sábado, 21 de julio de 2012

MODA Y EDAD





Teníamos que regalarnos algo de ropa. Una expresión muy utilizada es “Voy a comprarle a mi marido algo de ropa porque está en cueros” Las mujeres dicen esas cosas sin maldad, sabiendo que el nivel de perversión erótica de sus contertulias será parecido,  si no igual,  al suyo y no se fabricarán las amigas imágenes calenturientas con los colgajos del marido.

Lo digo porque un hombre le dice a otro eso mismo: “Voy a comprarle un vestido a mi mujer porque está en cueros” Y el amigo ya estará (si la esposa del rumboso está de buen ver) imaginando a la mujer de ese amigo en pelotas, por el piso; fregando los cacharros en la cocina con sólo un delantal sobre las tetas, como las estrellas del porno. Advierto  que estos análisis los hace uno desde la intuición y que no tenemos ni una prueba de que el mundo funcione así. Si fuésemos petulantes llamaríamos a esto “Teoría del comportamiento”.  Si fuésemos sinceros lo dejaríamos en  “Sospechas”.

A lo de la ropa voy  cuando ya se han ido deshilachando hasta llegar al harapo los pantalones vaqueros y las camisetas se llenan de misteriosos agujeritos, como para refrescarnos antes de desaparecer por obsolescencia.

 La ropa que tengo que ponerme para trabajar me horroriza, yo iría de cualquier forma; en bermudas o con una camiseta de los Stones, la de la lengua por ejemplo, para así enseñársela (la lengua) a los hijos de puta y a los perros y a los estafadores, pero ella me dice que tengo que ir en condiciones y yo entiendo que tengo que ir aceptando esas condiciones; esas también, las del atuendo.

Hace años había tiendas pequeñitas en las que un dependiente te atendía personalmente, conocía tu talla, te decía: “Gallardoski; ¿Otra camisa con flores como las de Rafael Alberti? Que ya tienes tres iguales, hombre”. Y te recomendaba un niqui de rayas para que lo estrenases el jueves santo.

Ahora vamos todos a los llamados centros comerciales y nadie nos dice nada y una música asquerosa suena en los probadores. Como no sé donde están los límites, me metí en una tienda para cadetes y juveniles, me di cuenta enseguida por las combinaciones cromáticas de las prendas y por las audaces tallas de las camisas. La XXL que es la talla que iba buscando apenas se exponía y cuando estaba se trataba de una XXL de coña, para culturistas o para sílfides. Pero un prurito de dignidad (o de estupidez) me poseyó y me dije que tampoco estaba uno tan mayor, que si Alberti se puso esas festivas camisas hawaianas hasta su muerte, podríamos nosotros encontrar algo que nos sentara medio bien.

En el pasillo donde estaban ubicados una decena de esos probadores había un grupo de tres muchachas con una masa informe de trapos para ir viendo cómo les quedaba cada uno de ellos.
Les  hubiera dicho en atención a la donosura de sus cuerpos que no les hacía ninguna falta esa comprobación empírica, que a esas edades todo lo que posaran sobre sus esbelteces iba a sentarles de puta madre. La mitad de las cosas bonitas que se pueden decir en la vida nos las callamos y así el mundo nunca será diferente.

Se metían las tres en uno de los probadores y allí se asesoraban las unas a las otras, sin pudores frente a la desnudez compartida. Eso tampoco lo hacemos los hombres, por lo menos los hombres heterosexuales; meternos con dos amigos a ver cómo nos sientan unos calzones. Yo creo que es un prejuicio fálico el que nos impide la naturalidad, como si nos diera vergüenza que nos la vieran en estado de reposo absoluto, porque a lo mejor hay una competición brumosa de centímetros en el inconsciente colectivo de la parte macho de la manada.

Como estaba muy cerca del trío de voluptuosas hadas,  podía escuchar su conversación, su tertulia. Yo me estaba peleando con un jersey al que habían hecho la abertura del cuello con un cortaúñas y, si bien la cabeza había entrado con relativa facilidad, me estaba siendo harto complicado sacarla (la cabeza) de aquella suerte de camisa de fuerza de diseño. Además en los probadores hay un montón de espejos, perspectivas de uno mismo que jamás hemos tenido, los espejos reciben  una luz excesiva y tóxica que hace que nos descubramos alrededor del lóbulo de nuestras orejas unos pelitos tipo púbicos, tiesos, medio rizados… no son muchos, pero son, como los golpes de la vida que lamentaba Cesar Vallejo.

Las muchachas hablaban de sus novios o de sus ligues con una espontaneidad que a mí, que he crecido en los últimos estertores del nacional catolicismo, me maravillaba. Para ellas el sexo es una especie de gimnasia sueca muy placentera y cuando se acuestan con los muchachos no se tiran media vida recordando un polvo.

Yo seguía allí en el probador, como los mirones pero sin mirar, escuchándolas tan libres, tan carentes de prejuicios. Me ponía de perfil y aguantaba la respiración casi hasta el infarto para esconder la panza o me subía los cuellos de una camisa de colorines, como los chulos y hacía mojigangas pretendidamente seductoras frente a mi reflejo. ¡Un número, vamos!

Pero me pudo la vergüenza y salí del probador antes que ellas. Al final con compré nada y dejé los trapos tirador por allí, en un mostrador de cualquier forma.

Todos los muchachos y las muchachas que pululaban por la tienda esa ya tenían cosas metidas en bolsas de colores. Algunos hacían cola en la caja y parecían muy alegres por poder gastarse unos euros y , sobre todo, por haber comprobado en los probadores cómo se les pegaba al tórax la prenda deportiva.  Yo creo que ya no tengo ni tórax, que lo he perdido, como la esperanza.

Por fin, mientras manoseaba una chaqueta vaquera y escuchaba como si fuese la voz de dios, la de mi mujer diciéndome “Niño que eso a ti ya no te pega” una muchacha vestida con el uniforme de la tienda me preguntó: “¿No se lleva usted nada, caballero? ”. No me lo dijo amablemente, me lo dijo como si estuviera ya harta de verme dando vueltas por la tienda, o quizá las muchachas del probador le hubiesen dicho algo; que estaba espiando, que era un guarro o un cotilla.

¿No se lleva usted nada, caballero? Me repitió la dependienta deseando llamar al segurata. Le contesté: Sí, una mala impresión

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