martes, 30 de diciembre de 2008

EN LA NOCHEVIEJA

Para D. para M y para E

En el día de la nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, lucía el sol. Un sol rabioso que negaba el mito nórdico de las blancas navidades, de los muñecos de nieve y de los abrigos y de las bufandas. Lucía el sol ese día y olvidaba uno la servidumbre de las fiestas, la asfixiante letanía del mundo, que es sordo y es mudo, y no deja de preguntar: ¿qué vas a hacer esta noche tan especial?.

Me escondía entonces en un cuchitril infecto donde fumaba y bebía sin esperanza, pero con convencimiento. Hacía con mis dedos índice y pulgar la mínima catapulta y lanzaba con sorprendente habilidad las colillas hasta un rincón con papeles cargaditos de poemas o de intentos de poemas o de mierdas de poemas…qué más da.
Ya dice Cioran que el escepticismo es la elegancia de la ansiedad.

En el día de la nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, tenía uno un par de camaradas en la tristeza, la tristeza degeneró en silencio y el silencio en desencuentro, hasta que al fin decidieron, o decidimos todos, huir de nosotros mismos y buscar otras compañías más amables y más buenas para seguir viviendo, a pesar de que el estigma de aquel tiempo de enormidades ya no se quita, no se quita en la vida y mira que hemos buscado lugares menos duros.
Amaba también aquel día a una mujer que me soportaba, a una mujer que como uno temía , pero sin confesarlo jamás, la llegada de la nochevieja.

En el día de la nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, mi capital ascendía a quinientas pesetas, de las de antes, y a un paquete de ducados. Y no crean; era un capital considerable para quien, por lo común, tenía los bolsillos llenos de manos y las manos cansadas de bolsillos.

En el día de la nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, mi mejor jersey había llegado desde Portugal, a través de una señora, que creo recordar, se llamaba Andrea y que permitía que mi vieja lo fuese pagando poco a poco. Se trataba de un jersey que irritaba mi cuello recién afeitado y que debió estar muy de moda allá por la segunda mitad de los años sesenta. Mi mejor pantalón había pertenecido a un primo mío que crecía y crecía y se ponía bien fuerte, además de labrarse un porvenir haciendo el servicio militar como voluntario en la guardia civil, así era mi primo y así eran sus beneméritos cojones.
Uno no era así, uno se ponía aquellos pantalones heredados mientras mi vieja festejaba: “Mira qué bien te queda” aunque me quedara el puto pantalón como una reverenda mierda. Uno no día ni un palabra, porque ni tenía uno palabras, ni derecho a decir nada.

Desde la ventana de mi infecto cuchitril, escuchaba aquellas navidades de mil novecientos ochenta y nueve, la propaganda insufrible de la felicidad, las delicias prometidas en aquellos cotillones donde gente con mi edad desbordaría el cauce del gozo. Pero yo- que era a tan tierna edad poeta lírico y librepensador por el careto- no me sentía totalmente gilipollas y sabía que esos saquitos de felicidad que se venden por avenidas y plazas no llevaban mi nombre.

Fumaba mi tabaco negro y bebía licores bastante asquerosos que alguien trajo bajo el brazo algún día; Licor de menta, leche con güisqui o calimocho, alguien que fue invitado a una de esas fiestas tristes, pobres y hermosas que organizábamos mis dos atribulados amigos y yo mismo. Aquellas fiestas erróneas donde la risa espantosa que esgrimíamos hacía que los neófitos movieran sus pañuelos diciendo: “adiós, adiós, ahí os quedáis con vuestras risas y vuestra infinita soberbia, poetastros”.

En la nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, temía- era la vileza, mi secreto, el patetismo de mi soledad- que mis dos amigos en la tristeza curasen sus heridas, que lamiesen las cicatrices del azar y de la vida y anunciarán festejos, fandangueos sin angustias, exuberantes cenas con sus papás y sus mamás, la familia ya por fin, bien avenida y resuelta.

Llegaría, aquella nochevieja de mil novecientos ochenta y nueve, por fin la hora bruja y nos buscamos los cuatro: mis dos amigos tristes, mi novia y yo mismo. Sentimos una alegría extraña y compramos entre todos más tabaco que de costumbre, veinte duros de chocolate para fumar , algunas cervezas y una botella de ron barato.
Nos metimos en aquel cuartucho que nunca tuvo luz y encendimos velas.

Nos mirábamos las caras y reíamos y reíamos mientras que uno se afanaba tirando, de vez en cuando, serpentinas de colores por nuestras cabezas, para que al salir viera el mundo sordomudo, que éramos fiesteros con cojones.

Y por el bien de nuestros padres, a los que tranquilizaba cantidad saber que sus vástagos iban por la vida de fiesta en fiesta.

No hay comentarios: