viernes, 12 de noviembre de 2010

MELOS MELANCOLÍA


Tras décadas deambulando por los aledaños de la cultura y de la poesía, ha tenido uno la oportunidad de conocer algunos popes literarios, se ha bebido con ellos, se les ha festejado su obra y se les ha agasajado con atenciones que el neófito consideraba reglas de cortesía.

Al principio no, los primeros años de escritura se acercaba uno a los insignes escritores para darles la brasa, para medio afearles alguna conducta, para criticarles impunemente sus libros.
Los insignes ponían cara de asquito o de conmiseración, cuando el todavía adolescente les pretendía corregir un verso, una tendencia, cuando el todavía adolescente, les confesaba a bocajarro a alguno de ellos que su poesía iba filtrándose por los sumideros de la complacencia. Con el tiempo el poetastro adolescente fue asumiendo normas de comportamiento que, por su origen barriobajero y rotundamente proletario, no había podido aprender en las academias. Sobre todo entendió el poetastro adolescente lo atrevido de su ignorancia y lo enorme que era esta ignorancia.

Cuando aprendimos a tratar a nuestros mayores literarios pudimos hacernos buenos amigos de algunos y llegamos a apreciarlos sinceramente. Sin embargo, era bastante frecuente que en muchos de los conocidos artistazos de las letras, descubriéramos una tendencia a la tontería y a la impostura francamente molestas. Pude constatar cómo muchos de ellos andaban más atentos a la cámara de televisión que iba filmándolos mientras charlábamos, que a la propia tertulia en la que yo estaba enfrascado, pude detectar una afectación clasista cuando llegaba algún pavo como yo mismo con sus manuscritos ansiosos, gimiendo por una lectura.

Pude asistir a deliberaciones trucadas de jurados de poesía, a intercambio de amistades y favores, pude comprobar cómo en el cortijo de los laureados habían puesto un metafórico portero de dos metros y medio de envergadura para que ningún rotito, para que ningún pringado, pudiese flanquear las puertas de su más o menos reconocida gloria. Los endecasílabos fluían como parte de un negocio de flores naturales, las conferencias bien pagadas se negociaban con ademanes de contratista de obras públicas, los flashes y las cámaras de televisión eran idolatradas y los contratos se firmaban con mercaderes corruptos sin atisbo de náusea o al menos de vergüenza.

Hace unos años conocí a Carlos Edmundo de Ory, nos vino a visitar a Sanlúcar vestido como un hippi anciano, como un duende sacado de la chistera de Verlaine, con ojos ilusionados y brillantes de poeta jovencísimo, un Rimbaud con arrugas, canas y cicatrices. Tenía yo que leer algunos poemas suyos de su magnífico libro “Música de Lobos” y enseguida me abrazó y me dio un beso de esos de hombre bueno. Pasamos él, Fernando Polavieja que cantaba sus poemas y yo mismo al escenario y tras haber intercambiado tres o cuatro frases solamente, parecíamos ya, los tres, un grupo de buenos amigos.

Carlos enamoró aquella noche de otoño, una por una, a todas las mujeres que asistieron al acto, enamoró también a todos los hombres que allí andábamos haciendo lo que podíamos frente a la energía que irradiaba el poeta.

Yo, como digo, leí algunos de sus poemas y yo leo poesía de puta madre – cómo la escriba ya es otro asunto- además me entusiasmaban sus versos, puse en ellos lo mejorcito de mi dicción y de mi repertorio de cadencias y silencios.

Bien, cuando Carlos comenzó a leer, lo que hasta el momento había sido una correcta lectura poética, se transformó en una íntima fiesta de la palabra, cada poema era alegría y música y en los rostros de los ya arrebatados por el mágico poeta gaditanoparisinouniversal se notaba una alegría olvidada. Carlos era un niño utópico, besaba el aire y levantaba las manos como para abrazar la magia que él mismo había creado.

Fernando Polavieja rasgueaba su guitarra y cantaba suavemente para que todos nos meciéramos en aquella música de lobos que habían dejado de ser manada de solitarios para convertirse en grupo de amigos.

Hoy, a primera hora de la mañana, mi compañero del alma Jota Siroco me mandaba al móvil el siguiente sms: “ Se nos murió en París con aguacero pero con el sol de la caleta en los ojos y en las greñas”

Supe enseguida que el que había muerto era Carlos Edmundo de Ory, aquel viejo amigo que me escribía, me invitaba a su casa en Francia, me llamaba Gallardo el León cuando leía mis poemas, cumplía cada una de sus promesas y me mandaba sus libros dedicados maravillosamente, delicadamente. Desde aquí un abrazo a su compañera Laura, a su amigo del sur Fernando Polavieja y a todos los que sentimos alguna vez su abrazo amistoso y sincero.



Que la tierra le sea leve.
 

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