sábado, 9 de octubre de 2010

ARTICULISTAS

Al final resulta que vamos a ser todos muy formales, que nos vamos a delectar con la leve musiquilla de nuestras prosas y por dejar escrita cualquier tontería nos vamos a ir mesando los cabellos- muchas veces escasos- y zascandilearemos haciendo malabares con las gafas de pasta, como las míticas putas de bolso y de esquina.

Le endilgamos a la afición la chorradita y nos ponemos a esperar, como el pescador de caña en la orilla, la reacciones. A veces la afición pica y otras no, pero ahí estamos nosotros; expectantes; mendigando una lectura, una palmadita en el hombro y hasta algún mosqueo de esos tan graciosos que se agarran algunos lectores como si toda esta farsa le importara una mierda a alguien.

Al final mandamos a los periódicos o a las revistas nuestra hilera de cagaditas de moscas, negro sobre blanco, y acompañamos los folios virtuales con una fotito del careto que tuvimos hace diez o doce años, buscamos siempre la mejor, la que más nos favorece, la que nos convierte por arte de magia en guaperas, la que disimula las pendencias del tiempo.

No hay articulista, ni poeta, ni novelista, ni genio de barriada, que salga en una foto más feo de lo que es, no hay ni uno con los carrillos como un cura con paperas, con las entradas definiendo la pinta de nuestra futura calavera. Ni uno tiene papada, ni barriga si la foto es de cuerpo entero, ni un barrillo asqueroso asomando por debajo de la nariz, como un moco. Todos estamos estupendos, con lo que el Señor o el Niño Dios haya tenido a bien darnos, con nuestro equipaje genético manifestándose, claro.

Hasta el más chulito de los plumíferos pierde el culo cuando es avisado por algún concejal o concejala de cultura, por gilipollas que este concejal o concejala pudiera llegar a ser, que-dicho sea de paso- algunos de ellos han alcanzado esa especie de nirvana de la gilipollez extrema, que a un servidor cada vez le hace más gracia.

Hasta el más vacilón, decía, se pone como una moto si es requerido para presentar una verbena, para dar el pregón de un pastorcito, de una chirigota o para reseñar la importancia social del macramé o del bingo de las viudas.

He visto, como Ginsberg, las mejores mentes de mi generación destruidas por la vanidad, por la avaricia, por la frivolidad. Venderse por un plato muy chiquitito de lentejas, por una edición provincial, por un catálogo de cajas de ahorro, por un despacho o por un póster.

Los he visto rendidos ante los escritores millonarios, adorando el éxito de los veraneantes líricos, adulando hasta la náusea a ancianos cuentasílabas, abrumar con manuscritos y con libros dedicados a quienes jamás leerán nada, ni pensarán ni un minuto de sus fantásticas vidas de vedettes literarias en los patéticos superhéroes de la prensa local.

Al final resulta que vamos a ser todos muy formales, como decíamos al principio, que no vamos a mandar nunca al carajo a quien lo merece, que no vamos a salir corriendo aterrorizados cuando lleguen los viejos verdes y las marujas cachondas de la capital a declamarnos sus cuartetas, sus sonetos o sus coplillas.

Al final no vamos a decirle nunca al que posa en los abismos de la taberna que como siga así se va a terminar de joder el hígado y , total, todo para que le publiquen en la pachanga underground editada por los okupas de un polígono industrial del campo de Gibraltar.

Al final no vamos a contar nunca el día que borrachos como cubas nos llevó al hotel una mejicana y cuando , agradecido pero fiel, se le advirtió que tenía uno esposa, contestó que bueno, guey, que no importaba pero que si tenía que follar con los dos eran cincuenta euros más.

Ni contaremos las noches heladas durmiendo en la calle, solito como un perro, mientras la gente que entonces tenía nuestra edad entraba en los locales de moda de la ciudad y envidiaba uno mucho todas aquellas risas y pensaba mientras tiritaban azules los astros a lo lejos que le gustaría ser besado incluso por la más fea de las muchachas con tal de asistir a aquellos banquetes de la alegría.

Ni contaremos cómo atardecía en aquel hospital psiquiátrico leyendo a Antonio Machado, mientras veinte o treinta hombres jóvenes se convertían en lobos, lloraban por los pasillos, buscaban pastillas de colores, amenazaban a los enfermeros o eran golpeados sádicamente por estos.

Nada de eso vendremos a contar los cagatintas de pueblo porque acudimos a opinar, como los babosos que vociferan en los programas de variedades esos de la tele, sobre el pleno del ayuntamiento, sobre la unión de hermandades (con su subliminal mensaje incestuoso) del tráfico rodado, o de las penúltimas burradas de los mandamases del cortijo. Nos hemos convertido en adornos y de ahí nuestra pulcritud, nuestra literatura del ratito, nuestro afán por no manchar el bonito parqué que nos cobija.

Brindaré por el que vomite rotundamente sobre ese parqué y sus miserias.