sábado, 5 de mayo de 2012

SOLITARIO Y FINAL


Estaba en una reunión de un grupúsculo de la izquierda radical(¿puede ser de otra manera la izquierda?) .  Andábamos analizando el mundo y dándonos unos a otros la razón, como los testigos de Jehová cuando se cuentan sus experiencias con lo divino; cómo fue el día en el que el buen dios vino a acariciarles paternalmente la cabeza, cómo llegaron a ese fanatismo de credulidad absurda, probablemente desesperada.
Unos y otros opinábamos sobre este país y sobre lo que nos espera; pobreza, exclusión social, tristeza, mucha tristeza al final. Por eso alguno proponía una revolución para que, en el fragor de las batallas, fuese la tristeza sustituida por el miedo, la mansedumbre por la emoción, la violencia por la violencia y sus catarsis. Piensa uno que las revoluciones tienen de complicado más que el momento de la revuelta y la lucha, lo que viene después, cómo se administrará la victoria si la hubiera, en qué momento se dejará de tener razón, quiénes serán los primeros en pervertirse por el poder, dónde narices pondremos las dudas cuando los hechos vengan a demostrarnos que tenemos razón. Todavía no se ha disparado un tiro y ya está uno cuestionando la eficacia del fusil...
Sonó el teléfono móvil y ella me dijo: “Niño, que se ha muerto tu padre”. Lo dijo así, como quien dice “no te olvides de comprar el pan”.
Llevaba un rato deseando ir a tomar unas cervezas con los amigos que repartían labores revolucionarias, echar ese ratito en el que el cataclismo mundial hace que el de uno, el íntimo, parezca una tontería y corra como una rama quebrada más por el caudaloso río de la historia.
Podía haber fingido que no pasaba nada, no decirle nada a nadie y tomarme esas cervezas, aparcar la reflexión sobre la muerte del padre para después, para la madrugada que es cuando, en una suerte de güija pavorosa, traigo a mi mesa a todos los fantasmas. Y así lo hubiera hecho de no ser porque ella me dijo que lo que correspondía era ir a ver a mi madre, que andaba a esas horas desconsolada por la pérdida de su marido.
Mi madre lloraba como una mujer, no como una madre ni como una viuda, lloraba como una mujer recordando el amor. Y entre sollozos repetía “qué pena, qué pena” y “Yo lo quería mucho”. Torpemente trataba yo de hacerle ver que desde hacía ya veinte años estaban separados, que no se habían visto en todo ese tiempo; toda una vida. Pero sus argumentos eran irrebatibles: Él fue el hombre al que amó durante toda su vida, él fue, decía, el padre de sus hijos. Otra de las lamentaciones, de los detalles que le hacían mucho daño era constatar que mi padre había muerto solo, acompañado por alguna enfermera del hospital y que antes de irse para siempre de este mundo gritó varias veces ¡Manoli, Manoli! Que es como él llamaba a su mujer.
Es cuando la vida de este hombre se ha extinguido, cuando hurgo en mis sentimientos y a ratos me corroe una pena distinta a otras que uno ha ido sintiendo, yo; que soy perito en penas. No me destroza el corazón esa pena, no me impide saludar al nuevo día, pero un sentimiento de mayor soledad me embarga. Un sentimiento raro, como si la naturaleza perfecta y fascista fuese culminando los ciclos, tajante, impíamente. Prefiero no pensar si mantuvo mi padre alguna vez la ilusión por volver con ella, con mi madre. Sé que si lo hizo, esperaba regresar triunfante, con mucho dinero, con algo que ofrecer aparte de la discutible bondad de su compañía. Malicio que en tardes de soledad, compraba un boleto de lotería y fantaseaba con la idea de resarcirse de todas sus maldades regalándonos a cada uno de los hijos una nueva vida.
La última vez que nos vimos yo tenía veintitrés años y él apenas cuarenta y ocho, cinco años más de los que yo tengo ahora. Menos años que la mayoría de mis amigos de ahora…cuarenta y ocho años.
Ese es el recuerdo que tengo de él, un hombre joven que miraba desafiante a su hijo y que frente a los reproches que éste le espetaba duramente en la cara, huía o señalaba con el dedo como diciendo ¿qué sabrás tú? . Y era cierto; yo no sabía nada, él tampoco y en ese océano de dudas y angustias fuimos ahogándonos, él ahora, ya, para siempre.
Cuando más cruel es la vida es cuando juega impíamente con el dolor, cuando quiere convertir el dolor en una parodia, cuando la vida nos zamarrea en un ciclo sin sentido, en un ciclo en el que el maldito amor a los demás nos atenaza, nos pone los grilletes del afecto y nos impide volar, vivir, ser duros, ser libres.
En estos días, cuando ya no puedo más, me acerco a fumar algunos cigarros a la playa, a la zona donde este verano ella y yo fuimos tan felices, un lugar en el que durante dos o tres horas nos olvidábamos de todo y sentíamos cada crepúsculo como una bendición, cada baño en esas aguas como una purificación del cuerpo y , quizá, del alma. A nuestra edad, recuperamos esa pulsión, esa esperanza en que los dos solos, tomándonos de la mano y paseando por la orilla, podíamos ser los dueños de nuestros destinos. Hicimos varias veces el amor en aquella playa, metidos en el agua, sin importarnos o importándonos bien poco ser vistos por los escasos parroquianos que la frecuentaban. Vuelvo desde entonces a encontrarme con los recuerdos de este pasado verano y sé que cuando vuelvo solo, estoy haciendo añicos el castillo de arena de los recuerdos, que compongo otro castillo, esta vez de melancolía y que éste no hay oleaje que lo destruya.
Me dispuse a mirar el mar durante horas, quedarme allí sin atender al mundo. Quería auscultar ese dolor oculto que sentía por la muerte de mi padre, quería intentar sacarlo fuera y yo, para todo lo que tiene que ver con el dolor, estoy solo. Soy el hombre más solitario del planeta y jamás comparto con nadie la angustia. Lo hago aquí, entre papeles. Tanto es así que a veces se diría que novelo mi dolor, que lo malverso.Pero dios es un payaso que disfruta con la parodia en la que nos convierte, mientras miraba uno las olas y perdía la vista en el horizonte, mientras aspiraba con vehemencia las caladas del cigarro, empecé a notar unos ruidos extraños cerca. Gemidos inequívocamente sexuales y miré hacia un descampado que bordea esta playa. Allí había un grupo, tres personas maduras, dos hombres y una mujer. Uno de ellos y la mujer estaban follando o metiéndose mano, no lo sé, mientras que el tercero a menos de dos metros, se masturbaba y se acariciaba un falo tremendo, grandísimo, que yo veía con claridad desde mi penosa atalaya.
Quise ir a esa playa para purificarme, para desahogarme y recordar a mi padre, y una escena a medio camino entre lo obsceno y lo ridículo vino a burlarse de nosotros, de mi padre y de mí. Salí casi corriendo de allí, eran poco más de las nueve de la mañana. Me aparté todo lo que pude y me senté en una piedra, lejos de aquella juerga pornográfica. Me senté en una piedra como digo y con un palito me puse a dibujar monigotes en la orilla. Cuando me iba, leí que había escrito sin darme cuenta, verdadera escritura automática, Antonio Gallardo, el nombre y el apellido de mi padre, 1942 / 2011. Fue entonces, al ver estas fechas escritas cuando supe que había muerto ese hombre al que hacía dos décadas que no había visto, al que ya jamás veré y hubiese querido hablar con él, decirle un par de cosas. ¿Cómo se llora esa soledad, padre? ¿Cuánto tiempo dura ese llanto?. Pero ya no habrá preguntas. Y jamás hubo respuestas.


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