lunes, 29 de septiembre de 2008

FUTBOLÍN


Había dos modalidades; parando y sin parar.
Parando significaba que con la fila de delanteros se podía poner uno artístico y hacer algunas filigranas, pasando la bola de un muñeco a otro, con lo que se provocaba la exasperación del contrincante que manejaba a los defensas y al portero y que tenía que extremar la atención y soportar el tonteo burlón del virguero de turno.

Los muñecos, mancos de los dos brazos como figurillas paralímpicas, uniformados con los colores del Madrid o del Barcelona, con cara de juguetes antiguos y atravesados por una barra de hierro, carecían, pese a todo de entidad porque éramos los jugadores los que nos proyectábamos sobre el juego.

Esta modalidad del juego, parando, no era la habitual cuando las competiciones resultaban verdaderamente disputadas. La regla predominante era jugar sin parar la bola.

El posible virtuosismo era relegado en aras del resultado, aparte de que jugar sin parar le daba mayor dinamismo al partido y era donde realmente se demostraban las facultades de cada uno de los contendientes y la dureza de los saques y los tiros a puerta, así como la atención y la intuición geométrica de los porteros, que formulaban sus teorías físicas sobre efecto, velocidad, recorridos y ángulos de tiro.

Dentro de mi repertorio, una de las fórmulas más celebradas con la que se iba haciendo uno un doméstico mito de ese juego, tanto que ya nos resultaba complicado a mí y a mi compañero en la portería encontrar contrincantes a los que batir, era mi tiro a balón parado.

No recuerdo cómo lo hacía y seguro que a estas alturas no sería capaz de repetirlo, pero conseguía que la bola se quedase entre los pies del delantero sin detener el juego, y con un movimiento de muñeca y un efecto espectacular, la bola salía disparada y sonaba como una bomba el impacto del disparo contra la pared interior de la portería contraria, mientras que el chaval que velaba por aquella portería se quedaba con cara de ni haberla visto.

Pero todo se pervierte en esta vida y mis éxitos en aquel futbolín del barrio me llevaron a empezar a pavonearme en exceso delante de mis compañeritos de farra. No confesé entonces que así, con aquel juego, me redimía de mis fracasos futbolísticos y como sabe cualquier persona que haya nacido antes del imperio de las consolas y los video juegos, ser un fracasado en el fútbol para un chaval era lo mismo que ser un fracasado en la vida.

Mi vanidad me llevó entonces a buscarme a otro compañero, porque mi portero habitual ya no daba el nivel que yo exigía al equipo. Así que por fin, en medio de una partida con una pareja de jugadores pijos que venían de los futbolines de la zona buena de la ciudad atraídos por mi leyenda de gran jugador, le quité los mangos al compañero y le dije que me dejara solo, porque se había el compañero tragado un par de goles intolerables. Aquel amigo me miró directamente a los ojos y me dijo “ahí te quedas, gilipollas”.
Dejé que los pijos me ganaran aquel partido, al final los pijos ganan siempre y si no pueden hacerlo, cierran el garito, compran las contraportadas de los periódicos, inventan leyes, crean empresas que te contratan y después te despiden, para que aprendas.

Yo los dejé ganar, a los pijos, porque ya me importaba un carajo la partida, porque me importaba más la partida de la vida. Quería ir corriendo a buscar a mi amigo, disculparme y darle un abrazo. Esto del abrazo era casi imposible porque la jauría de chiquillos nos hubieran tildados de maricones de inmediato y con mis antecedentes como pésimo futbolista, no podía uno arriesgarse a la gestualidad del afecto, pero en fin, que prefería la amistad y la autenticidad de mi amigo que las proezas del futbolín.

Así ha sido casi siempre en mi vida. Así han sido mis renuncias y mi incapacidad de ejercer de lameculos de nadie para que me publique una mierdecita en alguna editorial, para que me contraten en un ayuntamiento, para que el primo de uno que conoce a otro me de un puto premio o una marchita flor natural en un certamen de los cojones, para que me den un puestecito de jerifalte de pueblo en algún partido político. Para cotizarme, en fin, en los mercadillos de la palabra o el cante.

Y es de lo único que a esta edad me siento arrogantemente orgulloso.

4 comentarios:

Unknown dijo...

¡Un beso desde Zaragoza poeta!
Un placer leerte.
Isabel

Anónimo dijo...

tes qui ya loren.....

Anónimo dijo...

Creo sinceramente que Juan Antonio o Gallardoski, como él quiera, es un grandísimo escritor. Poca gente como él me hace reir, reflexionar y pensar con sus artículos. ¡Eres grande Gallardoski!

Anónimo dijo...

piensas luego existes. Un saludo perdiooooooooo