viernes, 26 de noviembre de 2010

PADRES E HIJAS

Andaba absorta en sus juegos, fabricando esos escenarios de sueños con los que los niños imitan el mundo adulto en el que tienen que desenvolverse. En su caso, lo habitual era que la habitación se transformara en un aula con la pizarra, su par de pupitres y dos o tres muñecos sentados en actitud de docilidad absoluta. Cuando sentía que la llave entraba en la cerradura a eso de las siete y media de la tarde otoñal, corría hasta la puerta para recibir a su padre. Saludaba con un ¡papi! Y se colgaba del cuello del hombre que venía abrumado por las pendencias del trabajo y de la vida, pero que enseguida era hechizado por ese amor irracional y sin condiciones .

El padre tenía un extenso catálogo de tonterías y mamarrachos con los que hacer que la niña riese a carcajadas, con esa risa gutural que dice más de la felicidad que ningún manual de psiquiatría. A ella le gustaba sentarse en la taza del váter y observar cómo el padre se afeitaba, observaba los movimientos de la maquinilla sobre la cara cubierta de espuma y preguntaba siempre cómo era posible que no se cortara. Su padre decía siempre “porque estás tú”. El padre llegaba a tales extremos de gilipollez, que alguna vez, cuando ella se había entretenido y no había podido asistir a la ceremonia del afeitado, se provocaba un pequeño corte y salía del baño haciendo aspavientos ¿ves, como no estabas, hoy me he cortado? . La niña desde entonces asumía aquella observación como un deber.

Desde que entraba en la casa, no se separaba del padre en ningún momento, las fotografías de la época muestran a un hombre de unos veintisiete años leyendo con la niña en brazos, escribiendo con la niña encima de la mesa de trabajo, tocando la guitarra con la niña como un duendecillo asomando por los hombros.

El padre desarrolló una habilidad curiosísima para leer a la vez “Las soledades” de Góngora y “El gato con botas”, para escribir un poema y canturrear simultáneamente érase una vez un lobito bueno, para tocar la guitarra mientras la niña jugaba con el clavijero, aflojaba las clavijas y se producía una suerte de atonales melodías a medio camino entre el zumbido de un sitar indú y una obra de Gyorgy Ligeti.

Ella sabía que el padre cambiaba las historias, que no era posible que en todos los cuentos apareciera una niña con su nombre que además de ser una hermosura, terminaba siendo una justiciera heroína que salvaba al pueblo de ogros, reyezuelos abominables o lascivas madrastras.

El único momento de severidad que descubría en el padre era la hora de los deberes. Temía ese ceño fruncido del hombre que hasta hace un momento era un camarada, cuando le salían mal los dibujos o la letra se iba inclinando cada vez más hacia abajo convirtiendo la tarea en un mamarracho, el padre se levantaba y hacía ademán de abandonarla. Ella procuraba mejorar en el siguiente folio y si lo conseguía, el padre volvía a sonreír, la levantaba en hombros, la llevaba hasta el salón para que aplaudieran la hazaña la madre y quien por allí anduviera de visita. Ella, levantaba los brazos como un futbolista, pero muy tímidamente, algo avergonzada de las payasadas de su padre.

Durante ocho años de su vida, durmió casi cada noche en el pecho del padre y cuando este creía que ya había terminado la jornada paterno filial y con extremo cuidado la acostaba en su cama, ella abría los ojos y reclamaba el cuento de dormirse, que era como llamaban a una antología de historias inventadas pobladas de Juanes sin miedo, gallinas tristes y reyes magos de oriente que actuaban como una ONG por los arrabales de la infancia.

Hoy, buscando una foto que me reclamaban para un periódico donde a lo mejor escribo y donde a lo mejor hasta me pagan, me crucé con otras muchas de ese tiempo en el que yo era muy joven y ella muy niña. Ambos hemos estado riendo, yo desde la nostalgia que suscitan estos cuarenta y dos años, ahora que peino canas y se acabó el orgullo. Ella desde sus maravillosos dieciocho años con otros recuerdos, en los que uno probablemente interviene menos de lo que cree, y con el porvenir asomándose a su vida.


Y uno, mirándola como a una niña pero sabiendo que es ya una mujer, ha sentido el paso del tiempo como un látigo que seguramente nos ha dejado un garabato de heridas y marcas en el alma.
 

1 comentario:

Jose Miguel dijo...

Precioso. La mia tiene 3 años y medio y ya pienso que llegará el dia en que me ocurra lo que te ocurre a tí ahora. Por eso intento disfrutar de ella y que ella disfrute de mi todo lo posible. Le hago fotos a diario y escribo lo que hacemos para que el paso del tiempo no nos robe los recuerdos.