daño le hizo. Me gusta recordarla desenvolviéndose entre médicos, administraciones, peleando por sus hijos. 

Todo se hace muy antiguo, aquellas tardes eternas comiendo bocadillos de manteca y mirando caer la lluvia, aquellas mudanzas de una ciudad a otra, aquellas navidades siempre lentas y penosas, aquellos veranos tan largos de siestas y aburrimiento, sin viajes, sin turisteos, sin ninguna esperanza.

¿Quién es capaz de evocar la melancolía de una madre, sus decepciones, sus enamoramientos juveniles, sus ilusiones frustradas? Solemos pensar que por el hecho de que nosotros estemos vivos, están ellas ya felices y realizadas, como si fueran ellas un apéndice de nuestras vidas, como si no tuvieran vida propia y soledades que administrar, Y dolor.

Tengo la seguridad de que estas líneas jamás serán leídas por ella y eso me reconforta, tanto nos ha distanciado la vida, tan distintos somos pese a encontrarnos en territorios del afecto en los que nadie más que nosotros, ella y yo, podemos entrar. 

Sin embargo, fantaseo con esta idea de vernos por las encrucijadas de la soledad alguna vez y sé cómo ambos fingiríamos estupendamente diciéndonos que hemos quedado con alguien, que hemos venido a ver no sé qué, que estamos haciendo tiempo para atender otros menesteres. Todo menos confesarnos. Todo menos hacernos daño exponiendo fatalmente las aflicciones que nos desbordan, todo menos descubrirnos madre e hijo como dos seres adultos, tirando ya a viejos, a los que la vida no les ha salido bien. 


No hay comentarios: