domingo, 3 de junio de 2012

LITERATURA


Que al cruzar una esquina se nos aparezca García Márquez, en chancletas y con esa cubana característica y tan fresquita. Que me diga García Márquez que por casualidad, buscando en Google alguna tontería, se dio de bruces con un artículo escrito por mí. Y que le entraron ganas de conocerme, de ponerle cara y cuerpo al creador de aquellas combinaciones de letras, ideas y palabras tan bien colocadas (las frases, no García Márquez).
Decirle yo; “Gracias, García Márquez” o mejor: “Gracias, Gabo” tan tranquilo, con mucha confianza en mí mismo porque me sentiría ya parte del contubernio internacional de las letras. 

Gracias Gabo, venga; te invito a un mojito por ahí ¿vamos andando o echamos a volar como hacen en tus novelas las mujeres y algunos hombres?
Desvanecerse entonces García Márquez como en las películas de vampiros, cuando un ocultista canoso que a veces da más miedo que el vampiro de loco que está, le planta al vampiro la cruz en las narices y se va disolviendo la carne mentirosa del bicho hasta terminar en el suelo como un montoncito de cenizas.
Quedarse un rato mirando las cenizas de García Márquez y abrir los brazos como una pitonisa en pleno delirio místico, exclamar entonces: “¡Macondo!”

Y en vez de un mapa del enclave literario, aparecer un mulato muy grande y muy fornido, con el torso desnudo y unos pantalones bombachos, moviendo la pelvis esa que tienen los mulatos, y con una música de George Dann amenizando el folclore...”Ven a Macondo, ven a Macondo…/ verás al negro / tocando fondo”

Salir cagando leches de ese espanto y meterse en un café para protegernos del infierno, de la calle. Venirse a nuestra mesa un tío largo y huesudo, con cara de niño diabético y preguntarnos con un acento entre bonaerense y francés: Caballego, pof favog, ¿me da fuego?

Ofrecerle la lumbre al cronopio que da una intensa calada al gauloise y preguntarle qué se hizo de la Maga, qué de Horacio Oliveira, cómo se juega a la Rayuela, qué se sabe de un tal Lucas. Y quedarse uno mirando un rato eterno las manos de Julio, tamborileando sobre el velador del café el compás inasible de un bee bop del año cuarenta del siglo pasado.
 
Despertarse al fin y proponernos no seguir abusando de las noches, ni del vino, ni de las sustancias . Ni de la literatura.

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