lunes, 3 de junio de 2013

LUNES DE RESACA

La playa estaba preciosa.  Dicho así parecería el primer verso de una rumba y luego; el mar bañaba tu piel…Pero precisamente, andábamos por allí huyendo de eso; de la rumba loca y del cante por sevillanas. A un lado la feria del pueblo con todos sus excesos, no por conocidos, menos desconcertantes. Al otro la playa y nosotros paseando, casi solos, ni siquiera los del deporte,  que habrán hecho un paréntesis en sus rigores y andarán recuperando en esta semana los diez kilos que llevan intentando quitarse de la panza y de las cachas desde el mes de septiembre.

A lo lejos vimos a un hombre nadando y algunos de los relámpagos de luz del crepúsculo casi doraban su torso. En la orilla le esperaba una muchacha bellísima, blanca y rubia, como el hada madrina de Pinocho. Cuando el hombre, un jovencito en realidad, salía del agua le echaba la novia una foto con su teléfono móvil y pudimos ver que también era hermoso aquel muchacho, pero vamos, dije enseguida, la novia es mucho más guapa. Y ella asintió y yo apreté el puño y absurdamente hice el gesto que hace Fernando Alonso cuando gana algo de lo suyo, como diciéndole al efebo ¡toma, chaval!...

Podríamos montar una asociación los pocos que nos venimos cada tarde a celebrar las celosías del crepúsculo, no sé, quedar luego en una terraza y entre cervezas irnos comentándonos los detalles. “Te diste cuenta de cómo se ocultó esta vez el sol, a toda prisa, como si tuviese prisa por cederle el trono a las estrellas” “¿viste lo hermosas que se ven todas las muchachas cuando miran el mar, como Alfonsina pero esperemos que sin tragedias”. Las mujeres parecen siempre más interesantes cuando solas, miran el mar, o leen un libro en el banco de una estación. Como Penélope, la de la copla.

Nos daba un poco de pena no tener ninguna gana de cruzar la frontera que delimitaba aquella paz, para meternos de lleno, como caídos en la marmita de la fiesta, en eso, en el cachondeo.
 Y nos íbamos engañando el uno al otro, bordeamos los límites haciendo una inspección por los puestos de cachivaches y ropas de mercadillo, porque la negritud este año no ha venido o han venido muy pocos. Eso me ha quitado de quedarme embobado mirando la Kora o el Djembe , instrumentos cuyos nombres ya suenan a lo que son en sí mismos, como ponerle de nombre a un chiquillo Pelayo, ya suena a lo que son sus padres porque el chiquillo no tiene culpa de nada. De momento.

Allí, entre las tristes Jaimas que les han puesto este año, me compré una pulserita de cuero. Tres euros. Le di diez al africano que las tenía allí expuestas, en un telar y me contó que no tenía cambio.
Yo tenía dos euros cincuenta que me habrían sobrado de alguna cosa en el bolsillo y tentando estuve de ofrecérselos, para hacer lo del regateo y de paso hacerme el chulito, pero inmediatamente me avergoncé de mí mismo. Hay muchos cretinos que dicen que no regatearles el precio a estos comerciantes es casi una falta de respeto, pero yo eso no me lo creo y me suena a aquello de que a los gitanos les gusta vivir sin agua corriente y sin luz eléctrica, o que a las muchachas vistosas y con minifalda si les hace algún perro asqueroso algo, es porque van provocando.

El joven africano buscó cambio y ella le dijo que hiciera el favor de ponerme él la pulserita, que yo era muy torpe. No sé si eso lo dijo o lo escuchó uno como una música de fondo. El caso es que mientras me la ponía, la pulsera, me fijé en sus manos, unos dedos larguísimos como de pianista de jazz, completamente negros por delante pero en las palmas de color carne un poco estropeada, la verdad, como si esa blancura que en nosotros es completa, fuese lo más feo de sus manos, del estilo de la psoriasis.

Dos puestos más adelante encontré que esa misma pulsera estaba a un euro con cincuenta céntimos y los dos nos miramos y convenimos que la mía era mejor, de más calidad, y nos echamos unas risas porque nos dimos cuenta enseguida de que nos estábamos mintiendo como el zorro con las uvas.
Por fin llegamos al alboroto y saludamos a unos amigos. Estaban todos bastante borrachos porque no habían ido ni a ver atardecer, ni a hacerse los cosmopolitas por los tenderetes, habían preferido los amigos beberse bastantes vasos de vino y muchísimas cervezas.

Me habría gustado estar como ellos, ebrio y no tan melancólico. Sobre todo me habría gustado no pegarles mi melancolía, como una infección, porque si cuando llegue acababan de terminar de bailarse una canción de Joaquín Sabina muy graciosa y seguían cantándola aún, poniendo la voz esa de crápula derrotado y musitando que “lo de ellos había durado lo que duran dos peces de hielo en un vaso de güisqui” a los diez o quince minutos de estar conmigo, terminamos todos hablando de la muerte. Sí, ni más ni menos, mientras que en la caseta aquella sonaban tonadas de ole que ole la alegría de mi tierra y cosas así, catetas y simples, mis dos amigos y yo filosofábamos sobre la disolución.

Y ahora era yo el que pretendía poner algo de humor en aquellos ánimos taciturnos que seguramente eran culpa de la melopea, pero también de mí aptitud, que como un heraldo negro, había ido dejando tristísimos mensajes aciagos. Por fin dije: Bueno, tíos, vamos a hablar de otra cosa, que la muerte es lo último. Y con esta broma un poco negra, conseguí que los amigos recuperasen su sonrisa e incluso que siguieran con la copla de Joaquín Sabina unos minutos más. Pasando de la consternación al choteo, como la vida misma. Quizá también como la muerte, eso no lo sé.

De ahí, los amigos empezaron a competir por ver quién de ellos me quería más. Esto parece muy halagador, pero es muy incómodo y no sabe uno qué decir. También decía uno que me entendía mucho mejor que el otro, lo que me puso otra vez triste, porque yo pensaba que si había que descifrarme era porque nunca había sido tan claro y tan sincero como yo me las prometía.

Pasado un rato, desaparecí de aquella convención sin despedirme, digamos que huyendo casi de puntillas que entre tantísimo estruendo y algarabía seguramente no hacía falta porque nadie iba a oírme ni a echarme de menos.

Al rato se vino ella que se había quedado un rato más con esa pandilla. Nos sentamos con otros amigos y como apenas se podía hablar porque la música (es un decir) seguía declamando atavismos romeros, bebíamos muchas cervezas y fumábamos mucho. Ese truco lo deben saber los propietarios de las casetas de feria y por eso lo primero que contratan cuando van a montar los chiringuitos son los enormes altavoces, que luego cuelgan de cualquier modo en las esquinas. Si no le dejamos ni conversación ni tregua, tendrán que ponerse hasta el culo y entonces será cuando podamos mercarles toda esta fantasía de garrafón y chocos fritos retorcidos.

De vez en cuando yo la miraba por ver si se decidía a dar por concluida la conversación y así volver a mi cuarto y ponerme a leer sin esa angustia de que se me viene encima el amanecer y tendré que levantarme para el trabajo, sin apenas haberme acostado.

Al final los amigos y nosotros mismos decidimos que ya estaba bien y que deberíamos retirarnos a nuestros aposentos, como los marqueses. Y ese momento fue el más feliz para todos, nos levantamos en comandita y ese momento, con el frescor de la madrugada y pudiendo por fin dirigirnos los unos a los otros la palabra sin gritos y sin parecer que estábamos discutiendo de política o de fútbol, me animó mucho.

Les hubiera dicho que ahora podríamos dar otro paseo por la playa, todos juntos, y charlar de nuestras cosas, nuestros hijos, nuestros trabajos, nuestras ruinas y nuestros proyectos. Pero a esas horas la playa estaría llena de amantes copulando y de borrachos y borrachas meándose, cagándose y vomitándose. Eso si no se habían emboscado allí cuadrillas de bandidos feriantes esperando a los incautos y a los románticos para enseñarles las navajas.


A medida que nos alejábamos de los ruidos de la feria y quedaban ya, tan pronto, como un eco del pasado, parecíamos decirnos el uno al otro, sin hablarnos, que otro año más, que otra feria, que lo habíamos aguantado más o menos dignamente y que habían toboganes en los que habíamos derrapado y caído, melancolías en las que nos habíamos ensimismado algunos días, alegrías cicateras a las que seguíamos asiéndonos como el náufrago a su tabla y algunas, demasiadas ausencias. Un año más, juntos. 


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