martes, 25 de septiembre de 2007

TENGO PODERES



Tengo poderes o “Poredes” como decía una tía mía que era medio bruja y a la que el Gran Mago Místico del planeta Raticulín, le otorgaría los dones curativos y toda la pesca, pero léxica y culturalmente la dejó, a mi santa tía, en pañales.

No puedo mantener en secreto por más tiempo esta gracia, que supongo será divina.
Tengo poderes, yo lo sospechaba desde hace algún tiempo, pero con los años corroboro esta afirmación que echa por tierra toda mi trayectoria agnóstica.

Porque si yo tengo poderes, cualquiera de los chalados que van por ahí diciendo que han visto a la Virgen, asomándose por un cerro como Heidi, o a Bruce Lee volando una cometa en las playas de Conil, o a Jim Morrison en el andén de los Amarillos como Penélope, la de la copla de Serrat, melancólico y sexagenario, esperando un autobús para echarse un fin de semana medio hippie en una casita rural de la sierra, puede que digan la verdad.

Debo empezar a explicarme, veamos: mis poderes son, básicamente, premonitorios, adivino el futuro inmediato y en determinadas circunstancias, puedo adivinar cosillas a medio plazo. Llevado todavía por un prurito de racionalismo, mi conversión visionaria es reciente, trato de someter a un proceso de demostración empírico mis profecías.

Ejemplo: Espero en la cola de un banco y los turnos transcurren con moderada diligencia. Observo el careto del individuo que tengo justo delante de mí, qué cara dios mío, me digo y me pongo el dedo índice en la sien derecha. Enseguida mi bombilla de superpoderes se enciende: “Éste se pega una hora preguntando tonterías a la cajera”.

Acierto de lleno. El melón debe tener cientos de cuentas en ese banco y quiere hoy, precisamente ahora que la cola llega hasta la puerta, cotejar con la compungida cajera cada uno de los movimientos. Como está de espaldas a la cola, no ve cómo la cola lo mira cada vez con más rencor y cómo alguno le desea un infarto leve. Que no se muera ni nada, pero que comprenda que no se puede ser tan gilipollas.

Cuando descubres que tienes poderes no paran éstos de manifestarse:

Olvidas el paraguas porque no es costumbre de la zona utilizarlo, pero piensas: ¿Me cogerá la lluvia justo por ese camino en el que no hay ni un triste alerón en el que refugiarse?. Huelga decir que la lluvia te pone hasta las trancas.
O ves llegar a una señora con su niño de pañales al garito en el que te solazas de las miserias del día y profetizas:
Hay cinco mesas libres, alejadas del humo infecto de mi cigarrillo, pues se sentará justo a mi ladito. ¡Bingo! A tu lado y con el bebé mirándote desde su limbo de lucecitas y seno maternal. No fume usted, parece decirte la criatura, que tengo los pulmones inmaculados, y su madre te mira con desprecio infinito incluso cuando ya has apagado el cigarrillo.
Paseo por una calle y veo una bodega, un antiguo cine o un edificio histórico protegido. Ya saben; mi dedo en la sien, me concentro y pienso: Dentro de dos meses habrá un cartelón donde rece: “Próxima construcción de ocho viviendas y cuatro áticos. Facilidades de pago hasta un par de generaciones.” ¡Y acierto de lleno! porque tengo poderes.

Con los padres de la patria, del consistorio o del barrio, los politicastros digo, pasa lo mismo. Me sé lo que van a decir antes de que abran la boca. Adivino el tamaño de la mentira y la envergadura de sus sandeces. Adivino las fechas de las inauguraciones que van a ser ya mismo, dentro de nada. Adivino los barrios que van a visitar y los que no. Pero esto a lo mejor no es por los poderes, porque hablo con mucha gente a la que les pasa lo mismo y todos no vamos a estar tocados por la gracia.

O sí, a lo mejor somos todos extraterrestres preocupados por la porquería urbanística, por la corrupción y por la farsa democrática de los que no están bajo el mando del pueblo que les vota, sino de la constructora que los mantiene bien ricos.

Que por cierto, las constructoras, ahora que lo pienso, esas sí que tienen poderes. Fácticos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

SIN ATRIBUTOS

En “El hombre sin atributos” de Musil, ya nos vamos encontrando con algunas de las constantes en las que se fueron asentando la modernidad, las vanguardias y las crisis de identidad más o menos cíclicas que van sufriendo las sociedades avanzadas técnica y científicamente. Eso que, para entendernos, llamaremos occidente.

Ulrich, el protagonista de la novela, tiene la audacia y también la desfachatez de preguntarse a sí mismo qué o quién es, para qué esa vida que lleva y, sobre todo, una vez formuladas estas preguntas: ¿Qué hacer con ella, con la propia vida?.

Esas preguntas se las ha ido haciendo el hombre (y la mujer, claro) desde que bajó del árbol, aprendió a utilizar y a preservar el fuego y fundó la cueva, origen del sedentarismo, que era más que nada poseer un sitio donde follar tranquilos, guarecerse del frío y de la lluvia y pintar garabatos simbólicos en las paredes.

Al principio, nuestro abuelo medio mono, se formulaba una pregunta de esas; retóricas, de las que nunca tendrán respuesta, viendo el atardecer sentado en un risco, sintiendo el fulgor del crepúsculo como si fuera éste el fin del mundo cada día, con toda su belleza brutal y con todo su misterio.

Es posible que en los primeros tiempos nuestro abuelo medio mono, concluyera que cada vez que llegaba la noche la vida ya se iba a acabar, y por eso era nómada y apenas amaba nada y todo era provisional y prescindible. Y por eso cada mañana nuestro abuelo medio mono, se levantaba tan perplejo, y chillaba, acaso celebrando la resurrección cotidiana, matinal. Pero nuestro abuelo, que no era completamente gilipollas, por eso dicen que nos parecemos tanto a él, fue dándose cuenta de que el mundo no terminaba cada jornada, de que- contra lo que pudiera afirmar un Sid Vicius orangután que por allí pululase- sí había futuro.

Y ahí la jodimos, ahí llegaron las preguntas sin respuesta. A partir de ahí todo se convierte en perdurable menos uno, menos el individuo.

Nuestra casa – o nuestra cueva- seguirá existiendo cuando nosotros nos vayamos, seguirán existiendo nuestros hijos, nuestras viudas serán más o menos alegres, seguirá poniéndose el sol y seguirán los mares y los bichos ululando, gruñendo o mugiendo por las verdes colinas. Todo lo enfoca ya nuestro abuelo mono en atención a esa eternidad irrisoria, necesita escribir y un lenguaje para que trascienda el presente, para dejar constancia de nuestra existencia, porque en el mismo momento en el que nuestro abuelo asumió la solidez del mundo, entendió también la fragilidad de la vida, su insufrible caducidad.

A estas alturas, el abuelito, tuvo que buscarse elementos ajenos al palo, a la roca y a la carne, para vivir su vida, al principio era levemente panteísta pero eso tampoco es que lo tranquilizase mucho y echó mano de extraterrestres, santos y brujos.

De esa tradición pasamos al racionalismo y a sus contradicciones. Para que al final, llegue uno que ha descifrado más o menos su código genético y nos señala una serie de certidumbres desoladoras por lo que tienen de exactas, y sabemos que por mucho que hagamos seremos calvos, o moriremos de un ataque al corazón o de un cáncer.
Eso manda mucho al carajo toda la fanfarrona proclama aquella de nuestro viejo dios hebreo, poético e iracundo, de que estábamos hechos a su imagen y semejanza y de que teníamos libre albedrío.

Robert Musil, Camus, Nietzsche y algún otro aguafiestas, se dieron cuenta de la estafa e impunemente lo escribieron. Nos quedamos así, como el personaje de la novela de Musil, sin atributos, o más correctamente; sin cualidades. Eso es el hombre moderno; un dramático esfuerzo por sobrevivir sin esperanza y sin fe. Territorio abonado para los fanatismos idelológicos o para los nihilismos catetos y cafres.

Ahora; que basta mirar al lado chungo del mundo; ese que tiene esperanza y fe, además de huríes, para comprobar que tampoco les va demasiado bien en el baile. Así que, vaya fiesta.

martes, 11 de septiembre de 2007

ROPA DE CALLE


La gente es que sale a la calle de cualquier manera.

Nos pasa a todos, a mí el primero.

Todas las mañanas tengo la sensación de que olvido algo, y mientras zozobro en esa la levedad matutina, mientras me muevo como Lázaro entre las brumas de lo onírico y la dura prosa cotidiana, voy haciendo recuento.

Echo mano al bolsillo para ver si llevo la cartera, hago acopio de mi utillaje de adicto a la nicotina, me aseguro de llevar algunos euros, pocos no crean, que la carestía agudiza el ingenio y yo gusto de andar todo el puto día haciendo castillos en el aire, como el de la copla.

Cojo un paquete de pañuelos, que con el vértigo de este clima se me pone una especie de estalactita en la nariz que me afea mucho.

Repaso mentalmente – pues claro que mentalmente, no vas a ir recitándolo!- las cuitas con que habré de enfrentarme durante la jornada y me dispongo a salir al mundo.

Pero cuando llevo unas horas por el mundo, apurando café o laborando, me miro en un espejo y caigo por fin en que algo se me ha olvidado: Esta mañana se me ha olvidado la alegría.

Por eso no me cuadran las cuentas, por eso he sido tan impertinente con algún compañero de curro. Por eso me pesa tanto cualquier nimiedad, por eso me exaspera que el coche que va delante se demore unos segundos en el semáforo.

Vuelvo corriendo a casa. La mujer me saluda, todavía medio dormida, con un beso rutinario que ahora, se me antoja mágico. La hija murmura alguna queja mientras apura su zumo de naranja, pero aún así me besa y me sonríe. En la mesa descansa de la lectura de la víspera, la poesía completa de Nicanor Parra.

Salgo de nuevo a la calle pero ya llevo la alegría puesta. Ahora por mucho que se empeñen la ciudad y sus perros, el día me pertenece. Gracias, y usted perdone.

jueves, 6 de septiembre de 2007

CRÓNICA SOCIAL



No hay dinero; nunca lo hubo. Tampoco hubieron nunca lujos, ni se celebró jamás un
cumpleaños, no se iba uno de compras, ni se viajó a ninguna ciudad.

No existieron veraneos de esos, ni otras vacaciones que los largos meses sin jornal porque el campo estaba “muy malamente” o la mar jodida por convenios internacionales, por cierre de caladeros o por la rapiña de los armadores.

El padre, durante los meses duros, pasaba el día en la taberna, entre vasos fiados y vasos invitados por esa genuina solidaridad entre los pobres, o a lo mejor más que solidaridad, era la certeza aquella del hoy por ti y mañana por mí, porque los pobres sabían que iban a serlo siempre.

La madre bregaba con los churumbeles, se afanaba por tener los escasos metros que le correspondían en aquel patio de vecinos o en aquel pisito de protección oficial, como los chorros del oro, los churumbeles, los vástagos, la descendencia, estaba siempre llena de barro, de fango, los pies llenos de arena de jugar descalzos durante horas y horas al balón, en la playa. Las mujeres eran los verdaderos héroes de la época, luchadoras que no desfallecían frente a la mierda de vida que iban a llevar durante el resto de sus vidas, a no ser que ocurriese un milagro, que nunca ocurría, los milagros sólo los vivían las pastorcillas en el campo, que tampoco se sabe para qué querían ver vírgenes ni nada, si eso las condenaba a una vida de melancolía y beatería.

Los hombres, había de todo, eran más débiles porque andaban más expuestos a los desastres sociales, la mayoría sucumbía ante el fracaso, ante las putadas que rayaban en el sadismo de clase de los patronos, ante la mierda de vida - ellos también - que iban a ofrecerles tanto a su mujer, como a su prole.

Muchos de ellos, insisto en que había de todo, se convertían en una desgracia más que añadir al colmado saco de infortunios de la unidad familiar. Borracheras amargas que terminaban en palizas, sexo brutal con las esposas porque ellos querían, porque ellos mandaban, porque ellos patatín patatán.

A la figura del padre en algunos de aquellos hogares deprimidos ( y tan deprimidos; quién puede ser feliz así) no se le tenía ni respeto, por más que las esforzadas madres hicieran su apología machista: “No hables así de él, que es tu padre”, ni siquiera miedo, se les tenía asco. Y el asco era una forma de esperar a ser hombres, para poder enfrentarse con él. Pero, ah, la edad la iba cumpliendo todo dios, y cuando los hijos se hacían hombres, iban repitiendo la historia como una burla genética y social, con sus propios hijos, o directamente perdonaban, porque comprendían que todos andaban muy mal, muy desperados y muy hechos polvo, por esa circunstancia de ser los pobres del mundo.

Se festejaban muy pocas cosas, casi ninguna, se hacía un festivalito –más o menos- en la comunión del niño, contando con la ayuda de algún hermano, de algún cuñado, que ponía las bebidas y otro, marinero, que traía pescado y la voluntad inexorable de ser felices de las madres, terminaba de componer aquel amago de fiesta, con tortillas de patatas y chocolate caliente.

A veces se trincaba un pellizco bueno del empleo comunitario o del subsidio de paro, después de varios meses sin cobrar, y se compraba un televisor en color o incluso un vídeo.

Yo viví en circunstancias parecidas parte de mi infancia, con el agravante de que éramos unos pobres con ínfulas, debido quizás a que subíamos y bajábamos en la escala social, dependiendo de las extravagancias pasionales de los viejos.

Hoy me he encontrado con dos de los que se criaron conmigo en aquellos días terribles. Uno ha sido por fin sentado para siempre en una silla de ruedas víctima del SIDA, el otro, que lo llevaba en la sillita, era un estudiante fantástico durante su breve paso por el colegio. Ambos tienen mi edad. El paralítico parece mi abuelo, el otro; mi abuela, ya no recordaba que el estudiante , se puso durante años hormonas para echar tetas, que se prostituyó para pagarse los tratamientos y de paso los chutes esporádicos.

Su aparición en este día ha sido la más dramática metáfora del mundo en el que crecí.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

REALIDAD Y DESEO

Quería ser científico, perderme como un místico en la soledad de mi laboratorio, levantar como un trofeo de la razón el tubo de ensayo burbujeante y mirarlo al trasluz.

Quería ser científico, no con intención de encontrar una vacuna o un remedio contra las penurias del mundo, sino por si me picaba una araña. Si me picaba una araña, si un rayo gamma me electrizaba en medio de una prueba o si una nomenclatura bárbara hacía estallar el laboratorio, conseguiría superpoderes, según la lógica de la Marvel, y me faltaría tiempo, pese a mi formación como científico y mis modales de caballero, para ponerme un traje extravagante e irme a impartir justicia por los barrios marginales.

Me faltaría tiempo para darle de hostias a los malos que enseguida identificaría por su risa demente y por sus ojos poseídos por el odio. No matizaría, como hace uno ahora, ni las causas del mal, ni la extracción social de los malvados. Sería un tajante cirujano del bien, como el presidente paranoico de los EEUU.

Otra noche, mientras dormitaba frente al televisor, apareció en la pantalla un tipo negro, vestido de forma tan extravagante como los superhéroes, que tocaba la guitarra con una técnica muy rara, nada que ver con aquellos escarceos sobre el mástil de los guitarristas eléctricos españoles, y que concluía su interpretación arpegiando con los dientes sobre ella. Un chico listo hubiera sentido, del tirón, vocación de dentista.
Yo no, yo quería ser ya para siempre Hendrix, guitarrista de rock, e incluso negro hubiera querido ser, pero en un planeta sin racismo, como Plutón.

Para colmo me enteré que él, Hendrix, había muerto de sobredosis en la flor de la vida, y con él cascaron también Janis Joplin y Jim Morrison, y que todos eran brillantes, guapos y jóvenes, pero drogadictos.

No me entraron ganas de ser drogadicto, pero sí brillante y guapo. Entre superhombres y héroes de la guitarra, iba uno leyendo a Verne, a Salgari o a Melville. Cuando me vencía el sueño, mis noches estaban pobladas de ballenas, piratas, cosmonautas e inventores visionarios.

Después a Miller, a los poetas del veintisiete, a Baudelaire y Rimbaud, de los que no entendía un pijo, mas por alguna razón emparentada con la mitología, me fascinaban. Mis noches se poblaron entonces, de mujeres patiabiertas, de lupanares infectos y de mandrágora. Mis sábanas, como en la canción, amanecían manchadas de poluciones nocturnas, que así la llamaba pudorosamente mi maestro de religión.

Con estas lecturas no resulta extraño que un buen día, recién levantado de la cama y con los pelos de punta, dijera a mis sufridos progénitos:
“Perdonadme que no busque trabajo ni nada, es que voy a ser poeta”.

Como no triunfé, luego a lo de poeta le añadí “maldito” y anduve con un amigo- maldito también- unos años bebiendo güisqui con fatiga y sin ganas como Bukowskitos de barrio.

Un día éramos Chinaskis y otro Horacios Oliveiras buscando a la Maga. Nos creímos los más chulos del barrio y nos poníamos estupendos vilipendiando a los maestros, a los clásicos y a todo lo que tuviera más de veinte años.

El tiempo me ha dado la pauta de lo que es la realidad y lo que es el deseo. No es que se hayan abismado los sueños por completo. Todavía andan por ahí, pidiendo de vez en cuando su minuto de gloria. Lo que ocurre es que ahora lo que me gustaría ser es más joven, pero ya no se puede. ¡Mierda!.