domingo, 23 de enero de 2011

ESPACIOS

Algunas veces, cada vez menos veces por desgracia porque uno se hace mayor y hacerse mayor no es otra cosa que ver cómo nos envejece esa niña tonta de la ilusión, ese zascandil lacio del entusiasmo o aquella puta verde de la esperanza. Algunas veces decía, siento como si el corazón se me fuese a salir por la boca, como si toda la belleza que lo atraviesa a uno como a un San Sebastián diletante, nos hiciera daño.

Las culpas de estos delirios, de estos ratitos de felicidad las tienen algunos libros, las culpas están repartidas casi siempre entre Nicanor Parra y Cesar Vallejo, o entre Fernando Pessoa y Antonio Machado, se nos cuelan estas sombras del tiempo por la casa, estos amigos son nuestros amigos, nos alejan del vómito televisivo y de la asquerosa mansedumbre y la tarde se pone guapa como una novia de las de antes. Pensamientos y versos prestados nos estremecen, nos reímos o se nos pone un nudo en la garganta porque constatamos que el hombre es triste, tose, y sin embargo se complace en su pecho colorado, nos descojonamos con Nicanor Parra si leemos que cultiva un piojo en su corbata o que sonríe a los imbéciles que han bajado de los árboles. Asumimos con pesadumbre a Pessoa que dejó escrito ser del tamaño de lo que veía y no del tamaño de su estatura, mientras Machado se fuma un cigarrito con nosotros, sentado en el rincón que hace más frío con su mítico sombrero y su cuerpo de gabán y nos recita cadencioso “en mi soledad/ he visto cosas muy claras/ que no son verdad”. Y se queda tan pancho en sus días azules.

Será también la culpa de algunas músicas que suenan, como si los dioses enajenados de sus turbios asuntos hubieran venido a darles la varita mágica de la creación a unos tipos de los que uno se siente orgulloso, a los que uno ufano de su especie llama sin pudor “semejantes”; Mozart, los Beatles, Bach, Dylan, Coltraine, Silvio Rodríguez, Violeta Parra, Gardel...

Llegan con sus ponchos, sus guitarras, sus pianos, sus pentagramas, sus corbatas, sus chorreras, sus pelucas y sus adicciones al cuartucho en el que andamos bicheando por los aledaños de la cultura y comparten con nosotros sus voces, sus poemas, sus virguerías armónicas y hasta el misterio de sus silencios.

Si estamos escribiendo nos paramos un momento y nos extasiamos poseedores de un tesoro de genio y aire fresco. Si lo que hacemos es leer, también paramos, señalamos el recorrido de la lectura y hasta, los días buenos, nos marcamos unos tímidos pasos de baile con una dama invisible.

Esta felicidad personal e intransferible tiene, como todo, sus pudores. Por eso nos encerramos en el cuarto, para que cuando venga la hija a casa de vuelta de sus paseos no descubra al padre con los ojos cerrados y la pelambrera de punta, erguido y muy serio, dirigiendo una orquesta con un bolígrafo como batuta, o emulando a Blackmoore y sus interminables blues con la guitarra de aire o recitando a Teresa de Ávila.

Un padre, como la mujer del Cesar, tiene que, además de serlo , parecerlo, los chiquillos del mundo corren despavoridos cada vez que en algún sarao sus viejos se animan a echarse un bailecito. Detectar un movimiento sensual en la madre de uno en medio de una rumba nos produce una infinita vergüenza porque los padres, para los hijos, son seres asexuados que nos trajeron al mundo porque estaba de dios y si hubiera sido esa germinación obra y gracia del espíritu santo, mucho mejor. Todos los complejos que tanto gustaban a Freud se manifiestan en cuanto descubrimos a papá y a mamá como seres humanos.

Tenemos que defendernos, mientras podamos, de las agresiones con las que el mundo viene a decirnos que toca estar tristes, que toca ruina, que toca la pena penita pena. Tenemos que cobijarnos entre nosotros y si nos vemos, paseando por la playa con una soledad sin nombre y cargados con el fardo infumable de la vida obrera, desempleada, embargada, tenemos que reponernos frente al infecto aliento de la desgracia. Deberemos vencer la vergüenza de abrazarnos y abrazarnos declamando “proletarios de todos los países, besaros” Ya lo de que el beso sea en la mejilla o en los labios, con lengua o simplemente un hermoso saludo fraterno, será cosa nuestra y de nuestros abismos inguinales. No podremos quitarle los millones de euros, no podremos hacernos con los malolientes frutos de la usura, pero podremos conservar la dignidad, podremos espetar en la cara fea y deforme del poder que tenemos nuestras parcelas de felicidad, podremos mearnos de risa en sus jardines y en sus fincas donde nunca ha habido un risa y una juerga como las nuestras, donde nunca se ha fumado lo que nosotros fumamos, donde nunca se ha bebido lo que nosotros trasegamos, donde jamás se sale con manchas de mosto en las camisas y restos de papas aliñadas en el pernil de los pantalones. En el palacio de invierno hace mucho frío, Nosotros hemos optado por la autenticidad y la ternura de la intemperie.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como decia Jose Ortega y Gasset,ya no quedan muchas personas de las que al hablar o expresarse te lleguen al corazon.Pues bien, al leer estos articulos siento un aire fresco de humanidad que tanta falta hace en estos tiempos que corren.Gracias porque tus palabras me hagan sentir,y gracias por ser tan humano.