sábado, 4 de junio de 2011

FERIAS DE OTROS TIEMPOS Y DE OTRO LUGAR


Ventana sobre las prohibiciones
En la pared de una fonda de Madrid, hay un cartel
que dice: Prohibido el cante.
En la del aeropuerto de Río de Janeiro, hay un cartel que dice: Prohibido jugar con los carritos porta-valijas.

O sea; todavía hay gente que canta, todavía
hay gente juega.

EDUARDO GALEANO


Si no íbamos era mala cosa, porque si no íbamos certificábamos la tristeza y por los pasillos de la casa, por la cocina, por las alcobas, chorreaba esa tristeza como si zozobráramos en un barco a punto de hundirse. Si no íbamos nos sentíamos más solos y más alejados de la vida que nunca y nada hay peor que una familia entera sintiendo la soledad, sufriendo la lejanía ante la fiesta y la fanfarria del resto de la tribu.

Si íbamos al fin, tampoco es que el mundo se vistiera de fiesta porque los padres iban sin ganas, por dar una vuelta a los niños a los que se advertía antes de salir de los rigores presupuestarios a los que estábamos sometidos. Pero al menos nos sentíamos todos parte de nuestro tiempo, teníamos la necesidad colectiva de contemporizar y nos daba, sobre todo a los niños, mucho gusto vivir como personas normales.

Había que disfrazarse para el acontecimiento y nos ponían a mi hermano y a mí los pantalones de tergal que a los primos se les habían quedado pequeños y a nosotros nos quedaban todavía grandes. También eran preceptivos los negros zapatos marca “Gorila” que aunque ya era el verano, eran el único calzado de “salir” con que contábamos y salíamos así ataviados, como hombrecitos ridículos y medio cojeando ante las inevitables cebaduras.

A veces, decía el viejo; qué preferís “taxi” o “tiovivo” y a pesar de que la fiesta quedaba lejos del extrarradio donde vivíamos (todas las fiestas del mundo quedan siempre muy lejos del extrarradio) aprendíamos a dosificar nuestros deseos y elegíamos siempre “tiovivo” . ¡Qué gran escuela de renuncias y derrotas puede llegar a ser la pobreza!

En la ciudad donde nací llamaban a aquella fiesta “Las colombinas” y se trataba de una verbena humilde y menesterosa, con guirnaldas de colores queriendo decorar las calles, bombilllas colgadas por aquí y por allí sin ninguna gracia, como pájaros exóticos disecados, resultones y cromáticos pero muertos.
Nada más llegar al recinto ferial, nos topábamos con los charlatanes de tómbola puestos allí estratégicamente para que empezaran a gastarse los cuartos los hombres, a las mujeres les daba igual el azar, preferían ellas llegar enseguida a las casetas y pedirse corriendo un biterkas, tocar algunas palmas si salía algún flamenco cantando un fandango de Huelva o hasta marcarse unas sevillanas al baile con algún desconocido que por lo general era mariquita, porque en aquellos tiempos duros, sólo bailaban los mariquitas y los ricos y nosotros no conocíamos a ningún rico.

Pero, los charlatanes hacían su trabajo incitando a probar suerte a los hombres, y los padres eran capaces de tenernos allí durante horas, por conseguir un desangelado oso de peluche que ninguno de los hijos que soportábamos aquella suerte de ludopatía paterna habíamos deseado nunca. Mi viejo, siempre original, compraba y compraba papeletas en la tómbola gastándose los pocos cuartos de que disponíamos porque se la había metido en la cabeza conseguir una guitarra preciosa, como las que llevaba el alto del Dúo Dinámico, una guitarra granate con el mástil negro y el clavijero plateado, en la boca los colores del fuego incendiando el rosetón y perdiéndose en un rojo intenso a la altura del puente. Ese era el instrumento con el que quería enseñarnos a tocar el “vito, vito” y el concierto de Aranjuez, versión piripín con la prima y la segunda.

Mientras tanto, yo miraba los puestos de manzanas de caramelo y eran las manzanas de caramelo como una gregería de la infancia, me inundaba una tentación mayor que la que tuvo padre Adán cuando le vio las manzanitas a Eva, y me preguntaba de qué fantasía repostera había nacido aquello, cómo se le pudo ocurrir a alguien fabricar esa chuchería por la que un niño, como el padre Adán también, hubiera arriesgado las prebendas del paraíso.

Alguna vez probamos esa manzana, mordimos extasiados el caramelo y fuimos desnudando a la fruta de su traje de azúcar para descubrir que la manzana era de una gran vulgaridad, una manzana cualquiera una vez despojada de sus embrujos y , como uno tiene la suerte que tiene, no puedo dejar de constatar aquí que la primera vez que me comí entera una de esas maravillas, descubrí cerca del corazón de la manzana un gusano asqueroso, como de dibujos animados, que parecía el bicho decirle a uno: “Perdona, pero así es la vida”.

Una vez comida la manzana, una vez habíamos rotado unos minutos en el tiovivo aquel con ambulancias, coches de bomberos y helicópteros suspendidos en el aire, una vez tocadas las sirenas y los cláxones de aquellos vehículos de juguete y consumidos el cartucho de atramuces y el papelón de chocos fritos, los niños lo que queríamos era ir a dormir y descansar de los excesos cometidos.

Pero para esas horas los padres ya habían coincidido con algún compañero de trabajo o con algún vecino e inauguraban su juerga que se basaba, fundamentalmente, en fumarse los hombres un par de paquetes de Celtas y beber varios litros de vino y darnos collejas las madres a nosotros porque no nos estábamos quietos o porque, era este mi caso, comenzábamos un mantra con “Tengo sueño, estoy aburrido” y así durante horas.

Cuando volvíamos a casa, mi hermano desfallecido y en brazos del viejo, yo de la mano de mi madre y ya completamente desvelado, sentía una cosa muy parecida a la felicidad; el fresquito del verano cuando sopla el poniente , los efluvios de la fiesta, las músicas que sonaban a lo lejos todavía, la luna como de atrezzo de finales de julio hermoseando la madrugada, las Perseidas del mes de agosto que ya sabía yo que también se llamaban poéticamente “lágrimas de San Lorenzo” y no podía uno pedir todos los deseos a la vez de fugaces que eran los deseos y de fugaz que era aquella preciosa lluvia de meteoritos. Todas estas cosas me llenaban el pecho de un aire nuevo, miraba las estrellas y pensaba “eso sí que es una verbena, el cielo” .



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