sábado, 20 de diciembre de 2008

CARLOS EDMUNDO DE ORY Y LA MÚSICA DE LOBOS


Hay veces en las que el atardecer se pone vanguardista y abisma sus colores.
Una ráfaga roja se manifiesta entre nubes que amagan figuras caprichosas y bichos mitológicos, como si un Kandisky colérico trazara su prodigio de color sobre el venerable paisaje que compusieron las luces de los astros (que tiritan a lo lejos).

Otras, crepusculea puntillista como una obra de Seurat y se diría que el rumor del viento que recorre la ciudad llega como un Debussy afónico de armonías que se desmontan. Sin embargo, aquella tarde, las nubes (con grandes claros) se hallaban sumidas en una deliciosa pereza, levemente postista. Era como si el cielo estuviera cansado ya de verborrea lírica en torno a su presencia, a sus colores naturales, a su inefable condición de continente de dioses, vírgenes y ángeles desolados sin sexo y sin deseo. Era aquella tarde, insisto, de un postismo jubiloso e irreverente y esperábamos la llegada de Carlos Edmundo de Ory; postista jubiloso e irreverente.

Uno regenta como puede - junto al escritor Jota Siroco- una modesta editorial de pueblo, la hemos llamado “Libros del Malandar”, aludiendo con su nombre más que a un lugar emblemático de Sanlúcar de Barrameda, a una realidad económica que zozobra entre el malandar pecuniario y la ruina absoluta. Tenemos, pese a todo, la alegría de haber publicado a muchos y buenos poetas de la provincia y tuvimos la suerte hace poco más de un años, de organizar una lectura con “Música de lobos” en la que Carlos Edmundo de Ory, quizá el poeta español más importante literariamente hablando, de la segunda mitad del siglo XX, nos deleitó con su presencia.

No se engaña uno y sabe, que en el escalafón literario ha quedado para proletario. Que ya forma parte uno de esa nómina multitudinaria de poetillas y articulistas de Regional Preferente, que cuando se hacen muy mayores, reciben en sus pueblos el obsequio de que pongan su nombre a una calle en un polígono industrial desangelado y feo como, pongamos por caso, una fábrica de terrazos.
O son finalmente sus obras completas editadas por una diputación, más o menos mil libros de poesía o de prosa poética (que también puede darse ese caso), que irán pudriéndose de pena, entre el olvido y las humedades del sótano de las bibliotecas de barrio.

Pero entre las alegrías que puede darnos este- llamémosle- oficio, está la de conocer alguna vez, a personajes como Carlos Edmundo de Ory.

Cuando este poeta mayor y fundamental de nuestra poesía patria, llegó al lugar en el que había de celebrarse la lectura, uno andaba colocando cables, micrófonos y demás atrezzo. Proletario que se es, como decíamos, de las letras provincianas.

Carlos Edmundo de Ory tiene ochenta y cinco años, se pone un sombrero y un jersey de un verde chillón. Se pelea con los micrófonos y pregunta a la audiencia si es necesaria esa técnica de amplificación para leer. Hace falta, le dice la audiencia que empieza a sentirse cómoda, porque esperaban a un pope octogenario, arrogante y ausente, como si el recital fuese un trámite enojoso que hay que cumplir, y se encuentran frente a un adolescente sapientísimo y entregado, que afirma que así como el manzano da su fruto; sus manzanas prohibidas o lícitas, él, que es poeta, dona al mundo el fruto de su mente (¡Jesús! ) y de su corazón: Los poemas.

Leyó Ory y cantaba Fernando Lobo, todo desde una intimidad misteriosa, desde una complicidad entre público y artistas que se parece bastante al amor, que tiene que ver por supuesto, con la devoción y el cariño. Los poemas de Carlos Edmundo de Ory, que poseen la grandeza de quien ha creado una obra que es un conmovido homenaje al idioma, al ritmo poético y a la grandeza estética, sonaban en su voz como si fueran nuestros, como son nuestros algunos versos de Alberti, de Vallejo, de Lorca o de Neruda.

Porque lo que trasciende, a todos nos pertenece en la medida que forman parte de la historia de los pueblos. Carlos Edmundo nos enamoró esa tarde en la que el cielo quiso ponerse postista, como sólo seducen los adolescentes sabios de ochenta y cuatro años; con la humanidad, la sabiduría y la gracia.

Las personas que salimos de aquel recital, de aquella música de lobos, estábamos contentos y parecíamos mejores . La poesía, pues, puede cambiar el mundo durante un rato. Por ella y por Carlos Edmundo de Ory levantamos felizmente nuestra copa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felij navidaj a ti y todoj tuj secuajes.