domingo, 13 de noviembre de 2011

TEORÍAS DEL CREPÚSCULO




Nos sentamos sobre una piedra. La marea se había empeñado en ponernos difícil el paseo y aunque yo me habría subido los pantalones hasta las rodillas como los mariscadores y continuado con la ruta, ella, siempre sensata, me pidió que dejase los alardes románticos, que después vienen los constipados otoñales, las fiebres leves y la carita de pena pidiendo paracetamol para luchar contra el dolor de cabeza y los temblores, con la manta sobre los hombros y el pañuelo con mocos.

Lo bueno que tiene la playa es que si se te desgracia un plan, la playa, viéndote tan damnificado, te ofrece , del tirón, otro espectáculo. Y así, sentados como dos enamorados sobre aquella roca, vimos caer la tarde. Como estaba en plan chuleta, digamos que en plan ligón, y se tiene cierta práctica en los atardeceres, me puse a teorizar sobre la disposición de las nubes para anunciarle a ella que la puesta de sol iba a resultar muy hermosa. Digo yo que si el poeta Miguel se doctoró en su peritaje en lunas, por qué no iba uno a poder ser “experto en crepúsculos” aunque sea esta licenciatura , como mucho, un grado medio o un ciclo formativo superior, a saber.

Los elementos naturales cumplieron, no fue un crepúsculo pata negra como anunciaban cirros, fulgores solares y turbulencias marítimas, pero estuvieron bien todos ellos; las nubes, la luna asomándose impaciente, el astro rey entregando su corona a la república noctámbula, el mar y sus sonidos como un murmullo, las gaviotas... y entonces, como una ráfaga de melancolía que llega sin saber uno de dónde demonios llega, se me vinieron a la memoria otros atardeceres, los más tristes.
Pudiéramos decir que casi monté una competición y aparecieron en ese escalafón penoso montones de detritus, pero también amigos, aunque también traidores; amores y amoríos, pero también hospitales y barracones, ciudades maravillosas pero a la vez, ciudades inclementes, estaciones de tren, autobuses, furgonetas y hasta un helicóptero en el que me monté una vez y comprendí allí lo certero de la expresión tan castiza “cagarse de miedo” . En fin, una antología que resumía en forma de imágenes difusas y a ráfagas, como en los sueños, parte de la vida de uno, de la vida que uno ha llevado.

Le dije a ella; uno de los sitios más terribles para acabar el día es la habitación de un hospital.
Ella me miró como diciendo, bueno y eso a qué viene, así que seguí con la incontinencia verbal:
Yo, para empezar, creo que uno tiene que terminar la jornada vestido con cierta decencia y no en pijama o en bata, menos aún si la bata es una de esas en las que el enfermo queda desnudo por detrás, como si ejerciera el sistema médico un pequeño sadismo con los pacientes, como si les dijera además de malito y desvalido, va a estar usted ridículo, caballero.

La caída de la tarde en esos sitios llena de congoja al más pintado, esas cenas a horas en las que uno está normalmente tomando todavía cafés vespertinos, esos purés y esas verduras que parece que vienen de una nave espacial y que han sido cocinadas por marcianos. Esa pera verde en la bandeja, abatida y con una mancha pequeñita de pudrición. Esos minúsculos vasos de plástico con agua para ayudar a la ingesta de pastillas de colores, esos acompañantes que se han quedado a pasar la noche con el enfermo, casi siempre, si el enfermo es viejo, tras una pelea familiar por organizar los turnos, esas caras que tienen los acompañantes que se diría que están más jodidos que el paciente, que parece algunas veces que más que a hacerles compañía, vienen a velarlos, para ser así los primeros, los que den el grito de alarma, los que certifiquen el fin.

Tan tristes son las tardes en los hospitales que las estadísticas demuestran que la mayoría de las defunciones se producen a esas horas o de noche. No al amanecer, no durante el mediodía, no a la hora de las visitas de cinco a siete, cuando hasta los hospitales tienen cierto aire festivo con el trasiego de gente sana, de visitantes que traen chucherías prohibidísimas para los enfermos, de primos y primas que sólo se ven ya en estos sitios o en los tanatorios, pese a haber compartido en muchos casos la infancia. Las muertes suceden cuando acaba la jornada, llegan los servicios de guardia, médicos, enfermeras, celadores, y un halo de misantropía y desánimo se cuela por las habitaciones y por los quirófanos y preferiría uno estar siendo operado de una hernia de disco, que mirando por la ventana de la habitación cómo se va la vida, tan callando.

Y lo peor es que cuando se está allí, en un hospital, en un cuartel (otro inhóspito lugar donde pasar la tarde y diríamos que hasta donde ver pasar la vida) o en una cárcel, se te vienen al tapete de los recuerdos todo lo que hacías a esas horas, las cervezas que te bebías con los buenos amigos hablando de política o de literatura, pontificando sobre certezas que al día siguiente eran dudas. O las tardes que ha pasado uno riéndose, o paseándose melancólico pero sabiendo que en una taberna estaría, pongamos, Jota Siroco, al que tanto echamos de menos por estas tierras, leyendo un libro y tomándose una birra y dispuesto a saltar como un gato en cuanto nos viera, para invitarnos a otra.

Ella me miró, mientras soltaba más o menos esta perorata sobre hospitales, calabozos y crepúsculos, y me dijo: “Venga, vámonos y no mientes ruina”.

Y así, con la noche ya encima, nos volvimos paseando por la orilla. Para convocar a la alegría y echar de allí a esos fantasmas tan perros de la pena y la saudade, le susurré al oído como si alguien pudiera escucharnos: si tuviéramos veinte años menos ya estaríamos metiéndonos mano detrás de aquella barca, y eso seguramente lo dije porque tenía el día tonto y por ver si caía la breva. Pero lo que a los veintitantos es precioso y forma parte de la belleza del paisaje, dos enamorados besándose y abrazados a la luz de la luna, a los cuarenta y tantos nos parece feo y fruto de la perversión y eso también es una lástima. No me lo dijo así, pero más o menos.

1 comentario:

Mª TERESA HUNT dijo...

Muy bien escrito y a la vez llega profundo. Una ventaja de la edad es que se madura, literariamente también.
Un abrazo Teresa