jueves, 24 de marzo de 2011

SEXUS




Un día, hace muchísimo tiempo, nos abroncaron porque estábamos tocándonos los genitales. No podíamos saber qué había cambiado en el mundo, si hasta entonces nuestra desnudez provocaba comentarios de alegría, se nos exhibía tranquilamente en casa de cualquiera y la mayoría de los parientes y amigos terminaban festejándonos esos huevos o ese “toto” tan bonitos, según el género.

En realidad, ya andábamos sospechando que algo no iba bien el día que nuestros papás empezaron a poner cara de asco tras nuestras amorosas deposiciones. Mamá cambió la ternura de aquella primera fase anal de nuestra sexualidad, cuando nos escamondaba el culo y nos refrescaba las ingles con maravillosos polvos de talco , por un “Otra vez te has cagao, niño” Y a partir de ahí todo fueron reproches a las cándidas travesuras de nuestras entrepiernas.

Tampoco, cuando ya teníamos algunos añitos cumplidos, nos avisó nadie de que una parte del mundo conocido no llevaba nada colgando. Que éramos distintos y que una ingobernable curiosidad nos embargaba cuando nos quedábamos en bolas delante de la otra parte de la humanidad, nosotros con nuestros colgajos, como hemos dicho, ellas con ese misterio fascinante.

Ya había mordido alguna de las dos partes de la humanidad la manzana prohibida, ya nuestras desnudeces empezaron a ser clandestinas y teníamos tanta vergüenza que la serpiente del pecado llegó y se quedó para arrastrarse eternamente por nuestras vidas.

Siempre fuimos sexuales, nunca vivimos ajenos a la naturaleza por más que la asquerosa serpiente se fuera vistiendo de monja, de cura, de padre, de madre, de pudor o de represión.

Cuando empezó a salirnos pelo por todas partes, cuando empezó a crecernos todo y aquel pis curioso se transformó en una especie de pegajosa saliva que acudía cada noche a la cita pajillera de nuestra adolescencia, otro ejército de serpientes vino a flagelarnos ; ciego te vas a quedar, qué haces en el baño niñato, como te coja tocándote te corto la mano.

Así era nuestra educación sexual; miedos, falacias, pornografía y embustes de los amigos más mayores que trataban de describirnos, torpemente, cómo era aquello de follar.

Hasta que por fin, entre tanta confusión y tanta porquería reprimida, un día nos entregamos a los besos y se nos quedaron los labios escocidos, naufragamos por los poéticos senderos de la caricia, nos revolcamos lascivamente como no se revuelca, como no retoza ningún bicho, como sólo se revuelcan los seres humanos.

Dijimos palabras mágicas; dijimos amor y dijimos te quiero. Dijimos pezón y dijimos boca y dijimos coño, polla, nalgas, sigue, bésame, aprieta, abrázame. Por fin entre tanta confusión descubrimos que nuestra oreja, ¡ por dios santo, nuestra oreja! Era también zona erógena cuando
se nos besaba, que había otros cinco sentidos por descubrir aunque fueran los mismos y el tacto era una fiesta y el gusto, y el olor de la piel sudorosa, y la vista del cuerpo desnudo recién amado y el oído colmado de jadeos y susurros.
Por fin entre tanta confusión descubrimos con el poeta que sí, que todo era confuso, menos su vientre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre, insultantemente genial. Pepe Fdez