viernes, 16 de enero de 2009

RECITAL


Una de las cosas más tristes del mundo es llegar a una ciudad otoñal, solito y sin que nadie lo conozca a uno. Arribar hasta la casa de pensión y explicarle a ese hombre tan afligido que tras el mostrador atiende a los viajeros, que hay una reserva hecha a tu nombre.

No hay cosa tan patética como ver al hombre afligido no encontrar en su cuaderno ni rastro de tu nombre hasta que por fin, en un alarde detectivesco, entre los dos, viajero y hospedero, concluimos que ese José Manuel Galiardo que aparece bajo el epígrafe de “ El Poeta” debo ser yo mismo.

Sentarse sobre una cama extraña, descorrer las cortinas tiesas y mirar por la ventana como un bardo decadente, buscando una bonita vista con la que engañar la angostura de nuestro pesar. Encontrar en lugar de esa vista un descampado horrible, coronado por un cartel que reza: Próxima construcción de catorce viviendas de lujo. Y piensa uno la cantidad de millones que costará cada una de las viviendas y las pocas posibilidades que se tienen de ser alguna vez propietario de alguna de ellas.

Depositar los carpetones líricos sobre la mesa de escritorio y trastear como un chiquillo con el mando a distancia de la televisión portátil buscando acaso un canal porno para cuando los rigores de la soledad nocturna nos señalen nuestra insignificancia.

Mi madre sentiría mucha pena si viese a su hijo comer en una venta de carretera una merluza empanada y unas lechugas de contornos marchitos, acompañado de una copa de vino blanco. Silencioso y absorto en la lectura de la prensa como un viajante de comercio, un evadido de la justicia o un malcasado. Si viese a su hijo subir una empinada cuesta camino de la biblioteca municipal, levantados los cuellos del abrigo y marcando su presencia en la oscuridad , la intermitencia leve de un cigarrillo rubio que aspira con fruición pese al cansancio cual si fuera eso ya, el tabaco, lo único a lo que aspira. Tan joven y tan viejo.

¿Han sido ustedes alguna vez testigos de la profunda melancolía que invade a las bibliotecas de pueblo al anochecer, los días laborables? . Si a esa endémica melancolía le añadimos la feliz idea de algún concejal o concejala de lustrar su expediente mensual con la lectura poética de un autor como yo mismo, es que las paredes, el encerado y hasta el cuarto de baño chorrean pesadumbre y congoja.

Uno siente la necesidad frente a las cuatro personas que componen el público asistente de decirles ¿ por qué no lo dejamos, por qué no suspendemos esta tontería y nos vamos cada uno a nuestra casa? . Tengan piedad, por dios, del periodista local que tiene que cubrir este esperpento, del concejal que tiene que sonreírme a mí y a todos, de ese chico joven y nervioso que como siga por este camino de noches poéticas va a terminar como uno; de modestísima y baratísima vedette poética de la categoría Regional Preferente. Y tengan piedad, por favor, de mí mismo.

Pero, inexorablemente, ya me está presentado un desconocido que jamás ha leído nada mío, y me presenta como José Manuel Galiardo, joven poeta andaluz cuya obra poética se caracteriza por la emoción de sus sentimientos y el ritmo tan personal de sus poesías. Que es tanto como no decir nada. Que es lo que tendría uno que hacer, quedarse decentemente en silencio como Juan Rulfo, y esperar que los cuatro gatos vayan levantándose de sus asientos y vayan las luces , lenta y sensatamente, apagándose

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