miércoles, 28 de julio de 2010

ADIÓS LUZ DE VERANOS


Las tardes se hacían eternas. Con aquellos años no podíamos comprender que nuestros padres oscurecieran la casa echando las persianas y pasaran tranquilamente dos horas durmiendo. Eso era como morirse un poco cada día, eso era como derrotarse frente al laberinto de colores de la vida, del verano, de las olas que en la playa seguían arrastrando ociosos cuerpos medio desnudos. Eso era renunciar a los castillos de arena y al buceo macarra sin aletas y con tubos para respirar hechos de caña.

Dormir era una derrota, una tristeza que no queríamos sentir, era no estar en el mundo, perderse las pelotas de Nivea que ya estaría lanzando el avión publicitario. Era no comerse la tortilla de patatas y no sentir en la boca el sabor a agua salada, no morder arena y tortilla, ni pringarse el cuerpo entero de crema, ni embadurnarse de arena después y rodar otra vez hasta la orilla para sentir el frescor de la espuma y meternos mucho más adentro en el mar de lo que nos dejaban nuestros padres, y buscar la pérdida de pie para ser más chulos, y quitarnos los bañadores en cuanto podíamos para bañarnos en pelota y para enseñarnos las pichas y los pelos que, a algunos más que a otros, empezaban a cubrirnos la entrepierna.

Eso era la siesta para nosotros. Un exilio cruel de la felicidad. La prohibición de hacer ruido porque el viejo madrugaba más de lo acostumbrado durante el verano para tener las tardes libres. Dos horas con doce años sin poder gritar nuestras célebres Katas en el portal de la casa mientras emulábamos a Bruce Lee y casi nos echábamos abajo la cara a puñetazos mi hermano y yo. Dos horas sin poder escuchar a la ELO, a Mody Blues, a The Knack o a los Beatles que eran los grupos de rock que nos gustaban entonces. Dos horas sin poder agarrar una escoba , transformarla en guitarra y convertirnos en estrellas del rock and roll bailando como posesos y saltando sobre aquel colchón de muelles que fuimos poco a poco destrozando. Fueron esas siestas las que lo aficionaron a uno a la lectura, cogía de la mísera biblioteca familiar el Platero y yo, y entre la pena que uno tenía por no poder solazarse y la retórica lacrimosa de Juan Ramón preguntándole al burrito “Platero ¿tú nos ves? “ comenzaron ciertas cosquillas poéticas a picarle a uno.

Había cada verano un niño que se ahogaba, casi por ley, nada más comenzar la temporada de baños. Eso provocaba la prohibición de ir solos a la playa y teníamos que someternos a la tiranía de la siesta, hasta que algunos buenos amigos nos fueron enseñando a mentir y buscábamos cualquier excusa para escapar de la tristeza del descanso vespertino y tirarnos a la calle. Nos bañábamos en calzoncillos y cuando volvíamos a casa, buscábamos una fuente de agua dulce para disimular el sabor a salitre de nuestra piel porque se nos había metido en la cabeza que nuestra madre nos chuparía el brazo y descubriría así la vileza de nuestra traición.

Cuando oscurecía íbamos al parque, siempre había un juego por jugar, una aventura que buscar por las casas en ruinas, por los campos con guardas psicóticos capaces de pegarle un tiro a un chaval que roba peras. Exhaustos tras las pequeñas batallas diarias llegábamos por fin al banco del parque donde se sentaban cada tarde las muchachas y allí como guerreros con mocos ensayábamos nuestras primeras seducciones.

El verano le quitaba a las chiquillas la solemnidad de los uniformes de los colegios de monjas y nos las mostraban por fin con sus pieles, sus mínimos escotes, sus caderas y sus piernas. Era raro que cada semana no anduviera uno enamorado de alguna y los temblores que sentimos ya no volverán jamás, porque no volverán los primeros besos en el cine, temiendo siempre el rechazo, los primeros manoseos y esas eyaculaciones que parecían un pis curioso cuando nos pegábamos a las chicas en las esquinas y descubríamos el gozo de la anatomía, las tersuras maravillosas de la carne y el sabor a fruta fresca de las bocas. El verano era la vida y el misterio, enamorarse como en las coplas de una niña de otro pueblo, convertir el mes de agosto en una eterna travesía, ir al cine sin techo y mirar más las estrellas del cielo que las estrellas de la pantalla.

El verano era también la penumbra de esas tardes, leyendo a Juan Ramón y a Antonio Machado, haciendo versos en cuadernos de rayitas e inventando canciones con dos acordes de guitarra - más o menos como ahora-
El verano era para estar con los amigos, para sentarse en el patio de la casa de vecinos hasta las tantas y escuchar a los mayores contar historias terroríficas de muertos y de guerras. El verano era un niño con un polo derretido, una pionera con los pechos al sol vigilada por diez mocosos pajilleros, un tiburón de mentira que siempre aparecía por la costa, una noche de verbena mirando con devoción a los músicos de la orquesta. Pan con manteca y casera blanca, dos cigarros rubios marca Fortuna para cuatro o cinco, un circo patético con payasos alcohólicos y trapecistas rubias de muslos inasibles.

El verano era la primavera de nuestras vidas.

5 comentarios:

Piniófilo dijo...

Otros en cambio, cerraban las persianas al medio día con el maldito bochorno de calor en verano, para ver el otro verano....
VERANO AZUL... un saludito....

Anónimo dijo...

Olé Gallardosky! "dormir era una derrota, una tristeza que no queríamos sentir"... así mismo lo sentía yo
Poemaydi:)

ByPernales dijo...

Y qué pasa con los que fuimos a la montaña...Los esteparios, los Jim sin Morrison...Los que cada día tenían la impresión de despertar en un día nuevo olvidando el anterior día, el anterior verano...Veranos fríos con abuelas de cuéntame, comiendo azúcar quemado en quemadas y viejas sartenes...Soñando con ser el de detrás de la tele, con su bollycao distante...Distantes hermanos...Distantes amigos...Los de sonrisa perdida...Nunca debimos ir a la montaña...

Gallardoski dijo...

Me cago en la vigen del carmen, ay!! mi niño!! darme un besito pishaaaaaaaaa!!!

Mari dijo...

Ojú que jartá de reir me he dao con lo de darte con agua dulce por si tu madre te chupaba el brazo???!!!
Saludos