sábado, 28 de abril de 2012

EL YING Y EL YANG




Un día, de pronto y sin que sepamos el porqué, nos descubrimos en silencio. Miramos al tipo que se refleja en el espejo y le preguntamos; qué has hecho con tu vida. Un día viene como del rayo la certeza de que ya nunca estaremos en esa fiesta porque ha pasado la fiesta, de que ya jamás cantaremos esa canción porque se paró la música. Un día ,como un látigo de tiempo que nos golpea en la cara, se nos desdibuja el que fuimos y desaparece para siempre el niño, se abisman los sueños por las angustias cotidianas y tendríamos que hurgar mucho, muy profundamente para descifrar esa vaga tristeza que se ha venido a vivir con nosotros.
Podemos salir así, con esta contenida náusea existencial y dependerá del mundo, de la intemperie a la que estamos expuestos, que la melancolía se mantenga o se diluya en el café, como esos azucarillos antiguos que venían en paquetitos de dos en dos, sabiendo que dos eran excesivos, mucha dulzura, y que solamente uno dejaba el café casi amargo.

Algunas veces lo sentimos todo, la lentitud de la vida, el esfuerzo, las puñaladas traperas, la traición, el abandono...y en esa batalla extenuante casi nunca nos paramos a pensar para qué, con lo poco que nos ha importado nunca poseer nada, con el aburrimiento tan grande que nos suscitaron siempre la competencia, las apariencias, hacer méritos para ser más que alguien.

Pero sumido en estas y otras elucubraciones diletantes, puede suceder que un pajarito se nos pose en la mesa y picoteé las migas de pan tranquilamente, como si supiera que jamás se nos ocurriría darle caza, asustarlo, como si nos hubiera convertido la mañana en estatua de sal. Y eso nos reconforta y el rayito de sol que asoma por entre los cúmulos como un láser natural y divino nos dibuja una sonrisa boba en la cara. Muy cerca, hay un gato que vigila los saltitos del gorrión en la mesa, todo el cuerpo del gato se tensa y como decía Víctor Hugo, nos parece que dios hizo al gato para darle al hombre el placer de acariciar un tigre.

El sol asomando, el gorrión jugándose las plumas por cuatro migajas de pan, el gato al acecho moviéndose con esa elegancia felina. Una niña de apenas dos años que mira como yo, embobada, toda esta escenografía urbana y salvaje. Estas pequeñeces nos hacen levantarnos del suelo, recoger el ánimo que andaba por ahí, reptando y gimiendo, y agradecer a la vida las cosas que nos ha dado, como en la copla y las que , por lo menos , no nos ha quitado.

Y los dos angelitos que tenemos en las orejas juegan su eterna partida, el bueno nos susurra si no vemos la belleza de los días, si no es hermosa la cara de esa niña que todavía tiene todos los prodigios del asombro por delante, si no es una bendición que todavía tú mismo tengas capacidad para involucionar y asombrarte como ella.

El angelito malo se carcajea de estos argumentos de poeta modernista y murmura alevosamente que la pretensión del gato no es otra que la sangre, que el pajarillo es una suerte de rata aérea emplumada y que su pico tan enternecedor va posándose sobre la mierda o sobre los restos de los cadáveres de otros animales. Que el asombro tan celebrado de la niña se tornaría horror cuando el gato metiera entre sus fauces el cuello quebrado del gorrión y nos mirara el gato, como miran estos bichos del demonio cuando cazan; como avergonzados pero ávidos, con las plumas todavía asomando por las comisuras.

Y espantamos como podemos a estos pensamientos perversos. Y tratamos de seguir al angelito bueno, por eso; porque es bueno y es mejor. Pero ya ha vertido el veneno el angelito malo y el único antídoto para superar su aguijonazo mortal es el amor. Así que nos levantamos otra vez del suelo, recomponemos la ropa, nos peinamos un poco como si nos hubiésemos caído de un vehículo en marcha y nos vamos a buscar a la gente que queremos. Ojalá me estén esperando.


domingo, 15 de abril de 2012

IMPOSTURA



Aquel amigo me decía; no, no he leído ese artículo tuyo del que me hablas, en realidad no he leído, desde hace mucho tiempo, nada de lo que escribes.

No es que yo hable mucho de lo que escribo con nadie, todo lo contrario; una vez que suelto el sermón y lo pongo a hacer la calle, suelo olvidarlo para siempre, será por eso que a veces uno se repite; porque no recuerda que la tontería que ha escrito en 2012 es muy parecida – si no idéntica- a la genialidad que perpetró en el año 1999. Y como tampoco es que nos pasen grandes cosas y a lo que viene uno aquí es a contar un poco su vida, resulta más que probable que la mañana de domingo de este mes, con su paseo, con su río, con sus gaviotas y sus perros ladrando por la orilla, ande ya fotocopiada con ínfulas poéticas en algún archivo de word que se ha salvado de la voracidad con que la papelera de reciclaje engulle mis obras y zozobras completas.
Si cometí la indiscreción de hablarle al viejo camarada de mi artículo fue porque estaba dedicado a él y a esos tiempos en que ambos nos quisimos disfrazar de bohemios y anduvimos epatando por los aledaños de la cultura y el arte. Pero, mala suerte, no habían llegado hasta él ni mi cariño ni mi homenaje.

Estamos acostumbrados a estos comentarios, a esta especie de finísimo y aristocrático desdén hacia nuestras prosas y, la verdad, ya tampoco echamos mucha cuenta. Prevenidos por los años ante el desprecio, nos hemos ido acorazando también frente al elogio y cuando algún bendito o bendita del señor nos festeja una copla, un poema o una de estas reflexiones, agachamos la cabeza, como si hubiésemos roto algo, un poco avergonzados. Esa timidez hay quien la interpreta como una arrogancia que les resulta detestable, así que no sabe uno cómo gestionar nada porque tanto el adepto como el crítico implacable andan escrutando nuestras reacciones y uno, cuando se siente observado, tiende a hacer el ridículo.

Casualidades de la vida, días después de la confesión del amigo sobre su completo desconocimiento de mi actividad literaria, tuvimos que acercarnos a la casa de ese amigo porque me había pedido unos libros de poesía para no se sabe qué misterioso asunto en el que andaba metido; algo relacionado con musicar unos poemas de la generación beat y yo esa generación – la beat- me la sé de carrerilla porque fueron mis primeros maestros, cuando queríamos escribir poesías jazzeras, morfinómanas y cosmopolitas desde el culo flamenco-lolailo y con ronchas del mundo.

Allí me presenté con mi bolso cargado de libros y el amigo, que lo es pese a sus rarezas, me invitó a tomar unas cuantas cervezas y allí mismo, en un estudio muy bonito que tiene, hicimos la tertulia. Nos estuvimos riendo un buen rato y como hacen todos los artistazos por muy de pueblo que sean, churreteando sobre nuestros proyectos más inmediatos y mintiéndonos sobre la afluencia de público a nuestras últimas romerías; donde habían veinte personas, metíamos de matute otras veinte y con una mueca de fastidio comentábamos; pues ya te digo, unas cuarenta personas pero todas muy preparadas y atentas. Si una sola de esas personas nos había dicho que nos leía con agrado, convertíamos a esa persona en “gente” y la noticia que dábamos era “pues hay gente que nos lee con agrado” . Servidumbres y liturgias del anonimato y la presunción. ¡Ay!, se van a poner las botas los que envían bombitas de peste y firman con motes muy feos en Sanlúcar Digital con este texto que escribo; carnaza para esos pececillos que le insultan a uno pero que también son criaturas del señor.

Como mi amigo y yo nos habíamos tomado a estas alturas mas de siete cervezas, llegaron las necesidades mingitorias, andamos los dos, pese al tiempo transcurrido, bastante bien de la próstata, y casi a la vez tuvimos que encaminarnos al cuarto de baño. Mi amigo, como era su casa, me dijo que subiera al baño de arriba a mearla, que él lo haría en el de abajo. El cuarto de baño de arriba tenía una taza de váter minúscula y la tapa no se sostenía, así que para evitar dejar mi marca como los felinos, opté por sentarme y hacer las aguas menores cual si fuesen mayores. Allí sentado miré hacia un lado y descubrí un revistero donde se acumulaban hojas sueltas de periódico. Me pudo la curiosidad y eso que sabe uno que es de malísimo gusto y peor educación fisgonear en el cuarto de baño de las personas.

Sentí una especie de escalofrío (y no fue cosa de la micción) cuando descubrí que aquellas hojas sueltas de periódico eran todas artículos míos que mi amigo, por fuerza, había tenido que ir recopilando. En algunos artículos había hasta unos tímidos subrayados, frases que estaban bien, alusiones a un autor muy querido por ambos. Salí de cuarto de baño un poco blanco, entre sorprendido y disgustado porque hubiera preferido no descubrir a mi amigo en esa debilidad, si afirmaba que no, que no me leía desde hacía mucho tiempo, casi mejor que fuera así.

Un chico jovial y desinhibido habría exclamado al salir;” ¡Oye, cabronazo; ¿No decías que no me leías? Pues en el revistero del cuarto de baño te he descubierto un montón de artículos míos recortados, ¡serás mentiroso!”. Pero este descubrimiento llevaría implícito mi fisgoneo, también lo pondría en una situación apurada y el buen rollo con el que andábamos seleccionando poesías de Ferlinguetti y de Gregory Corso para su trabajo se habría roto. Así que callé y pensé; si me dice algo, le contestó que sí, que he visto la antología en el revistero, pero no le daré ninguna importancia. No dijo nada y como es lógico yo tampoco. Me fui de allí con una sensación de gratitud extraña; ese esfuerzo de recortar artículos míos, incluso de imprimir algunos de aquellos que sólo aparecen en internet. No sé, me conmovió una mijita, debo confesarlo.

Pero uno es como es, acaso obsesivo; probablemente paranoico. A eso de las cinco de la madrugada me desperté sobresaltado. Tenía delante de mí, como un fotograma, el cuarto de baño de mi amigo y recordaba casi todos los detalles; el espejo, el lavabo, la pasta de dientes, una maquinilla de quitarse los pelos de las orejas de esas que anuncian por televisión a las tres de la mañana cuando la programación agoniza. Y no podía recordar por más que me esforzaba un pequeño detalle, extremaba las posibilidades fotográficas de mi memoria y nada, no había forma.

No podía recordar en qué parte, en qué rincón, atornillado a qué azulejo, apoyado sobre qué mueble, estaba el puto rollo de papel higiénico que siempre tiene que haber en un retrete, algo que cualquier persona decente tiene en su váter. La asociación dolorosa de ideas me quemaba como una traición; no había papel higiénico, el cabrón no tenía papel higiénico, no estaba el rollo de papel higiénico que hubiera salvado nuestra amistad por ninguna maldita parte.

Y aparecía como un flash el revistero con mis artículos impresos y sentí gran pena, profunda consternación y la garra del patetismo y el ridículo agarrándome sin piedad por el pescuezo.


sábado, 7 de abril de 2012

EL MONTE Y EL RÍO





Cantaba el trovero; Si alguien roba comida y después da la vida, ¿qué hacer?. ¿Qué hacer? No hemos resuelto este interrogante fundacional y los que tienen todas las respuestas sacan pecho revolucionario, sin caer en la cuenta de que a lo mejor no se han hecho todas las preguntas. Y los que sólo tenemos preguntas somos un lastre, una carga intelectual para unos tiempos en los que, es posible, que haya que definirse con audacia y sin remilgos.

¿En qué parte de la plaza pública hemos de posicionarnos? ¿En la retaguardia auscultando los errores metodológicos e incluso gramaticales del panfleto y la consigna? ¿O acaso debemos dejar la retórica a un lado y empuñar por lo menos la bandera, sostener la pancarta, jalear desde el megáfono?

Las oficinas de empleo, negando el alivio que representaría el rigor de su nombre, las colas en las casas de caridad y misericordia, las mujeres que limpian los edificios de oficinas mientras sus maridos beben el vino triste del subsidio en las tabernas, los hijos que no podrán seguir estudiando porque la bestia ha decidido su horizonte, su fracaso y hasta su salario. Los viejos que recuperan después de algunas décadas la litera y las sábanas otrora juveniles para recibir a los vástagos que huyeron del hogar para hacer su vida, y vuelven, con las manos en los bolsillos, con la mirada enturbiada por el fracaso y la tristeza.

Las guarderías y los colegios de enseñanza primaria, con tantos hombres en la puerta recogiendo a los chiquillos, los automóviles aparcados sin combustible y sin seguro, las parcelas invadidas por jaramagos y bichos, los que barajan cada día en la ventana del sexto sin ascensor la posibilidad del suicidio, los que ya no se aman porque se les ha escapado el tiempo, las madres que venden el oro y las alhajas para pagar el alquiler, los desahuciados agachando la cabeza ante la brutalidad financiera, los muchachos viendo pasar el tiempo en las casa puertas, mendigando un litro de cerveza más, una chinita para hacerse un porro, una esperanza para recuperar el bendito territorio de la edad y de la risa.

He visto ya la desesperación en los ojos de muchos hombres y mujeres, he sentido la garra monstruosa del capital gravitando sobre cada uno de mis días, vivo y vivimos los míos, la gente que conozco, humillados y ofendidos por ellos, porque ya hemos decidido que hay un “Ellos” sin piedad y multiforme, falta delimitar lo más difícil, falta decir con seguridad y hasta si se me permite con un prurito de orgullo de clase, el noble “Nosotros”.

EL MONTE Y EL RIO
EN mi patria hay un monte.
En mi patria hay un río.

Ven conmigo.
La noche al monte sube.
El hambre baja al río.

Ven conmigo.
Quiénes son los que sufren?
No sé, pero son míos.

Ven conmigo.
No sé, pero me llaman
y me dicen "Sufrimos".

Ven conmigo.
Y me dicen: "Tu pueblo,
tu pueblo desdichado,
entre el monte y el río,

con hambre y con dolores,
no quiere luchar solo,
te está esperando, amigo".

Oh tú, la que yo amo,
pequeña, grano rojo
de trigo,
será dura la lucha,
la vida será dura,
pero vendrás conmigo.