martes, 27 de diciembre de 2011

CELEBRACIONES

El tedio, proclamó Pessoa, consiste en la ausencia de una mitología.

Cuando una persona cae rotundamente en el tedio y ya nada puede rescatarlo, hay que tratar rápidamente a esa persona porque será capaz de desmontar con su hastío cualquier intento que hagamos los demás por redimirla. Lo malo es que llevará razón, no se llega ahí tonteando ni por alguna pamplina. Si está esa persona alumbrada por las lucecitas del talento o del genio podrá con todos nosotros y nos escribirá la vida, como hizo el mismo Pessoa a través de Soares con su “Libro del desasosiego”.

Si el tedio se colectiviza y es capaz de contagiarse a una población, a una sociedad entera, lo que se produce es la decadencia de ésta hasta su extinción como cuerpo social. El tedio pudo con el imperio romano más que la osadía de los bárbaros. El tedio y su prima hermana; la desesperanza pudieron con el , así llamado, socialismo real, más que los cantos de sirena de occidente y sus promesas de libertad. (Libertad que,  decían unos rockeros de los setenta,  resultó no ser más que libertad para mirar escaparates).

Pero, no pretendo violentar a nadie con peregrinas teorías. Cuando hablo de una ausencia de mitología me refiero a asuntos más pedestres; la fe, el conglomerado de dudas y certezas cogida por los pelos que pudieran conformar una ideología, la empírica constatación de los abismos a los que la vida, tan callando, puede al final conducirnos...

De la angustia al tedio hay sólo un paso, pero es ese paso fundamental e importantísimo. La angustia puede llevarnos a la reacción, al combate o también si el combate lo vemos perdido de antemano, al martirologio , al infarto o al suicidio.
El tedio, sin embargo, no nos conduce a parte alguna. Es mirar al mundo tras la angustia y la batalla y ver qué clase de inmundicia cubre al mundo.
Pues, queridos amigos, con esta disposición inmejorable de ánimo afronta uno estas fiestas. Sin resistirse a los empujones de la juerga, asumiendo las cualidades catárticas de la ebriedad, dejándose llevar a las tristes ceremonias, con la procesión por dentro.

Nadie lo diría cuando nos vean mover nuestro esqueleto torpemente al son de los tamtanes medio africanos, medio folclóricos con los que habremos de lidiar. Tomaremos las uvas, haremos los regalos que podamos con nuestras raquíticas economías, brindaremos y hasta cantaremos en torno a las mesas engalanadas algún pagano villancico en el que la tradición se burla del pobre José, de su categoría de hombre manso que tiene que sufrir, para colmo, la excelencia de su hijo y de su esposa. Hijo del que no sabe quién es el padre, esposa a la que no puede ni acercarse lúbricamente si no quiere con ello acabar con dos mil años de tradición del más célebre himen que la historia haya conocido.

Yo también voy a participar de estas fiestas, no lo haré por mí, lo haré por los demás. Uno sabe ya qué lugar ocupa en el mundo y sabe que pese a esa melancolía, terminará animando el cotarro, cantando como si mereciera el mundo ese canto, como si no fuera el mundo una porquería en el quinientos seis y en el dos mil también. Por momentos se enciende el corazón del niño y puede manifestarse un hálito, una miaja de ilusión por ver cómo quedan las botellas en torno a la mesa, por degustar esos mariscos para pobres con los que vendremos a homenajearnos. Por brindar por tiempos mejores, por algunos besos que valen mucho y queremos recibirlos limpiamente, aunque sea una vez al año y como celebración de la venida al mundo del pastorcito divino.

Pero que uno sea capaz de colocarse la careta y de comprar su boleto de alegría, no significa que pueda uno engañarse a sí mismo, regatear con éxito sus propias e íntimas tristezas. 

Si no fuera por los demás, nos quedaríamos tranquilamente en la casa, trataríamos de que la luz fuese al menos parecida a la de un cuadro de Vermeer, una de esas pinturas costumbristas en las que se nos enseña una alcoba en la que siempre hay alguien haciendo cosas de interés, una muchacha tocando el piano, un geógrafo mirando absorto la bola del mundo, un joven con el pelo largo leyendo un pergamino, y todo bañado de esa luz tan íntima y reconfortante. 

Abriríamos una lata de sardinas y con un poco de pan nos fabricaríamos un bocadillo bien rústico. Nos serviríamos algo ceremoniosamente una copa de vino, pondríamos para santificar las fiestas un poco de música, el “paseo en trineo” del grandísimo Mozart. Echaríamos mano de un libro, no sé, las obras completas de Nicanor Parra, ahora que le han dado el premio Cervantes. Nos reiríamos mucho con los antipoemas del chileno, nos fumaríamos un cigarrito mirando la luna por la ventana, como los poetas. 

Y, ya puestos a hacer excesos, nos comeríamos un pedazo de turrón de chocolate antes de meternos en la cama y quedarnos dormidos mientras nos mecemos recitando aquellos versos de Juan de la Cruz; “Qué bien sé yo de la fonte que mana y corre/ aunque es de noche”.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre pense que eres el mejor Sr. Gallardoski. Me ha encantado, y de veras siento no poderos leer tanto como quiera, pero si hay palomas que a traves de ventanas saben leer entre el tiempo y el espacio, eso si necesitan un pequeño trozo de turron de chocolate para poder dormir felices. Un saludo Sr. Gallardoski. Anil