domingo, 3 de febrero de 2013

LECCIÓN




 Es un hombre joven, debe andar como mucho por la treintena, va siempre cargado con un hatillo informe donde parece que guarda trapos viejos, mantas para protegerse de las noches a la intemperie y seguramente algunas cosas más (un vaso, un tenedor, una navaja  multiusos)  que le serán útiles en esa vida al margen de todo que lleva.

Me llama la atención que siempre que me lo cruzo está escribiendo, a veces   en unas libretas pequeñas, como las que llevan los camareros para tomar nota de las comandas,  y otras lo hace por los reversos de hojas impresas que se encontrará por ahí o que a lo mejor le suministra una secretaria de una gestoría.
 Escribe muy deprisa, como si tuviese que contar las cosas rápidamente, antes de que vengan a interrumpirle los guardias, los servicios sociales o los testigos de Jehová que querrán darle un baño, un corte de pelo, vestirlo con un traje color crema y ponerlo a decir “aleluya” los domingos en el altar.

A veces, he pensado que a lo mejor es un genio y lo que contiene esos papeles una gran obra que seguramente se perderá por los vertederos de la miseria. Sé que es una tontería pero me gusta fantasear con ella, como a los que creen en la reencarnación les pone cachondos imaginarse reencarnados en el Che Guevara, en Jimi Hendrix o en Jesucristo. Nunca en el charcutero de la esquina que también se murió y al que,  que puestos a creer en cuentos, le corresponde también su reencarnado, vamos digo yo.

No habla con nadie, se busca un rincón y escribe. De pie como Fernando Pessoa, o en cuclillas como un faquir.  Me han dado más de una vez,  ganas de mirar por encima por ver si pillo alguna frase,  por si estuviera haciendo una crónica brutal sobre lo que ven sus ojos cada día y sobre lo que se siente cada noche en esa soledad tan grande, tan completa. Podría haberlo hecho  porque no está muy atento a los transeúntes,  ensimismado en  su rapto literario,  pero siempre pienso que mejor no, que es posible que lo único que contengan esos papeles sean balbuceos o, peor; poesías rimadas, o aún peor;  que  como en la película aquella de Stanley Kubrick, en la que el actor Jack Nicholson interpretaba a un escritor grillado que se había ido a pasar el invierno a un hotel desierto de la nieve y que le decía a la parienta que necesitaba paz para escribir, y la parienta se tranquilizaba mucho, porque ya sabía ella que su marido estaba como una cabra y que su hijito tampoco andaba muy fino, se tranquilaba digo,  la parienta escuchando cada noche el sonido de las teclas de la máquina de escribir. Mira, pensaría, si está liado con su obra maestra todavía hay esperanza, pero un día se asoma la parienta a los cientos de folios que había sobre la mesa de trabajo del baranda y sólo encuentra repetida de manera terrorífica, casi como en las novelas de Thomas Bernhard, una frase, siempre la misma, idéntica y única frase.  

Pues eso, que prefiere uno dejarlo en paz a este hombre y respetarlo, como hace él con todo el mundo. Porque, otra singularidad suya, jamás habla con nadie ni  pide nada a nadie.

 Una vez lo llamó una señora muy pía, que viéndolo cargado con esos bártulos sobre la espalda, debió de compadecerse del muchacho, como si viera en él al mismísimo Jesús en su vía crucis. Le ofreció unas monedas y algo de comida, unas frutas que llevaba en la cesta de la compra. Nuestro amigo estaba bastante sorprendido, pero aceptó el regalo y escribo regalo porque así fue como lo aceptó, no como una limosna. Dio las gracias y siguió su camino. Fue la primera vez que le vi la cara, con churretes y todo eso, claro, pero enseguida me cayó bien.

Antes de irse, me hizo una seña, como diciendo tú también vas a colaborar en algo o qué, encogí un poco los hombros y no diría yo que nos saludáramos, pero al menos nos reconocimos.
Le ofrecí un cigarro y se le iluminó el rostro. Se dio la circunstancia de que ese día, creyendo yo que me había olvidado el  paquete de tabaco en casa, había comprado otro. Después,  apareció el primer paquete en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta. Así, que como tenía dos paquetes, le di al amigo uno de ellos, contento por ser yo también un tío desprendido y apañado; toma ahí tienes para echar unos cuantos. Pero me los rechazó; no, dijo, sólo fumo un par de cigarros al día. Y me quedé con el paquete en la mano, así ofertándolo como los gitanos en las ferias.

Le iba a decir que vale, que echará solamente dos cigarritos pero que con los veinte que traía el paquete ya tenía para más de una semana. Me contuve porque  me di cuenta que pedirle ese tipo de previsiones a alguien que vive en la calle y que todo lo que posee lo carga cada mañana sobre sus espaldas era una gilipollez y yo mismo un gilipollas por hacer esos cálculos.

Mañana, si hay tabaco fumará y si no lo hay pues nada, a joderse. No se va uno a los márgenes de la sociedad para contar los cigarros y los días. 



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