sábado, 5 de enero de 2013

LOS REYES (MAGOS)


Aprovechaba el rato que echaban ella y su madre mirando por  las calles esa locura de carrozas,   caramelos y hombres enmascarados,  para bajar del armario las cajas de vivos colores que contenían muñecas, libros de cuentos, ingenios electrónicos,  o lo que fuera que estuviese de moda esa temporada para el niño y la niña y al alcance de nuestros bolsillos. El tiempo apremiaba porque el día cinco de enero nunca fue festivo y uno salía de trabajar ya casi de noche.
Llegaba a casa, me quitaba los atavíos de chupatintas, me colocaba mi buena sudadera de los Ramones o alguno así, y montaba mi arquitectura del regalo;  un rudimentario caminito de chocolatinas y caramelos  que conducía directamente a la orgía de celofanes, plástico pintado y muñecas con trajes de noche  y pintas de putones verbeneros.
 Cuando había creado toda esa florida pachanga, avisaba a la madre para decirle que ya podían regresar, que ya estaba dispuesta la sorpresa. Supongo que lo del caminito de caramelos y huevos Kinder la primera vez tuvo que entusiasmarla, pero aquella liturgia repetida cada año más o menos de idéntica forma se fue haciendo habitual y al asombro, como todo en la vida,  sucedería la costumbre y el caminito ese ya ella ni lo miraba, pendiente del final del mismo, de la meta.
Alguna vez pusimos un poco de carbón, el castigo, la amenaza que nunca cumplimos y hasta el carbón era un dulce, una poética reprimenda de papaítos entregados.
No sé por qué, acaso por lo de la integración racial, yo siempre quería que eligiese al rey negro y que dirigiese su pedido a éste, pero ella,  más pragmática,  solía escribirle al pelirrojo, símbolo de la blancura nórdica  y el poderío económico de occidente, que esas cosas ella no las sabría pero las imaginaba.
Hace unos días, recordando todo esto de su infancia y quizá también un poco de la nuestra, nuestra infancia como adultos, nuestra condición de padres tan jóvenes cuando  éramos bastante hijos todavía, ella me confesó que se sabía toda la trola, que hacía años que ese misterioso relato de hombres con barbas llegados de Oriente que se dedicaban a la filantropía infantil por mandato divino, había sido descubierto. Que había indagado en los altillos de los armarios y clandestinamente abierto las bolsas, así  que todas nuestras  amenazas con la sentencia firme de que si seguía comiendo tan poco o si no estudiaba un poco más no iban a traerle nada aquellos desconocidos señores, resultaban bien patéticas.
Todo lo sabía, papá, me dijo, pero no te lo confesé porque como tú montabas el fandango aquel del caminito de chocolatinas y caramelos, me daba mucha pena decírtelo.
Así es la vida, piensa uno que está siempre protegiendo a los hijos, que sabe hacerlo, que es un padre bueno en el  buen sentido de la palabra bueno y resulta que, a veces,  son ellos los que lo protegen a uno. Quién sabe si todos aquellos años de cuentos a  la hora de dormir eran también un coñazo que soportó , pobrecita mía, estoicamente porque ella entendía que su padre, al que tanto le gustaba un micrófono, una guitarra, un  escenario, un tablao, una rumba, una verbena, necesitaba público y ella era el público que más a mano tenía. Quién sabe de cuántos piadosos silencios se nutren las relaciones. Quién sabe de qué infamias, de qué desconsuelos,  me estará ella protegiendo ahora.

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