martes, 28 de febrero de 2012

¡DESPERTAD!



Veo venir al hombre hacia mí, son las siete y media de la mañana y por esta calle no pasa nadie. Está a uno veinte metros y caminamos como dos forajidos del Oeste sabiendo que en un punto, el paso de cebra, tendremos que encontrarnos. El hombre me mira fijamente, con cordialidad, no resulta en absoluto amenazador. Tiene pinta de viajante de comercio, unos cincuenta años, un traje beige de cuando estaban de moda esos trajes, es decir de hace un par de décadas. Cuando por fin casi nos tocamos a la altura del paso de cebra, dice: “Buenos días, caballero” . Ya sólo hablan así, con el caballero como saludo y tratamiento, los camareros de las cafeterías caras y la guardia civil de tráfico. Buenos días, le digo devolviéndole el saludo y mirando al frente para no tener que decir nada más.

Perdone, ¿me permite una pregunta?” . Horror, cuando un desconocido con traje anticuado, buena educación y un acento que ni es andaluz ni es de ninguna parte nos plantea esa retórica es siempre para darnos la brasa. Lo que hay que hacer es cortar por lo sano; no, lo siento, caballero usted también, pero no le permito esa pregunta que pretende hacerme. ¡Ea!, buenos días y que lo pasé usted bien.

Reconozco que es muy difícil reaccionar así, lo es al menos para mí. Si un yonki me pide dinero para coger el autobús o el tren (ay, ese tren que pasó hace ya tanto por delante de sus narices) no le digo nunca que no me cuente milongas, prefiero las milongas que por lo menos decoran una mijita la inmundicia. Me molesta incluso cuando algún samaritano se pone farruco y le espeta al yonki, que si el dinero es para un café (toman mucho café los yonkis como todo el mundo sabe) él le paga el café y hasta un pastelito si fuera menester. Creo que al desesperado habría que dejarle por lo menos el consuelo de la pillería y la mentira. Además, quién de entre esos caritativos y caritativas le iba a dar un céntimo al yonki si les dijera; es que me falta para una papela, caballero o señorita, que también hablan así los yonkis ahora que caigo. Y para colmo ver al yonki, en la esquina de la cafetería porque el camarero le ha puesto el café en un vaso de plástico, para que no ocupe su mísera persona una mesa, medio chupando porque lleva sin dientes ni se sabe cuanto un palito de nata, me produce casi tanto estupor como cuando los veo agazapados como ratas en los pasillos de una obra abandonada celebrando su dosis con esa avaricia tan triste de los adictos.

A lo que íbamos; que en vez de decirle al hombre del traje  que no me hiciera preguntas y menos tan temprano, contesté;  Dígame. La pregunta era, chispa más o menos; ¿Cree usted que hay salida para los problemas con los que se enfrenta el mundo en la actualidad? Bien porque a las siete y media de la mañana uno tiene la cabeza embotada y apenas acierta a reaccionar ante los disturbios de la vigilia, bien porque todavía no me había tomado mi reconfortante café matutino (como los yonkis) me quedé mudo, mirándolo embobado como si estuviera pensando una repuesta. Tiene uno el dudoso honor de atraer hacia sí a majaras de todo pelaje y mi vida ha estado llena de excéntricos que me han dado muchísima lata, pero esto solía ocurrir de madrugada, cuando estaba uno mismo aliñado y había dado un concierto o un recital de poesía. Era como uno de esos peajes que te hace pagar la noche y sus sustancias.

El hombre, viéndome tan sorprendido, tuvo que pensar; vaya, mi pregunta ha hecho mella en este bendito. Lógicamente no esperó mi respuesta porque él ya tenía la suya. Enumeró una serie de tragedias cotidianas; el paro, la pobreza, la guerra, la avaricia, la violencia y de una manera más o menos encubierta, la lujuria y la relajación de las costumbres. Oiga, acerté a decirle, ya sé cómo termina el cuento, ahora usted me dice que todo este estropicio ya lo predijo Jesucristo en lo alto de un asno hace la tira de tiempo. Y a lo mejor el hippi este de la cruz o un primo suyo, predijeron estas cosas porque no era muy difícil, ¿no? porque ya había entonces paro, injusticia, violencia, guerras y, por supuesto, relajación de costumbres. Y las había habido antes y siempre las habrá. Para que no las haya, amigo mío, para que se terminen, ustedes no proponen una revolución social, económica y cultural, que a saber cómo terminaría de producirse porque ejemplos de estrepitosos fracasos los tenemos a punta de pala, no, para acabar con el sufrimiento humano proponen ustedes el fin mismo de la humanidad. Un bombazo de cojones que lo arrase todo,  o un meteorito cabrón que venga, como una pedrada brutal del altísimo, a destruir el universo mundo. Así que le voy a decir como  dirían  los yonkis, la guardia civil y los camareros de las cafeterías caras; Caballero, haga usted el favor de ir circulando.

Con este chaparrón, tan temprano, pensé;  el hombre del traje beige saldrá cagando leches y por lo menos hoy, dejará su penoso apostolado, se pegará un trago del coñac ese que no prueba desde que una mañana, como George Bush, a la sazón ex presidente de los EEUU y sepulturero de Badgad, se le presentó el niño dios, o dios padre, o Jesucristo en el burro y le dijo directamente; No bebas más coñac, alma de cántaro, redímete y extiende la buena nueva por tu comunidad. ¡Aleluya!. Vamos, que pensaba uno que había desarticulado con su verborrea la inquebrantable fe de este hombre.
¡Por aquí! Que diría el castizo.

En vez de largarse o de enfadarse un poco, o de darme un corte de mangas y condenarme a los más candentes infiernos, a la más perra de las vidas eternas, el apologeta del señor dios, abrió un maletín en el que hasta entonces no había reparado. Ahora sí, pensé, ahora que ha sido ofendido por mis palabras, sacará del maletín este fanático una pistola y me pegará un tiro en el pecho. Caeré aquí, tontamente y jamás se descubrirá el crimen porque ha sido por una tontería y no se investigan ni las tonterías ni las muertes ridículas.

Por suerte, en esta ocasión, en vez de la metralleta el hombre sacó una revista que ya conocía yo de otras paradas de este tipo. Es una revista feísima, con unas ilustraciones tan catetas, tan desfasadas, tan carne de burla, que no sabe uno si el ilustrador que las sigue haciendo es un infiltrado de alguna secta satánica que así realiza su misión impía.

El hombre, acostumbrado a que le den con la puerta en la cara todos los domingos, cuando va con sus amigos y amigas peregrinando por los bloques de pisos, andaba muy lejos de estar enfadado, ni siquiera molesto conmigo. Me entregó la revista que tenía en portada, por este orden, estos dibujitos; una bola del mundo en llamas, un león fiero jugando con un niño rubio como si fuera un gatito, una muchacha (bastante atractiva) señalando con un dedo al horizonte, otro niño negro y escuálido comiendo en un cuenco un mejunje repugnante, un hombre con barbas, como un progre de los setenta con una vara caminando por un jardín edénico y detrás de todos ellos, como serigrafiado, un anciano con barbas blancas y cara de bueno. En grandes letras un rótulo: ¡Despertad! Y daban, verdaderamente ganas de despertar de aquella suerte de pesadilla naif con la que habían decorado la portada. Del interior de la revista mejor no hablar.

Por fin le acepté el regalo, la revista, y le dije muchas gracias, muchas gracias, la leeré enseguida. Hágalo, dijo el tipo, ahí tiene todas las respuestas porque le veo lleno de dudas y de dolor.

Me dieron ganas de abrazarlo, qué hombre, qué clarividencia. Sí, ando lleno de dolor y de dudas, en cuanto me siente a tomar un café (otra vez como los yonkis) me pongo a leerla con el mayor interés y en el mismo momento que tenga ya las respuestas me dirijo como en trance al templo. ¿Dónde tienen ustedes el templo o casa de oración, hermanos? .

Yo creo que aquí ya se dio el hombre cuenta de la coña marinera y no me dio la dirección del templo ni nada. Me repitió, ahora sí un poco molesto, que no dejara de leer ese compendio de saberes que había puesto en mis manos. Claro, adiós, buenos días. Todavía para zaherirlo un poco le dije; vaya usted con dios. Y el hombre se fue, aligerando el paso, pensando seguramente que había dado con un loco o con un demonio. Yo me quedé quieto, divertido mirándolo huir. De vez en cuando volvía sulfurado la cabeza y como me veía allí plantado, aligeraba todavía un poco más el paso. Justo a mi lado había una papelera, en cuanto lo perdí de vista hice un canutillo con la tontería de revista y la deposité en la papelera, que abrió la boca para engullirla como un animal mítico, apocalíptico, abisal.

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