jueves, 8 de noviembre de 2007

BATALLITAS

A mí me metieron durante cuatro meses, cuando tenía sólo diecinueve años, en un psiquiátrico militar. Una especie de prisión leve para los que corrían, una vez llamados a filas, el riesgo de pegarse un tiro, cosa temible de cara a la opinión pública, con un gobierno socialista en el poder, comenzando su segunda legislatura, que no paraba de hacerle la pelota a lo más rancio del franquismo, sumidos en un síndrome de Estocolmo o en esa dialéctica de los poderosos que enseguida se avienen a razones entre ellos, ya sea para aprobar reformas laborales financieramente ultra conservadoras o para entender, como abducidos por el rayo divino, la conveniencia de meterse en la OTAN hasta las trancas.

Pues sí, fui un problema para mis – a sí mismos llamados- superiores, y no temía al calabozo ni a los más asquerosos trabajos, porque prefería eso, que andar como un cabrón asesino corriendo por los campos, con un fusil que no defendía ni a mi pueblo, ni a mi gente, ni a mis ideas, pegando imaginarios tiros y profiriendo gritos de odio contra enemigos fantasmas.

Un loco tonto les da igual a los poderosos, pero yo parecía un loco inteligente y ellos pensaban que lo único que podría hacer un loco inteligente allí era dar problemas.

No aceptaba las bromas de los compañeros que se habían viciado asquerosamente de la parafernalia y de la- llamémosle así- ética militar.
No cantaba aquellos ridículos himnos, y mira que me ha gustado siempre cantar a mí, ni participaba en el ardor guerrero de los días que iban pasando.
Me negué a arrestar a un árbol - y decían que el loco era yo-.

Al árbol querían arrestarlo porque allí se había suicidado un muchacho de un reemplazo anterior. Algún lumbrera chusquero concluyó, que uno no obedecía la orden, porque tenía en la cabeza la idea de colgarse, como Judas, de ese árbol sanguinario y lo comunicó a los mandos superiores.

Registraron mi taquilla, y en lugar de fotos con hembras rubias patiabiertas, encontraron libros de Rimbaud y de Federico García Lorca, que a los milicos les sonaba bastante este poeta.
Para colmo encontraron también algunos de los poemas más tristes que un hombre puede escribir en su vida, eran las poesías de un chaval de diecinueve años, yo mismo, asqueado de aquella farsa y completamente enamorado de su novia de entonces.
Un amor de esos de película americana. Eran, además, tiempos en los que bullía la objeción de conciencia, que luego derivó en la Insumisión.

La conclusión para los genios con galones que manejaban el cotarro era clara: Este gilipollas está como una puta cabra y al final se nos cuelga de un árbol o se corta las venas y monta el pollo en todo el cuartel. De manera que decidieron internarme como castigo, en el manicomio que habían dispuesto para los esquizofrénicos, los paranoicos, los depresivos y, curiosamente, los homosexuales, a los que directamente y sin paliativos, consideraban aquellos machotes “Locos de atar” como en Cuba.

Durante algún tiempo estuve engañándome a mí mismo pensando que todo aquello fue una casualidad, un cúmulo de las acostumbradas y endémicas ineficacias de la administración castrense, que cayeron sobre mí.
Ahora, pasados ya veinte años, (oh señor; ¡veinte años!) , de aquel desastre, concluyo que quienes tenían que haber acabado, todos y cada uno de ellos, ingresados en un psiquiátrico militar o civil, eran los componentes de aquella caterva vestida de guerreros funcionariales, que arropados en un patriotismo nihilista que, como negaba la mayor; es decir que el sistema democrático fuese su sistema, robaban, expoliaban y malversaban en las arcas de su otrora adorada patria.

De todos, era yo el único que tenía dos dedos de frente, el único sensato en el circo que se habían montado los milicos para tener poder, y los políticos para mesurar, domar y uniformar el pensamiento de los más jóvenes. Esta batallita, que no cuento en profundidad porque daría para un reportaje, viene al caso porque he observado, que al contrario de lo que les pasa cuando se encuentran con otros compañeros de la milicia, los que anduvieron aquellas fechas conmigo, tratan de evitarme porque saben que yo censuraba cada una de sus bestialidades y cada una de sus sumisiones.

Que no tengo amigos de la mili, vamos, porque a mí no me da vergüenza de lo que hice y a ellos, a lo mejor, sí.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

he entrado en la web del enlace,la del malandar y la cancion es un bombazo,tendriais que explotar vuestra musicquita.saludos.

Anónimo dijo...

En chipiona se leen los artículos de Gallardo algunas semanas, en chipiona información. Me encantan sus artículos y él.

María.

Anónimo dijo...

tu club de phan te estan esperando ansiosas de letras desvirgantes que se adentren en nuestros hemisferios cerebrales