sábado, 15 de junio de 2013

VENCERÉIS PERO NO CONVENCERÉIS


Acabo de oír el necrófilo e insensato grito, “Viva la muerte”. Y yo, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo como se multiplican los mutilados a su alrededor.” En este momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: “¡Abajo la inteligencia!” ¡Viva la muerte!”, clamoreado por los falangistas. Pero Unamuno continuó: “Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.”

Me siguen emocionando estas palabras de Miguel de Unamuno. También estas otras de Miguel Hernández:

Tened presente el hambre: recordad su pasado
turbio de capataces que pagaban en plomo.
Aquel jornal al precio de la sangre cobrado,
con yugos en el alma, con golpes en el lomo.

El hambre paseaba sus vacas exprimidas,
sus mujeres resecas, sus devoradas ubres,
sus ávidas quijadas, sus miserables vidas
frente a los comedores y los cuerpos salubres.

Los años de abundancia, la saciedad, la hartura,
eran sólo de aquellos que se llamaban amos.
Para que venga el pan justo a la dentadura
del hambre de los pobres aquí estoy, aquí estamos.

También cuando Vallejo escribe:  

Lo han matado, obligándole a morir/ a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel/ que nació muy niñín, mirando al cielo,/ y que luego creció, se puso rojo/y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos./Lo han matado suavemente/entre el cabello de su mujer, la Juana Vázquez,/a la hora del fuego, al año del balazo/y cuando andaba cerca ya de todo./Pedro Rojas, así, después de muerto/se levantó, besó su catafalco ensangrentado,/lloró por España/y volvió a escribir con el dedo en el aire:/«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas»./Su cadáver estaba lleno de mundo.

Y si leo a Machado, casi se me llenan los ojos de lágrimas, conmovido:


Se le vio caminar... Labrad, amigos, de piedra y sueño en el Alhambra, un túmulo al poeta, sobre una fuente donde llore el agua, y eternamente diga: el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!

Esto y muchos más es lo que tenemos nosotros. Ellos tienen esta fotografía tan asquerosa. Repele esa pose, esa chulería marcial, esa arrogancia de los asesinos. Ese saberse poseedores de las armas, esas armas que dispararán contra el pueblo, su enemigo. Todo lo demás es humo y apaciguamientos de la conciencia de esa mala gente que camina y va apestando la tierra. 

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