miércoles, 30 de junio de 2010

Escritura peregrina.




Mi mujer me dice que ya no escribo. Quiere decir que ya no mando tres o cuatro artículos a la semana por ahí, la mayoría gratis. Quiere decir que ya no me quedo algunos fines de semana casi hasta el amanecer absorto en esa suerte de contubernio que montaban las musas, para que surgiera el verso y susurrara candente el poeta en la alta madrugada “eureka”.

Quiere decir que ya apenas asisto a ningún sarao literario, que no presento a escritores célebres poniendo acento de Valladolid y en plan canallita de pueblo que sabe más que la hostia pero que no ha tenido suerte en la vida, quiere decir que no mando ni recibo cartas de artistazos, que no contesto casi nunca a las pocas cartas de artistazos que recibo, que no echo cuenta si el ordenador se me bloquea o si me amenazan con cortarme internet por falta de pago, que parece que me diera lo mismo quedarme en blanco, callarme como el poeta un minuto o un siglo, que me importa un carajo que sepan o no sepan que no he muerto, que para algunos preferiría rezar por muerto, así ellos estarían contentos con mi exterminio y yo tranquilo, sin pelmazos.

Un amigo me dice también que debiera aprovechar el tiempo, que debiera ponerme de una vez en serio con esa novelita de la que él ha leído un amago y dice que está de puta madre y yo sé que lo dice porque es mi amigo. Porque mira uno su novelita y cada vez le cuesta más pasar de la página diez, y es más triste todavía constatar el fracaso de la prosa de uno cuando mira el tocho de páginas impresas, algunos cientos, como animalitos muertos sobre la mesa, negro sobre blanco mareante que ya nada significa para nadie. Una novela que como diría Nietzsche, ya ha nacido póstuma.

Pero que no escriba tanto como antes, que haya podido conmigo cierto desánimo existencial que tendrá mucho que ver con la edad y con la ruina económica y vital por la que uno va pasando, no quita que siga en el fondo, hurgando, hurgando, siga teniendo uno esa llamita de la esperanza, esa puta verde de la esperanza que nos vuelve medio majaras cuando somos jóvenes y que nos engatusa y tima de flagrante manera cuando empezamos a ser mayores.
Esa puta verde de la esperanza es capaz de llevarnos otra vez a cometer errores, a decir lo que no se debe, a pedir a quien nunca va a dar nada, a buscar consuelo en quien no tiene por qué ofrecerlo. Cometer errores. Pedir nuevamente atención a quienes nunca atenderán, no resignarse, pensar que hay posibilidades, cometer ese error. Nuevamente.

Hace unas semanas deambulé con mi motocicleta por la carretera, apuré la velocidad de la que dispone el artefacto, compré un sobre tamaño folio y metí allí toda la porquería en prosa que se me había ocurrido, más o menos un primer borrador de la novela chorra de la que he hablado.
Llegué al chalé de un insigne escritor y traté de introducir el sobre con mis genialidades de manera clandestina en el buzón pero no había manera, no entraba el puto sobre tamaño folio en el ridículo buzón del insigne escritor a prueba de manuscritos y de obras completas inéditas de pringados de la provincia.
Lo dejé allí, fuera del buzón, colgando el sobre como un pájaro muerto, feo y deforme, de la figura de alambre de otro pajarraco que adornaba el buzón. Me fui corriendo, como si hubiese cometido un delito. Miré antes de arrancar la moto y observé que el sobre tamaño folio abría su triste boca desde la distancia porque no habría yo juntado suficiente saliva para pegarlo. Al carajo, pensé y le metí caña a la moto.

Nada más largarme empezó a llover, a caer un chaparrón de dos pares de cojones, me puse como una sopa y pensé en mi sobre tamaña folio abierto, mi prosa dentro como una sopa también,, mi trocito de mierda de prosa dentro mojándose como yo, la tinta deslizándose por los folios como la representación de una derrota ridícula y total. Me daba igual, en esos momentos hubiera preferido mejor la destrucción, el fuego.
Al día siguiente decidí ir a rescatar mi sobrecito tamaño folio con mi prosa de mierda dentro. Era posible que el insigne escritor no estuviera en casa, que anduviera el insigne escritor por ahí recogiendo o repartiendo dadivas y prestigios literarios, era posible que mi pequeña fechoría quedara solo para mí y para mi antología del ridículo.

Llegué nuevamente con la moto a toda hostia hasta la misma puerta del insigne escritor, pero el insigne estaba allí, en la misma puerta, hablando con algún operario de reformas o de jardines, no sé, no pude oírlo. Me cagué en medio cielo, ya saben; dios, la virgen, los misterios de la trinidad... se abismaron en segundos mis últimos y tóxicos residuos líricos y quise ser muy joven para no verme a mí mismo tan patético.

El sobre ya no estaba, no había remedio. El ridículo y el patetismo habían sido nuevamente por fin convocados. El insigne escritor, si había llegado durante el diluvio, habría comprobado que hay gente en el pueblo que no lo va a dejar tranquilo nunca. Si el temporal se llevó, ojalá, mi obra por los senderos del viento, hasta la misma Argónida, a dónde sea, a tomar por el culo, se habría hecho, por lo menos, un poco de justicia poética.


Desde esta aciaga mañana de esperanza – que ya no tengo, hombre, que ya se me ha quitado- escribo poco o nada. Mi mujer me lo recuerda muchas veces y no sé si lo hará como reproche o como agradecimiento.

3 comentarios:

Piniófilo dijo...

Lo he leido al final de esta mañana
con mi mujer y nos hemos reido mogollón,
articulo distraido,ameno y divertido,
un saludo.

Gallardoski dijo...

muchas gracias a vosotros. Salud.

Miscelanea dijo...

jajajajajaaj buenísimo!