lunes, 2 de enero de 2012

MADERAS DE ORIENTE

Aquella ciudad era para nosotros un continente inexplorado. Apenas conocíamos de ella el trayecto de la casa al autobús que nos llevaba cada mañana al colegio. Nos sacaba la madre al portal con unos gorros coronados por ridículos borlones , con las bocas tapadas por la bufanda, los pantalones de tergal con el pijama debajo y los guantes de lana, como si viviésemos en el Canadá.
Y así emprendíamos la marcha los dos hermanos hacia las pendencias de la vida, que estaban entonces casi todas en el colegio y se quedaba la madre con el hermano pequeño a cuidarlo, porque nosotros con ocho y siete años cumplidos, ya podíamos apañárnoslas solos.
Lo primero que hacíamos mi hermano y yo en cuanto estábamos lejos del ángulo de visión de la madre era quitarnos la bufanda, el gorro y los guantes, sacarnos la camisa por fuera como los chulillos y meternos en la boca un chicle clandestino con bélico nombre (bazoka) o comernos un paquete de pipas, que según nos advertían eran muy malas las pipas para la salud y provocaban en los niños el dolor de la apéndice, así lo llamábamos. Y es que se operaban en aquellos tiempos casi todos los niños de apéndice y esa operación nos asustaba bastante, pero luego los que habían sido sometidos a ella enseñaban la cicatriz en el recreo y nos daba, en realidad, un poco de envidia cómo se decoraban los operados con aquella temprana herida de guerra. También era muy común la de las bolas de la garganta que tenía como contrapartida a perder para siempre las amígdalas que te hinchabas de helado (¡en invierno!) y te tirabas casi un mes sin tener que ir al colegio . Y de fimosis también se operaban bastante los chiquillos de la época y eso nos daba un terror infinito porque a esas alturas no sabíamos qué contrapartidas pudiera tener que te quitaran el frenillo. Con la apéndice estaba la guapa cicatriz y con las amígdalas teníamos lo de los helados, pero ¿con la fimosis? ¿Qué ganaba nadie operándose de eso? .

El autobús nos paraba a unos cien metros del colegio y cuando había dinero, entrábamos a comprarnos en una pastelería, yo una biscotela de coco y mi hermano menos sofisticado, cualquier cosa que llevara chocolate.
Eso era lo que conocíamos de la ciudad, eso y las dos o tres calles aledañas por las que golfeábamos a partir de las cinco de la tarde y una vez nos hubiésemos terminado la merienda mirando en la televisión a los payasos de la tele que hablaban con acento argentino y repetían constantemente a la audiencia de chiquillos aquello de “Cómo están ustedes” Y los chiquillos respondían invariablemente con un rotundo y entusiasta ¡Bien! Que ojalá hubiera sido siempre cierto.

No se sabe cómo, aquel cinco de enero de los años setenta del siglo pasado, tuvimos mi hermano y yo un poco de dinero, creo que un billete verde de mil pesetas. Con esa fortuna podríamos habernos acercado por fin hasta el escaparate desde el que saludaba el increíble Hombre Araña y comprarnos aquel disfraz, que en realidad era una suerte de pijama estrafalario que usaríamos por turnos los dos hermanos y aún nos hubieran sobrado quinientas pesetas. Podríamos también haber adquirido tres o cuatro álbumes bien lujosos de Mortadelo y Filemón, alguno de Lucki Lucke, encuadernado en cartoné plastificado con hermosos colores amarillos como el sol. 
El dinero nos quemaba en el bolsillo y no parábamos de hacer cábalas con él, pasaron todas nuestras aficiones, que eran muchas, por nuestras cabezas y decidimos perdernos por las más bulliciosas calles de la ciudad.

Era cinco de enero por la tarde noche, andábamos eufóricos los dos, teníamos la sensación de habernos perdido, pero no nos daba miedo la inclemencia de la noche que se nos venía encima. Casi todas las tiendas estaban llenas de gente, todos parecían buenas personas, dispuestos a ayudarnos si en algún momento nos entrarán la pena o la histeria. Adultos que apuraban sus compras para no dejar a los vástagos en la indigencia de la alegría, para cumplir con el ritual del regalo, para mantener la tradición tan surrealista de unos hombres, monarcas de algún ignoto reino oriental, que cada año dedicaban una noche de sus vidas a recorrer medio mundo y dejar a los niños algunos obsequios. A unos niños más que a otros, en función del comportamiento de éstos porque sabían estos tres individuos, ya fuera por delación traicionera de nuestros propios padres o por magníficos poderes sobrenaturales, cómo habíamos sido durante todo un año, qué pecados habíamos cometido y cuáles de ellos eran veniales y cuáles casi capitales.

Ni mi hermano ni yo nos tragábamos ya aquel cuento de felicidad. El hermano pequeño sí y nunca hubiéramos sido tan desalmados como para descubrirle el pastel. Así que la primera nubecilla que estropeó la claridad de aquella noche en la que íbamos a malgastar eufóricos nuestras mil pesetas, sería la del recuerdo del hermano pequeño. Enseguida pensamos en él, en lo raquítica de objetos de colores que podía amanecer la mañana de Reyes.

Fui yo el que lancé la idea de comprarle algo, pero lo hice con la secreta esperanza de que mi hermano dijese que no, que la pasta la invertiríamos en nosotros mismos. No ocurrió así, mientras yo seguía alucinando con las caricaturas de Francisco Ibáñez y valorando seriamente la posibilidad de que el traje o pijama de Spiderman contuviera una pigmentación secreta entre sus hilos y me diera ya para siempre, la fuerza sobrehumana ¡de una araña! (habíamos dejado la fantasía bíblica, pero seguíamos con nuestras fiestas de la imaginación)  Decía que mientras yo seguía con el primer plan, homenajearnos sin pensar en familia ni hacienda, como hacen los borrachos, mi hermano ya sólo tenía ojos para cuentos de ositos, para mullidos peluches o para cualquier cosa que le pudiera hacer ilusión poseer al Benjamín de la familia.

Empezamos a gastar dinero. Compramos alguna tontería que nos costó la mitad de lo que llevábamos encima y nos embargó una alegría extraña porque sabíamos que estábamos haciendo lo correcto, pero se supone que lo que menos desea aquel que regala algo, que tiene un detallito, es el anonimato. Hay hasta quien personaliza los regalos y nosotros íbamos a hacerlo en secreto, sabiendo que lo importante era que el retoño de la casa no se diera cuenta de nada y anduviera unos años todavía creyendo en mitologías y en OVNIS con camellos.

El maldito pijama o traje con poderes del Hombre Araña estaba en todos los escaparates de juguetes de la ciudad, como un cínico Mefistófeles que nos tentaba a cada paso. Yo ya no pude más y le dije a mi hermano; vamos a entrar ahí a comprarnos el traje de Spiderman con lo que nos queda. El escaparate desde el que nos saludaba el demonio daba a una calle importante, una bonita avenida llena de luces y de fanfarrias navideñas, sin embargo la puerta de entrada del establecimiento estaba en una bocacalle oscura por donde apenas circulaba nadie. Nos metimos, un poco amedrentados, en la callejuela y anduvimos unos metros hasta alcanzar el portal de la tienda. Justo enfrente había otra tienda, una droguería de la que salían unos aromas hipnóticos. Mi hermano se quedó parado frente a esa otra puerta, yo le tiraba del brazo ansioso por salir pronto de aquel laberinto de calles oscuras y ansioso también por tener entre mis manos el diabólico traje de superhéroe. Nos quedaban quinientas pesetas, un botín respetable para cualquier ladrón nocturno, para los miles de navajeros que están escondidos en las esquinas esperando la llegada de los niños perdidos, además teníamos el regalo del pequeño que también nos robarían o, peor aún, que nos apuñalarían el regalo allí mismo, delante de nuestros ojos, para que viéramos la maldad sin fondo que habitaba y habita en el mundo.

Mas, no había nada que hacer. A mi hermano se le había ocurrido que podríamos gastar el resto de la fortuna en un regalo para mi madre. Lo miré entre sorprendido y derrotado, balbuceé varias veces como un mantra; el traje, el traje...pero ya estábamos dentro de la droguería. Enseguida supe que en aquel negocio hacía lo menos doscientos años que no entraba nadie. Las estanterías tras el mostrador casi se venían abajo de la carga centenaria de productos que soportaban. Miles de frascos misteriosos, goma laca, disolventes, alcoholes, cajas de cartón con una muestra del producto que contenían cosida de mala manera...Un hombre, jorobado y con los mismos años que el negocio más o menos salió de pronto de un pasillo repleto de escobas, recogedores y fregonas, y nos preguntó con mal humor qué hacíamos allí, no qué queríamos, sino qué coño pintábamos allí los dos mocosos una noche de Reyes, en las que él, supuse, abría su negocio con el único objetivo de venderle algún veneno al suicida, o un buen cuchillo al asesino. Y como si me lo hubiese dictado un espíritu bueno, pongamos que el de la navidad, dije yo, casi gritando, ¡queremos un estuche de “Maderas de Oriente” !. Mi hermano me miró estupefacto. ¿De dónde había sacado yo ese nombre que sonaba a lámpara maravillosa de Aladino? ¿Qué coño era eso de Maderas de Oriente? Y en realidad no sabía uno cómo le había venido ese nombre a la cabeza pero lo solté y existían tanto la marca como unos magníficos estuches que contenían dos jabones, una sombra de ojos y un tarro de colonia, todo ello envuelto en unas hermosas etiquetas de color crema o marrón claro, con medias lunas espolvoreadas por aquí y por allá y de fondo, como un misterio, unos ojos morunos de mujer. El estuche en sí era una pequeña obra de arte y era el mejor regalo que pudiéramos hacerle a nuestra madre.

Salimos de allí corriendo, tras abonar cuatrocientas y pico pesetas que costaba el exótico agasajo, mi hermano estaba más contento que si nos hubiéramos comprado el traje de Spiderman y del Capitán América juntos, yo creo que más que por lo bonito del presente que llevábamos a nuestra madre, porque yo hubiera accedido a hacerlo y demostrar así que yo también era buena persona.
Como ya no nos quedaba dinero, echamos mano de la fantasía y mi hermano me dijo que tuvo que ser algo mágico que me saliera aquel “Maderas de Oriente” así, sin pensar. Pero yo ya recordaba que mi madre, alguna vez, había dicho que no encontraba esos perfumes ni en Simago, cuando iba a la capital. Bueno, continúe diciéndole a mi hermano, eso no ha sido magia pero lo que sí es una aventura es que estamos los dos perdidos. Y esa sensación de inseguridad me llenaba de entusiasmo y del miedo ese tan excitante que sienten los niños. La verdad, me dijo mi hermano, es que yo sé perfectamente cómo llegar a casa. Había estado fingiendo todo el tiempo, el muy traidor, para no quitarme la ilusión exploradora con la que yo estaba viviendo la noche. Como hacen los padres con los hijos el día de reyes.


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