Era un lunes cualquiera, pero habíamos decidido hacerlo un poquito mejor. Para ello, tras la cena, ocupamos cada uno de nosotros un espacio en la casa; ellas, la madre y la hija, se entretuvieron con una bonita película de cárceles, de funcionarios de prisiones medio beatos, y de delincuentes a los que todos teníamos ganas de perdonar, sobre todo a uno negro y grande como la noche que echaba además, polvo de estrellas por la boca y sanaba a las personas con esa especie de vomitera mística.
Uno se metió en su estudio y anduvo jugueteando melodías con la guitarra y con un piano eléctrico de oferta, ochenta y tantos euros con atril incluido, en un supermercado alemán. Cuando fui comprobando que mi impericia ante el teclado y que mis previsibles escalas super pentatónicas en torno al mástil, iban camino de estropear la noche, me refugié en las sentencias y los aforismos del viejo amigo E.M. Cioran, agrupadas esta vez bajo el título “Ese maldito yo”.
Me acomodé en el sillón y de vez en cuando tenía que levantarme porque había puesto en el reproductor de compactos la tercera de Beethoven, y casi todas las personas en la intimidad, cuando escuchan esta música maravillosa hacen alguna tontería, espantar el aire como si se fuera el director de la orquesta, mover la batuta imaginaria, que es una manera de firmar, entre los efluvios del sonido, nuestro agradecimiento al maestro por haber nacido y habernos regalado esa posibilidad de creer en el hombre, en la libertad y hasta en la divinidad, esto ya dependiendo de los cubatas con los que uno haya ido pertrechándose para pasar la noche.
A pesar de tanta placidez, notaba una inquietud muy desagradable, una de esas cosas que nunca te pasaban hace diez o doce años. Un cosquilleo que comenzaba por el estómago y luego se alojaba en el pecho de uno, y suspiraba uno a la manera que debió hacerlo Gustavo Adolfo, cuando sentía ese romanticismo a chorros y tenía que soltar cosas como que “marchitará la rosa el viento helado”.
Me dije: veremos si consigo conciliar el sueño esta noche.
Para mi sorpresa me dormí enseguida, como los bebés en ese limbo de lucecitas y de maternales senos. No sé si hubo lucecitas y bueno, lo de los senos no hubiese estado mal, pero en mi sueño se colaron como un ejército invasor, tornando aquel remanso en pesadilla, las jetas de dos tipos, uno con las cejas arqueadas y cara de niño bueno, pero perversillo, un estratega de los sentimientos nobles, que recitaba una especie de Mantra de números, decía: Hemos crecido durante estos cuatro años más que la media europea y estamos en renta per cápita por encima de Italia. Y luego, titubeaba un poco, y mirándome fijamente como un hipnotizador de circo decimonónico, me pedía confianza y me prometía cuatrocientos euros, una guardería entera para mí y me garantizaba que cuando me fallasen las piernas, o dejara de regirme el cerebro, me iba a ayudar bastante y me iba a poner a un amigo o amiga siempre a mi lado para que no me tuviese que morir de pena y de soledad.
Enfrente había otro tipo, éste más socarrón, que me hablaba siempre en primera persona, como los dueños de las empresas, y me decía con media sonrisa que tuviese mucho cuidado con los negros y con los moros, me reñía un poquito, pero luego me arrullaba entre sus brazos y me garantizaba que si me hacía homosexual me podría juntar con quien quisiera pero sin llamarlo matrimonio y también recitaba salmos numéricos, lo que pasa es que donde el de las cejas arqueadas decía que todo iba debuten, el de las barbas y las gafas, describía un desastre que daba miedo, vamos que daban ganas de coger al de las cejas y depilarlo por embustero.
La pesadilla terminaba con el de las cejas deseándome buenas noches y buena suerte, manda huevos. Y con el de las barbas contando un cuento de una niña que daba grima. Mi despertar fue más poético, recité como un poseído aquello de León Felipe: “Que no me cuenten cuentos que vengo de muy lejos y sé todos los cuentos”. ¡Por dios!
Uno se metió en su estudio y anduvo jugueteando melodías con la guitarra y con un piano eléctrico de oferta, ochenta y tantos euros con atril incluido, en un supermercado alemán. Cuando fui comprobando que mi impericia ante el teclado y que mis previsibles escalas super pentatónicas en torno al mástil, iban camino de estropear la noche, me refugié en las sentencias y los aforismos del viejo amigo E.M. Cioran, agrupadas esta vez bajo el título “Ese maldito yo”.
Me acomodé en el sillón y de vez en cuando tenía que levantarme porque había puesto en el reproductor de compactos la tercera de Beethoven, y casi todas las personas en la intimidad, cuando escuchan esta música maravillosa hacen alguna tontería, espantar el aire como si se fuera el director de la orquesta, mover la batuta imaginaria, que es una manera de firmar, entre los efluvios del sonido, nuestro agradecimiento al maestro por haber nacido y habernos regalado esa posibilidad de creer en el hombre, en la libertad y hasta en la divinidad, esto ya dependiendo de los cubatas con los que uno haya ido pertrechándose para pasar la noche.
A pesar de tanta placidez, notaba una inquietud muy desagradable, una de esas cosas que nunca te pasaban hace diez o doce años. Un cosquilleo que comenzaba por el estómago y luego se alojaba en el pecho de uno, y suspiraba uno a la manera que debió hacerlo Gustavo Adolfo, cuando sentía ese romanticismo a chorros y tenía que soltar cosas como que “marchitará la rosa el viento helado”.
Me dije: veremos si consigo conciliar el sueño esta noche.
Para mi sorpresa me dormí enseguida, como los bebés en ese limbo de lucecitas y de maternales senos. No sé si hubo lucecitas y bueno, lo de los senos no hubiese estado mal, pero en mi sueño se colaron como un ejército invasor, tornando aquel remanso en pesadilla, las jetas de dos tipos, uno con las cejas arqueadas y cara de niño bueno, pero perversillo, un estratega de los sentimientos nobles, que recitaba una especie de Mantra de números, decía: Hemos crecido durante estos cuatro años más que la media europea y estamos en renta per cápita por encima de Italia. Y luego, titubeaba un poco, y mirándome fijamente como un hipnotizador de circo decimonónico, me pedía confianza y me prometía cuatrocientos euros, una guardería entera para mí y me garantizaba que cuando me fallasen las piernas, o dejara de regirme el cerebro, me iba a ayudar bastante y me iba a poner a un amigo o amiga siempre a mi lado para que no me tuviese que morir de pena y de soledad.
Enfrente había otro tipo, éste más socarrón, que me hablaba siempre en primera persona, como los dueños de las empresas, y me decía con media sonrisa que tuviese mucho cuidado con los negros y con los moros, me reñía un poquito, pero luego me arrullaba entre sus brazos y me garantizaba que si me hacía homosexual me podría juntar con quien quisiera pero sin llamarlo matrimonio y también recitaba salmos numéricos, lo que pasa es que donde el de las cejas arqueadas decía que todo iba debuten, el de las barbas y las gafas, describía un desastre que daba miedo, vamos que daban ganas de coger al de las cejas y depilarlo por embustero.
La pesadilla terminaba con el de las cejas deseándome buenas noches y buena suerte, manda huevos. Y con el de las barbas contando un cuento de una niña que daba grima. Mi despertar fue más poético, recité como un poseído aquello de León Felipe: “Que no me cuenten cuentos que vengo de muy lejos y sé todos los cuentos”. ¡Por dios!
1 comentario:
También te recordó León Felipe, aunque no lo recuerdes por el sueño: "Les contaré mi vida a los hombres para que me digan quién soy"; por eso msmo, los debates cuentan sus vidas -porque no relatan otras por el mal del ego- y dicen lo que son, han sido y serán, pesadillas.
http://tropicodelamancha.blogspot.com
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