sábado, 4 de febrero de 2012

LÁGRIMAS

Ahora que vamos por la vida como forajidos y cuando miramos al prójimo lo hacemos con desconfianza, no es fácil confesarle a nadie que se ha llorado, siendo además hombres y bien machos, como los revolucionarios de Pancho Villa.

Se puede llorar de muchas maneras, aquí lloramos todos, gritamos, berreamos, moqueamos, chillamos, maldecimos...como contaba Benedetti enorme en su poema “Hombre preso que mira a su hijo” . Hay un llanto del desconsuelo y de la indefensión que más que una expresión sentimental, es una erupción fisiológica y está acompañado de congojas, espasmos y mocos, como si nuestros cuerpos no pudieran soportar más perrerías y dijeran ; “Hasta aquí hemos llegado, hasta aquí nuestra compostura y nuestra contención” y se suelta ese quejido universal que ni siquiera el Babel de las lenguas supo confundir y que comienza con un ¡Ay!  Sale, después,  el llanto de nosotros y nos inunda, se confunden la pena, la rabia y la desdicha en ese plañido. Luego se pasa, el cuerpo se recompone y las huellas del sollozo en nuestros ojos se van diluyendo, como el tiempo que se escapa.

Esa llorera tiene que ver con cosas que nos atañen personalmente; la pérdida de un ser querido, la angustia vital, la ruina económica, el abandono...Lo curioso es cuando nos conmueve algo que nos es ajeno, si es que algo de lo humano nos es ajeno,  que decía Unamuno citando el proverbio latino de  Publio Terencio al que, por cierto, no tengo el gusto de conocer.

Esta mañana de sábado me he levantado estupendamente porque anoche hizo mucho frío y decidimos pasar la noche en casa, no ir a buscar a los amigos para beber y fumar. Toda la noche del viernes leyendo tranquilamente, como si el mundo anduviera bien, en condiciones, como si pudiéramos ponerle un paréntesis a la porquería cotidiana y vivir un rato esa vida que queríamos vivir cuando empezamos en esto.

He contado las monedas para ver qué tabaco compro hoy y me he metido en una cafetería para leer gratis la prensa y tomar un cortado con poquita leche. Cuando digo a la camarera con poquita leche, hago un gesto bastante tonto con los dedos pulgar e índice, como mostrando con ellos la cantidad exacta de leche que me gustaría que tuviese el tropical mejunje y la camarera, repite el mismo gesto para informarme de que ha entendido la mímica.

En una mesa del fondo hay una muchacha, no debe tener más de veinte años, la edad de mi hija más o menos, está tomando un té en soledad y mira continuamente un teléfono móvil desde el que recibe y manda mensajes de texto. Los días laborables es habitual ver a muchachas de esas edades desayunando solas, porque van para el trabajo, son dependientas, cajeras de supermercado, limpiadoras, secretarias. Pero hoy es sábado y se supone que a su edad y a estas horas, las siete y media de la mañana, debería estar en casa descansando, o todavía de fiesta con la pandilla, o amaneciendo en alguna cama prestada con un novio. Piensa uno que se ha fijado en ella por eso, porque es raro que ande así ya, tan sola, tan joven. Desde luego no hay lubricidad alguna en mi mirada, ni son horas, ni son tiempos para eso, tras cada muchacha se le aparece a uno su hija y eso condiciona mucho la mirada masculina que se transforma en mirada paternal y, pudiéramos decir,  casi anciana.

Tras la recepción de uno de esos mensajes, los ojos de la muchacha se han ido llenando de lágrimas, y su boca ha dibujado un gesto de tristeza, como los dibujos amagados en los que se pinta la boca del monigote trazando una “u” al revés. Ha cogido un pañuelo de papel y se ha secado esas lágrimas que sospecha uno que son fruto de un desamor, un rechazo, una ruptura. Después se ha puesto a mirar por el ventanal de la cafetería y los ojos todavía le brillaban, ha querido recuperarse y para ello ha mirado también dos o tres veces al techo, suspirando levemente, pero en algún momento, cuando ella pensaba que había pasado todo, algo le ha vuelto a recordar ese mensaje, quizá dos gorriones estúpidos que se encaramaban uno sobre el otro, piando y medio helados, acaso una pareja que caminaba abrazada para sobreponerse al frío de la calle. El caso es que a la chica le han surcado el rostro dos lágrimas a las que ya no ha prestado atención, dejándolas correr por sus mejillas como dos rúbricas de tristeza.

Y allí andaba uno, compadecido de esa pena y sin poder evitar un nudo en la garganta.

Si viviésemos en una película de Frank Capra, no nos habría costado nada acercarnos a la muchacha y ofrecerle otro pañuelo de papel para que secara sus lágrimas, preguntarle qué pastelito de todos los que se exhiben en la vitrina de la cafetería le apetecía más y, a riesgo de quedarse uno sin su paquete de tabaco barato, comprar el pastel elegido para ella y dedicar la mañana, o parte de ella, a escuchar su historia, su novela de amor que sería inevitablemente corta debido a sus pocos años. Utilizar unas cuantas frases de esas de repertorio que tenemos los mayores y que distribuimos como grageas cuando los más jóvenes consideran que la vida les maltrata. No estamos, evidentemente, en una película de Capra y de habernos acercado a la muchacha con el pañuelo, lo más probable es que alguien nos hubiera denunciado por satirón, y más con el agravante de los pastelitos, que es casi como declararse culpable;  el mismísimo “Hombre de los caramelos” que se abría la gabardina en la mitología urbana, para que niños y niñas le echaran un fugaz vistazo a su falo.

Así que he vuelto a casa con esta melancolía y acordándome de las pequeñas cosas que a veces, nos han emocionado; el hombre que en la oficina de empleo le pide ayuda a uno porque no sabe apenas escribir y pide ayuda con ese pudor, con esa vergüenza que jamás es indigna. El niño que amanece sin regalos un día de Reyes y en vez de montarles un pollo a sus padres, disimula su tristeza jugando con los cachivaches del año anterior.  La mujer que tuvo una cita y se vistió para ello con sus mejores galas y se pintó los labios y los ojos, tras muchos años sin hacerlo y ve cómo pasan los minutos y el galán no aparece y toda esa esperanza va cayendo en los sumideros del abandono. El muchacho obeso que sufre la injuria de una carcajada cuando le declara su amor sin reservas a una guapa del grupo. La película de Billy Elliot, cuando el formidable actor que hace de Billy recita de memoria la carta de su madre muerta, o cuando se enfada y a lágrima viva recorre la ciudad sitiada por la policía danzando una coreografía de rabia y patadas.

Miles de cosas,  todas pequeñas, sin gran importancia, que han provocado, como la muchacha de hace un rato, que uno se conmueva y que a uno se le salten las lágrimas (qué expresión; las lágrimas saltando, teniendo vida propia, gobernadas solamente por los sentimientos) .

Otras infamias mayores del mundo han propiciado otros llantos, pero estos como decíamos al principio, de ira. Y de la ira a la revuelta hay un paso que deberemos dar colectivamente. Pero ese es otro drama.

1 comentario:

Inma dijo...

Hay decenas de escenas como esa, que nos pueden hacer llorar de pena o de alegría, a cada momento, en cada rincón... Pero vivimos demasiado encerrados en nuestra prisa, en nuestro individualismo...
Mira, yo igual hasta me hubiera acercado a la chica. Que al ser mujer no hay riesgo de que me tachen de acosadora.

Y es que hay que joderse, uno de los deportes nacionales es el cotilleo, la intromisión en la intimidad de los demás... y luego somos capaces de oir al vecino inflando a ostias a su mujer y decir que "no es asunto nuestro"...