sábado, 28 de mayo de 2011

NOCHE NOCHERA





Ahora ya puedo contarlo, han pasado unas semanas y se me ha ido quitando esa punzada de dolor científicamente inexplicable. No sé si ese dolor tiene que ver con la conciencia, con la memoria e incluso quiero pensar que tiene que ver ese dolor con algún vericueto de la moral que como un bichillo se nos aloja en la parte del cerebro más casta y venturosa. 

Llegamos a casa mi compañera y yo a eso de las tres de la madrugada, veníamos bien; quiero decir que habíamos estado con los buenos amigos hablando de la vida, riendo por tonterías, manteniendo controversias políticas, decimonónicos debates en los que de pronto se colaban Carlos Marx y Bakunin y hasta las conductas inducidas de Pavlov, que a este no lo nombró nadie pero yo sí me estuve fijando en las conductas inducidas según por donde iban las conversaciones y los hielos del güisqui con coca cola. Contando, en fin, chistes y batallitas juveniles. Creo que- hecho este inusitado- había por allí una guitarra y creo también que- cosa esta todavía más increíble- cantamos alguna copla de Silvio Rodríguez.

Así que, cuando llegamos mi compañera y yo a la casa, hice lo que suelo hacer siempre; tratar de ponerme en contacto con la hija que también andaba por ahí de parranda con su tribu. Es habitual que a las dos primeras llamadas de su padre la hija no conteste nunca. Nunca jamás... pero en unos minutos se enciende la pantalla del teléfono móvil y aparece su nombre y uno se apacigua y espera su llegada leyendo un libro tumbado en el sofá que dependiendo de la ingesta de substancias es a veces una barquita meciéndose en la bahía ese sofá, y otras una suerte de féretro donde deja uno morirse los espantos del mundo.

Esta noche de la que hablo no recibimos esa ansiada llamada tranquilizante y se nos fue agriando el humor. Así que empecé a marcar de manera compulsiva su número y seguíamos sin recibir respuesta. Poco a poco la histeria paterna empezó a cubrir como una enredadera salvaje de temores todo el ánimo de uno.
En contra de la opinión de la madre, el padre empezó a marcar uno a uno los números de todas las amigas de la hija con el terrible resultado del silencio unas veces y otras, todavía peor y más inquietante, cogía el teléfono alguna de las chicas y nos comunicaba que ella ya había vuelto a casa y que la hija de uno se había quedado en no se sabe qué fiesta, qué discoteca, qué páramo de perdición...

A eso de las cuatro y media de la madrugada el padre ya no era padre, era una especie de basilisco despeinado y demente que buscaba en la futura bronca y en el ejemplarizante castigo al que sometería a la hija nada más la viese aparecer por la puerta, aminorar la angustia que le iba produciendo el lento paso de las horas y la falta de noticias.

Ataviado con una camiseta de esas de andar por casa, una chupa macarra y las torpes coordenadas que las amigas de la hija le habían dado, el padre salió a la noche ya desesperado a la búsqueda de la niña, la mujer que hemos visto crecer junto a nosotros y que sigue disfrazándose de niña cuando quiere serlo, para así volver a sus padres completamente esquizofrénicos.

Hay que ver la cantidad de porquería que le puede caber a uno en la cabeza. El trayecto de la casa al pub donde se suponía estaría ella, se me hizo un siglo, pero un siglo terrorífico, un siglo de crímenes, de violadores por las esquinas, de descuartizadores de ninfas, de sectas espantosas y manipuladoras que nos quitan para siempre a los seres queridos de nuestro lado. Hay que ver la cantidad de mierda que puede corroer nuestro cerebro cuando el miedo se nos cuela hasta el tuétano. Pensaba en lo guapa que es la hija de uno y en la caterva grotesca de monstruos machos, seminales y cavernosos psicópatas viciosos al acecho de la inocencia y de la juventud.

Llegué a la discoteca o como quiera que llamen ahora esos tugurios donde los jóvenes hacen lo que han hecho toda la vida; beber, bailar, insinuarse, amarse un poquito...A la entrada un mastodonte africano que tienen allí de portero masculló una especie de “A dónde va usté, caballero” A esas alturas el padre era un caballero andante ajeno a las magnitudes musculares de los adversarios y soltó el padre un empujón al mastodonte que sorprendió tanto a este hombre acostumbrado a intimidar al resto de la humanidad sólo con la fuerza de su tamaño, que se quedó perplejo, mirando al alfeñique casi con simpatía, como diciendo “Mira a Don Quijote...cómo va al rescate” .

A esas horas de la madrugada los que quedan en los garitos andan ya muy perjudicados pero, así y todo, la muchachada superviviente a los rigores de la noche lo miraba a uno con desconfianza, con preocupación y , algunos, con sorna. Fue entonces cuando empecé a sentirme raro, cuando a pesar del pánico por no encontrar a mi hija allí, empezó levemente la vergüenza a manifestarse. Y por fin, en un rincón de aquel bar, vio uno a la hija con un muchacho, hablando en susurros, ajenos los dos a la irrupción de un salvaje, yo mismo, que miraba de un lado a otro con los ojos inyectados en rabia y en miserias de la edad. La saqué de allí a empujones, lanzando rayos y centellas por la boca, vomitando por fin el miedo que tenía a que algo horrible le hubiera sucedido, agradeciendo a dios, al niño que está en el portal y a los angelitos del cielo haberla encontrado sana y salva. Y todas estas oraciones de acción de gracias las decía uno en forma de insultos, de bronca a la hija, de amenazas flamígeras y apocalípticas.

Cuando llegamos a la casa y una vez la hube mandando a la cama sin que ella se atreviese a rechistar, me quedé por fin a solas con mis pensamientos y como en una pantalla de cine mudo observé la preciosa escena de la que fui, para mi vergüenza, colérico testigo: Los vi, a ella y a su amigo,enamorado, noviete o lo que sea, mirándose sin hablar, acariciando ella la cara del muchacho con una dulzura que uno recuerda de cuando era pequeña y sabe uno lo muchísimo que vale esa dulzura. Los veía hablándose sin necesidad de palabras, guapos, jóvenes, llenos de vida y de tiempo, descubriéndose y descubriendo el mundo. Y concluí dolorido que lo único feo, deforme, obsceno y hasta ridículo que hizo acto de presencia en su noche mágica era yo mismo. Que fui lo peor de su historia , como un nazi de los sentimientos. Yo era lo feo, la mismísima fealdad, por eso espero que estas palabras que escribo sirvan para redimirme o como mínimo, para decorarme una mijita. 


1 comentario:

Mari dijo...

Pues yo creo que hubiera actuado igual que tú, mi niña preciosa solo tiene 3 años pero ya me da miedo pensar en los dias que empiece a salir con sus colegas y yo tenga que quedarme a esperarla, que angustia!!!