martes, 28 de febrero de 2012

¡DESPERTAD!



Veo venir al hombre hacia mí, son las siete y media de la mañana y por esta calle no pasa nadie. Está a uno veinte metros y caminamos como dos forajidos del Oeste sabiendo que en un punto, el paso de cebra, tendremos que encontrarnos. El hombre me mira fijamente, con cordialidad, no resulta en absoluto amenazador. Tiene pinta de viajante de comercio, unos cincuenta años, un traje beige de cuando estaban de moda esos trajes, es decir de hace un par de décadas. Cuando por fin casi nos tocamos a la altura del paso de cebra, dice: “Buenos días, caballero” . Ya sólo hablan así, con el caballero como saludo y tratamiento, los camareros de las cafeterías caras y la guardia civil de tráfico. Buenos días, le digo devolviéndole el saludo y mirando al frente para no tener que decir nada más.

Perdone, ¿me permite una pregunta?” . Horror, cuando un desconocido con traje anticuado, buena educación y un acento que ni es andaluz ni es de ninguna parte nos plantea esa retórica es siempre para darnos la brasa. Lo que hay que hacer es cortar por lo sano; no, lo siento, caballero usted también, pero no le permito esa pregunta que pretende hacerme. ¡Ea!, buenos días y que lo pasé usted bien.

Reconozco que es muy difícil reaccionar así, lo es al menos para mí. Si un yonki me pide dinero para coger el autobús o el tren (ay, ese tren que pasó hace ya tanto por delante de sus narices) no le digo nunca que no me cuente milongas, prefiero las milongas que por lo menos decoran una mijita la inmundicia. Me molesta incluso cuando algún samaritano se pone farruco y le espeta al yonki, que si el dinero es para un café (toman mucho café los yonkis como todo el mundo sabe) él le paga el café y hasta un pastelito si fuera menester. Creo que al desesperado habría que dejarle por lo menos el consuelo de la pillería y la mentira. Además, quién de entre esos caritativos y caritativas le iba a dar un céntimo al yonki si les dijera; es que me falta para una papela, caballero o señorita, que también hablan así los yonkis ahora que caigo. Y para colmo ver al yonki, en la esquina de la cafetería porque el camarero le ha puesto el café en un vaso de plástico, para que no ocupe su mísera persona una mesa, medio chupando porque lleva sin dientes ni se sabe cuanto un palito de nata, me produce casi tanto estupor como cuando los veo agazapados como ratas en los pasillos de una obra abandonada celebrando su dosis con esa avaricia tan triste de los adictos.

A lo que íbamos; que en vez de decirle al hombre del traje  que no me hiciera preguntas y menos tan temprano, contesté;  Dígame. La pregunta era, chispa más o menos; ¿Cree usted que hay salida para los problemas con los que se enfrenta el mundo en la actualidad? Bien porque a las siete y media de la mañana uno tiene la cabeza embotada y apenas acierta a reaccionar ante los disturbios de la vigilia, bien porque todavía no me había tomado mi reconfortante café matutino (como los yonkis) me quedé mudo, mirándolo embobado como si estuviera pensando una repuesta. Tiene uno el dudoso honor de atraer hacia sí a majaras de todo pelaje y mi vida ha estado llena de excéntricos que me han dado muchísima lata, pero esto solía ocurrir de madrugada, cuando estaba uno mismo aliñado y había dado un concierto o un recital de poesía. Era como uno de esos peajes que te hace pagar la noche y sus sustancias.

El hombre, viéndome tan sorprendido, tuvo que pensar; vaya, mi pregunta ha hecho mella en este bendito. Lógicamente no esperó mi respuesta porque él ya tenía la suya. Enumeró una serie de tragedias cotidianas; el paro, la pobreza, la guerra, la avaricia, la violencia y de una manera más o menos encubierta, la lujuria y la relajación de las costumbres. Oiga, acerté a decirle, ya sé cómo termina el cuento, ahora usted me dice que todo este estropicio ya lo predijo Jesucristo en lo alto de un asno hace la tira de tiempo. Y a lo mejor el hippi este de la cruz o un primo suyo, predijeron estas cosas porque no era muy difícil, ¿no? porque ya había entonces paro, injusticia, violencia, guerras y, por supuesto, relajación de costumbres. Y las había habido antes y siempre las habrá. Para que no las haya, amigo mío, para que se terminen, ustedes no proponen una revolución social, económica y cultural, que a saber cómo terminaría de producirse porque ejemplos de estrepitosos fracasos los tenemos a punta de pala, no, para acabar con el sufrimiento humano proponen ustedes el fin mismo de la humanidad. Un bombazo de cojones que lo arrase todo,  o un meteorito cabrón que venga, como una pedrada brutal del altísimo, a destruir el universo mundo. Así que le voy a decir como  dirían  los yonkis, la guardia civil y los camareros de las cafeterías caras; Caballero, haga usted el favor de ir circulando.

Con este chaparrón, tan temprano, pensé;  el hombre del traje beige saldrá cagando leches y por lo menos hoy, dejará su penoso apostolado, se pegará un trago del coñac ese que no prueba desde que una mañana, como George Bush, a la sazón ex presidente de los EEUU y sepulturero de Badgad, se le presentó el niño dios, o dios padre, o Jesucristo en el burro y le dijo directamente; No bebas más coñac, alma de cántaro, redímete y extiende la buena nueva por tu comunidad. ¡Aleluya!. Vamos, que pensaba uno que había desarticulado con su verborrea la inquebrantable fe de este hombre.
¡Por aquí! Que diría el castizo.

En vez de largarse o de enfadarse un poco, o de darme un corte de mangas y condenarme a los más candentes infiernos, a la más perra de las vidas eternas, el apologeta del señor dios, abrió un maletín en el que hasta entonces no había reparado. Ahora sí, pensé, ahora que ha sido ofendido por mis palabras, sacará del maletín este fanático una pistola y me pegará un tiro en el pecho. Caeré aquí, tontamente y jamás se descubrirá el crimen porque ha sido por una tontería y no se investigan ni las tonterías ni las muertes ridículas.

Por suerte, en esta ocasión, en vez de la metralleta el hombre sacó una revista que ya conocía yo de otras paradas de este tipo. Es una revista feísima, con unas ilustraciones tan catetas, tan desfasadas, tan carne de burla, que no sabe uno si el ilustrador que las sigue haciendo es un infiltrado de alguna secta satánica que así realiza su misión impía.

El hombre, acostumbrado a que le den con la puerta en la cara todos los domingos, cuando va con sus amigos y amigas peregrinando por los bloques de pisos, andaba muy lejos de estar enfadado, ni siquiera molesto conmigo. Me entregó la revista que tenía en portada, por este orden, estos dibujitos; una bola del mundo en llamas, un león fiero jugando con un niño rubio como si fuera un gatito, una muchacha (bastante atractiva) señalando con un dedo al horizonte, otro niño negro y escuálido comiendo en un cuenco un mejunje repugnante, un hombre con barbas, como un progre de los setenta con una vara caminando por un jardín edénico y detrás de todos ellos, como serigrafiado, un anciano con barbas blancas y cara de bueno. En grandes letras un rótulo: ¡Despertad! Y daban, verdaderamente ganas de despertar de aquella suerte de pesadilla naif con la que habían decorado la portada. Del interior de la revista mejor no hablar.

Por fin le acepté el regalo, la revista, y le dije muchas gracias, muchas gracias, la leeré enseguida. Hágalo, dijo el tipo, ahí tiene todas las respuestas porque le veo lleno de dudas y de dolor.

Me dieron ganas de abrazarlo, qué hombre, qué clarividencia. Sí, ando lleno de dolor y de dudas, en cuanto me siente a tomar un café (otra vez como los yonkis) me pongo a leerla con el mayor interés y en el mismo momento que tenga ya las respuestas me dirijo como en trance al templo. ¿Dónde tienen ustedes el templo o casa de oración, hermanos? .

Yo creo que aquí ya se dio el hombre cuenta de la coña marinera y no me dio la dirección del templo ni nada. Me repitió, ahora sí un poco molesto, que no dejara de leer ese compendio de saberes que había puesto en mis manos. Claro, adiós, buenos días. Todavía para zaherirlo un poco le dije; vaya usted con dios. Y el hombre se fue, aligerando el paso, pensando seguramente que había dado con un loco o con un demonio. Yo me quedé quieto, divertido mirándolo huir. De vez en cuando volvía sulfurado la cabeza y como me veía allí plantado, aligeraba todavía un poco más el paso. Justo a mi lado había una papelera, en cuanto lo perdí de vista hice un canutillo con la tontería de revista y la deposité en la papelera, que abrió la boca para engullirla como un animal mítico, apocalíptico, abisal.

domingo, 19 de febrero de 2012

4 REFLEXIONES UNIFORMES, 4




Yo creo que el que diseñó el sombrero que se han tenido que poner los guardias civiles durante tanto tiempo, ya menos, sólo en ceremonias de grandísima solemnidad, no pudo ser otro espécimen humano que un gitano, un gitano con mucho arte.

La historia podría ser ésta: Un gitano rubio y elegante que se dedica a la confección, coincide con el duque de Ahumada en una casa de señoritas de vida licenciosa. Enseguida, el duque y el gitano rubio congenian mientras esperan en una salita de paredes tapizadas con vivos colores; rojo sangre, azul intenso... que la madame les ofrezca lo más granado de la casa por ser clientes muy preferentes, como los Vip de nuestros días. El duque le cuenta al gitano rubio, como justificándose por estar en ese lugar de perdición, que se siente inquieto y que anda preocupado porque no sabe qué poner sobre la cabeza de un nuevo cuerpo de policía muy severo que está creando para perseguir por los caminos a maleantes, prófugos y gitanos. El gitano rubio, sintiendo la fuerza de su raza, se ofrece para diseñar un sombrero que hará las delicias del duque y del general Narvaez, al que tendrá el duque que presentar el diseño en breve.
Unos días después, en la soledad de su taller, el gitano oculto decide arriesgar su vida, o como mínimo su libertad, creando un sombrero ridículo, incómodo de llevar para así putear a los guardias y encima, fabricado en un charol brillante para acentuar la fantasía y la mascarada. Un pequeño gesto heroico y humorístico con el que el gitano quiso resarcir a su estirpe de perseguidos.
Cuando un enviado del duque de Ahumada fue a recoger el prototipo de sombrero se quedó estupefacto. ¿Y cómo se llama esto? Acertó titubeante a preguntarle, el gitano, creyéndolo ya perdido todo, contestaría a la pregunta del recadero: Tricornio. Realmente no le había puesto nombre al engendro hasta ese preciso instante fue, como si dijéramos, un rapto de inspiración y una última pulla en su proyectado escarnio a los cuerpos represivos; “Tricornio” pensó para sí el gitano, con esto ya me he buscado la ruina para siempre.
Pero el recadero del duque estaba harto de la vida que llevaba, cobraba poco y llevaba un tiempo pensando en emigrar a Cuba (esta es otra novela) no dijo nada, no sacó el pistolón ni le pegó dos tiros al gitano por su irreverencia. Cogió el sombrero, el tricornio, y le dijo al gitano; Ya tendrás noticias cuando lo vea su excelencia el Duque.
Bien fuera porque ese día el duque y toda la pesca estaban borrachos o porque en realidad el tricornio terminó gustándoles, el caso es que el recién creado cuerpo terminó poniéndose ese engendro sobre la cabeza para sus patrullas y sus redadas. Y lo que nació como una broma genial e, insistimos, heroica de un gitano oculto, se convertiría con los años en un símbolo que en la oscuridad de la noche y de los caminos, provocaba el pavor de una buena parte de los ciudadanos.
Al final creemos que quien ganó la partida fue el Duque de Ahumada porque consiguió darle la vuelta por completo a la bella travesura del gitano.


Los militares, mayormente los oficiales, se cuelgan en sus trajes de gala todas las medallas que han ido consiguiendo, a saber cómo. Es como si un poeta laureado cuando va a recoger un premio en el Ateneo de Villaluenga de la Visitación se colgara en la chaqueta todos los honores, flores naturales y menciones especiales que ha ido atesorando en su paseo por la lírica patria. No les da ninguna vergüenza ese exhibicionismo tan tonto y a nosotros nos da un poco de pena imaginarlos, tan mayores, frente al espejo del cuarto de baño, clavándose un pin tras otro, como los chicos heavys hacían con sus chapas de Barón Rojo y de Obús.

Lo de la policía nacional no llevan gafas o las llevan negras como los punkis, antes de atacar se mueven muy lentamente como si fueran felinos al acecho y cuando son jóvenes suelen estar bastante musculados y da gloria verlos tan escamondados , pero hablan de una forma muy rara, le dicen a uno “caballero” y cuando pensamos que andamos en un país civilizado, llega otro y le pega al “caballero” con la porra en un costado, mientras nos repite que nos “disolvamos” como los azucarillos.
  Los de la policía local llevan un tipo característico de gafas, se diría que las regalan con el uniforme. Mire usted; aquí la porra, la pistola, las esposas, la gorra y estas gafas como de matón de Tejas que le darán a usted prestancia y donaires en su patrullar por las calles. No deberían permitirles a los de la policía local llevar esas gafas que como antifaces ocultan la mirada, porque el ciudadano tiene derecho a saber cómo lo está mirando la policía.







sábado, 11 de febrero de 2012

CARTA A GLORIA FUERTES


Espero que no seáis tan animales/ que no podáis vivir como personas.” Gloria Fuertes.
 
Queridísima Gloria que estarás por esos cielos en los que al final terminaste creyendo, poeta postista y humana que preferiste ser carne de parodia a perderte en las arrogancias de tu tiempo, cuando los poetas se vestían de etiqueta, como tú hubieras rimado con ese desparpajo tuyo para acercarte a la lírica. Tamaño atrevimiento te llevaría a los niños, los únicos capaces de jugar con todo, con las palabras también. Padecemos, Gloria, tiempos en los que hay animales que no quieren que vivamos como personas. Es lo que tienen las frases, los axiomas, los refranes, que aunque lleven muchísima razón pueden volverse en nuestra contra. Le doy otra vuelta a este verso tuyo y tengo que apostillarte Gloria querida; Nosotros sabemos vivir como personas, amiga Gloria que en gloria estés , y lo hemos demostrado:

Dimos a nuestros hijos lo mejor que teníamos, nos desvivimos por ellos para que tuvieran oficio, formación, futuro...pero llegaron las bestias y dijeron que no, que nada de eso servía y que sobraban. ¡Nuestros hijos sobraban, amiga Gloria! ¿Te parece bonito ? ¿No es una infamia esto que te cuento? ¿No merece esto que te cuento, un cuento mejor, con otro final? ¿No nos merecemos tratar de cambiar el cuento, hacer añicos la maldición determinista de la fábula?

Nosotros, que quisimos siempre vivir como personas, que estábamos convencidos de que la historia era evolutiva y sedimentaria, la historia de la lucha de clases también, amiga Gloria. No concebimos la involución como sistema, pensábamos que cada gota de sangre derramada legitimaba para siempre la conquista. Nuestros hijos nos creyeron y cuando salen a la calle; como personas, amiga mía, sienten que están arropados por un cúmulo de derechos civiles que parecían intocables, que ganaron sus padres y sus madres, sus abuelos y sus abuelas. Tú también, cuando escribías.

Por eso nuestros hijos les piden a los policías antidisturbios que se identifiquen y lo hacen enérgicamente, como si tras esa elemental soberanía del ciudadano, anduvieran, apoyándolos, los rostros apaleados de su genealogía, como si al plantar cara al matón uniformado, estuvieran honrando la memoria de sus abuelos, estuvieran en su gesto -que ni siquiera es valiente, que es casi natural- todas las cunetas, todos los calabozos, todos los consejos de guerra y los juicios sumarísimos. Todas las palizas en las esquinas de la ciudad al obrero y a la obrera, todo el miedo de las familias que no sabían si papá sería arrestado tras la manifestación o la huelga, tras la revuelta del hambre...Eso creen, Gloria Fuertes, nuestros vástagos. Y por eso tutean al policía pertrechado en su armadura y le chulean un poco; como si ellos, nuestros hijos, tuviesen todos esos derechos dibujados en la cara.

Por eso duele tanto, Gloria bendita, comprobar cómo se estrella la porra del policía en la cabeza de los muchachos y de las muchachas. Cada agresión, cada persecución por las largas avenidas, cada empujón hasta el furgón policial, cada humillación en las comisarías, la vivimos como si la herida nunca fuera a cicatrizar. Como si hubieran abierto otra vez la boca abisal del horror.

Cuando vendieron los boletos de alegría, Gloria bendita, cogimos todos participaciones de esos boletos y cantamos y bailamos y nos amamos los unos a los otros y los unos sobre los otros, hubo quien con parte de su jornal ayudaba a gente que lo necesitaba, hubo quien con parte de su jornal practicó la solidaridad y quien con su tiempo libre disfrutó del ocio. De todo hubo, porque sabíamos vivir como personas, amiga Gloria. Y decíamos tras la dura briega laboral; con mi dinero pago, como don Antonio, pero los animales dijeron que ya no habría más jornal, o que lo habría con animaladas asquerosas. Y nos quitaron los boletos de alegría, a nosotros, que queríamos vivir como personas, nos trataron como animales, Gloria Fuertes.

Pero ¡ah! Las personas pueden tener también su día de Gloria, amiga Gloria, hacerse fuertes, amiga Gloria Fuertes. Las personas dirán como dijiste tú: 

No sé escupir/ pero voy a aprender/ para escupir sobre las tumbas/ de todos los culpables de las guerras/ no tengo uñas/ pero quisiera tener garras/ para atrapar desde mi altura/ a los hombres reptiles/ no tengo poder/ pero tengo la fuerza/ de los hombres que sufren/ no tengo cultura/ pero tengo el corazón sabio/ de estar con los que no tienen nada”

Sin más, me despido hoy de ti, mujer de verso en pecho, esperando que no te haya importunado esta suerte de güija epistolar que hoy he perpetrado. Si las cosas cambian a mejor te tendré informada. Quiero, si es así, que vengas a la fiesta.

sábado, 4 de febrero de 2012

LÁGRIMAS

Ahora que vamos por la vida como forajidos y cuando miramos al prójimo lo hacemos con desconfianza, no es fácil confesarle a nadie que se ha llorado, siendo además hombres y bien machos, como los revolucionarios de Pancho Villa.

Se puede llorar de muchas maneras, aquí lloramos todos, gritamos, berreamos, moqueamos, chillamos, maldecimos...como contaba Benedetti enorme en su poema “Hombre preso que mira a su hijo” . Hay un llanto del desconsuelo y de la indefensión que más que una expresión sentimental, es una erupción fisiológica y está acompañado de congojas, espasmos y mocos, como si nuestros cuerpos no pudieran soportar más perrerías y dijeran ; “Hasta aquí hemos llegado, hasta aquí nuestra compostura y nuestra contención” y se suelta ese quejido universal que ni siquiera el Babel de las lenguas supo confundir y que comienza con un ¡Ay!  Sale, después,  el llanto de nosotros y nos inunda, se confunden la pena, la rabia y la desdicha en ese plañido. Luego se pasa, el cuerpo se recompone y las huellas del sollozo en nuestros ojos se van diluyendo, como el tiempo que se escapa.

Esa llorera tiene que ver con cosas que nos atañen personalmente; la pérdida de un ser querido, la angustia vital, la ruina económica, el abandono...Lo curioso es cuando nos conmueve algo que nos es ajeno, si es que algo de lo humano nos es ajeno,  que decía Unamuno citando el proverbio latino de  Publio Terencio al que, por cierto, no tengo el gusto de conocer.

Esta mañana de sábado me he levantado estupendamente porque anoche hizo mucho frío y decidimos pasar la noche en casa, no ir a buscar a los amigos para beber y fumar. Toda la noche del viernes leyendo tranquilamente, como si el mundo anduviera bien, en condiciones, como si pudiéramos ponerle un paréntesis a la porquería cotidiana y vivir un rato esa vida que queríamos vivir cuando empezamos en esto.

He contado las monedas para ver qué tabaco compro hoy y me he metido en una cafetería para leer gratis la prensa y tomar un cortado con poquita leche. Cuando digo a la camarera con poquita leche, hago un gesto bastante tonto con los dedos pulgar e índice, como mostrando con ellos la cantidad exacta de leche que me gustaría que tuviese el tropical mejunje y la camarera, repite el mismo gesto para informarme de que ha entendido la mímica.

En una mesa del fondo hay una muchacha, no debe tener más de veinte años, la edad de mi hija más o menos, está tomando un té en soledad y mira continuamente un teléfono móvil desde el que recibe y manda mensajes de texto. Los días laborables es habitual ver a muchachas de esas edades desayunando solas, porque van para el trabajo, son dependientas, cajeras de supermercado, limpiadoras, secretarias. Pero hoy es sábado y se supone que a su edad y a estas horas, las siete y media de la mañana, debería estar en casa descansando, o todavía de fiesta con la pandilla, o amaneciendo en alguna cama prestada con un novio. Piensa uno que se ha fijado en ella por eso, porque es raro que ande así ya, tan sola, tan joven. Desde luego no hay lubricidad alguna en mi mirada, ni son horas, ni son tiempos para eso, tras cada muchacha se le aparece a uno su hija y eso condiciona mucho la mirada masculina que se transforma en mirada paternal y, pudiéramos decir,  casi anciana.

Tras la recepción de uno de esos mensajes, los ojos de la muchacha se han ido llenando de lágrimas, y su boca ha dibujado un gesto de tristeza, como los dibujos amagados en los que se pinta la boca del monigote trazando una “u” al revés. Ha cogido un pañuelo de papel y se ha secado esas lágrimas que sospecha uno que son fruto de un desamor, un rechazo, una ruptura. Después se ha puesto a mirar por el ventanal de la cafetería y los ojos todavía le brillaban, ha querido recuperarse y para ello ha mirado también dos o tres veces al techo, suspirando levemente, pero en algún momento, cuando ella pensaba que había pasado todo, algo le ha vuelto a recordar ese mensaje, quizá dos gorriones estúpidos que se encaramaban uno sobre el otro, piando y medio helados, acaso una pareja que caminaba abrazada para sobreponerse al frío de la calle. El caso es que a la chica le han surcado el rostro dos lágrimas a las que ya no ha prestado atención, dejándolas correr por sus mejillas como dos rúbricas de tristeza.

Y allí andaba uno, compadecido de esa pena y sin poder evitar un nudo en la garganta.

Si viviésemos en una película de Frank Capra, no nos habría costado nada acercarnos a la muchacha y ofrecerle otro pañuelo de papel para que secara sus lágrimas, preguntarle qué pastelito de todos los que se exhiben en la vitrina de la cafetería le apetecía más y, a riesgo de quedarse uno sin su paquete de tabaco barato, comprar el pastel elegido para ella y dedicar la mañana, o parte de ella, a escuchar su historia, su novela de amor que sería inevitablemente corta debido a sus pocos años. Utilizar unas cuantas frases de esas de repertorio que tenemos los mayores y que distribuimos como grageas cuando los más jóvenes consideran que la vida les maltrata. No estamos, evidentemente, en una película de Capra y de habernos acercado a la muchacha con el pañuelo, lo más probable es que alguien nos hubiera denunciado por satirón, y más con el agravante de los pastelitos, que es casi como declararse culpable;  el mismísimo “Hombre de los caramelos” que se abría la gabardina en la mitología urbana, para que niños y niñas le echaran un fugaz vistazo a su falo.

Así que he vuelto a casa con esta melancolía y acordándome de las pequeñas cosas que a veces, nos han emocionado; el hombre que en la oficina de empleo le pide ayuda a uno porque no sabe apenas escribir y pide ayuda con ese pudor, con esa vergüenza que jamás es indigna. El niño que amanece sin regalos un día de Reyes y en vez de montarles un pollo a sus padres, disimula su tristeza jugando con los cachivaches del año anterior.  La mujer que tuvo una cita y se vistió para ello con sus mejores galas y se pintó los labios y los ojos, tras muchos años sin hacerlo y ve cómo pasan los minutos y el galán no aparece y toda esa esperanza va cayendo en los sumideros del abandono. El muchacho obeso que sufre la injuria de una carcajada cuando le declara su amor sin reservas a una guapa del grupo. La película de Billy Elliot, cuando el formidable actor que hace de Billy recita de memoria la carta de su madre muerta, o cuando se enfada y a lágrima viva recorre la ciudad sitiada por la policía danzando una coreografía de rabia y patadas.

Miles de cosas,  todas pequeñas, sin gran importancia, que han provocado, como la muchacha de hace un rato, que uno se conmueva y que a uno se le salten las lágrimas (qué expresión; las lágrimas saltando, teniendo vida propia, gobernadas solamente por los sentimientos) .

Otras infamias mayores del mundo han propiciado otros llantos, pero estos como decíamos al principio, de ira. Y de la ira a la revuelta hay un paso que deberemos dar colectivamente. Pero ese es otro drama.