sábado, 16 de julio de 2011

NOSOTROS, CIVILIZADOS


Habíamos quedado en que la civilización era esa parte del mundo que podíamos entender; los normales éramos nosotros y el resto de la humanidad estaba hasta las trancas de salvajes o, cuando menos, de excéntricos. Gente con taparrabos comiéndose la cabeza de un mandril o bailando alrededor de una hoguera danzas tamboriles. No nos mirábamos nunca a nosotros mismos, ¿para qué si estaba claro que habíamos ganado la batalla esa tan fascista de la evolución?.

Así que, ni siquiera echamos un vistazo a esos camiones cargados de animales que iban al matadero, con los cerdos asomando los hocicos por las míseras rendijas de la caja del camión, tratando de tomar un poco de aire antes de desfallecer.
Ni reflexionábamos sobre las matanzas domésticas en las que el matarife degüella al cochino después haberle dado un viaje de cojones en la cabeza con el cabo de un azadón.
Nosotros éramos normales mientras cantábamos y la sangre caliente del cochino caía en un cubo y el humo se elevaba hacia un cielo improbable de los bichos, como si tuvieran los bichos alma, o más alma que nosotros. Nosotros comiéndonos pajaritos desplumados a la plancha y haciendo ruido de dientes con los huesos descalcificados y poniéndonos de vino hasta el culo, éramos los normales.

Nosotros metidos en artefactos mortíferos que además pagábamos, en colas interminables para llegar a la playa y ponernos bajo el sol cuando el sol más daño hace a nuestras tristes y blancas pieles de urbanitas. Éramos normales. O nosotros, desollando mamíferos para hacernos un bolso, un abrigo o un puto tanga, o nosotros torturando a primates o humillando la majestad preciosa del elefante para que nos diviertan en las canchas circenses y para que nuestros vástagos se echen una foto montados en un animal salvaje que ya no lo es, nosotros inoculando el virus de la estupidez y la impiedad a nuevas generaciones de bestias consumistas. Nosotros ahorcando galgos en los bosques tras habernos servido. Nosotros banderilleando, mareando y bailándole a un toro una danza maricona hasta que moribundo tras la paliza recibida de manos de rejoneadores, banderilleros y otros sádicos, agacha su otrora orgullosa testuz para que tras dos o tres pinchazos, porque para colmo el “maestro” casi siempre es torpe, penetre profunda la estocada y muera el toro, y si está bien matado, le den al “maestro” las orejas o el rabo del animal muerto. Un trofeo más. Nosotros que miramos y disfrutamos de todo esto somos, éramos, los normales.

Nosotros bailando a altas horas de la madrugada otras danzas tamboriles hechas éstas con sintetizadores en lugar de con bongos éramos bastante normales, por más que tuviésemos los ojos inyectados en sangre y el corazón palpitando como el de los asesinos, nosotros, el occidente civilizado, esnifando la cocaína y la frustración en los rincones más oscuros de los bares y follando sórdidamente en los váteres hediondos, vomitando al amanecer en los portales o tiritando de angustia y frío bajo los alerones de los aparcamientos de los polígonos industriales. Nosotros éramos la normalidad, de puta madre. Salíamos a la noche con pistolas y navajas y por un hueco para aparcar nuestro tuneado automóvil fuimos capaces de acuchillar a un desconocido, pero, insisto, nosotros éramos normales y éramos de puta madre.

Nosotros nos indignábamos saludablemente cada vez que por la televisión nos ponían las imágenes de unos cafres hijos de puta cortando la cabeza a un occidental con una catana o con un sable de esos con los que peleaba Mahoma contra sus primos, y nos decíamos entre beatíficos susurros que aquello rubricaba la condición de salvajes de aquellos enemigos de las libertades que vivían en los desiertos, mirando siempre como gilipollas, hacia la Meca.

A los pocos minutos de la horrible ejecución la misma pantalla nos mostraba un festival de lucecitas de colores que bajaban del cielo y llegaban como fugaces estrellas hasta los tejados de la población civil de Afganistán, Irak, Palestina...ay qué lucecitas, qué carga de muerte y horror llevaban, cómo saltaban en pedazos los cuerpos de hombres, mujeres y niños, cómo el efecto de una de esas lucecitas casi, casi, navideñas era veinte o treinta mil veces el de la catana asesina, el del mítico sable cortacabezas. Cómo esa quirúrgica amputación de miembros era llamada “Justicia infinita” “Misión de paz” “Libertad duradera” o cualquier otra eufemística porquería léxica.

Nosotros que dijimos que civilización era abrir el grifo y que fluyese el agua, pellizcar la pared y como en un delirio hermoso de dios, la luz se hiciese. Y ahora vemos que podemos abrir el grifo y que el agua esté cortada, y pellizcar como paranoicos las paredes y que la luz no se haga ni de puta coña.
Nosotros que nunca pensamos en vivir en la calle tenemos ahora las amenazas nuestras de cada día, vamos mirando al que cae, sabiendo que en la guerra todo agujero es trinchera, vamos esperando que las cosas cambien cuando llegue la tormenta a nuestra casa, esperando que haya amainado el temporal cuando la ola espantosa del capitalismo salvaje (ese sí que sigue siendo un salvaje, atroz, hambriento, impío, insaciable, voraz, asesino) venga a arrastrarnos. Hemos pasado de vivir a esperar el momento, a estar alertas preguntándonos cuándo llegará nuestra hora, cuándo vendrán a por nosotros.

"Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada".

Martín Niemoller.

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